«INICIADOS» ESPAÑOLES QUE DEJARON HUELLA
Los masones no comen niños
Dos libros, uno elaborado con criterios comerciales y otro basado en documentos y testimonios, revitalizan el morbo y el interés que siempre ha suscitado la masonería
La comercialización casi simultánea de Los masones: historia de la sociedad secreta más poderosa (de César Vidal, Editorial Planeta) y de La verdadera historia de los masones (de Santiago Río y Jorge Blaschke, también editado por Planeta) ha reavivado la curiosidad y el tradicional morbo que suscita la fraternidad masónica. En el libro de Vidal abundan las inexactitudes históricas y tiene un marcado sesgo comercial, pues otorga tanta o más verosimilitud a las creencias que a los datos comprobados; amén de que bebe en varias fuentes altamente contaminadas. Por su parte, el texto de Río y Blaschke, redactado con evidentes estilo y fines didácticos, evita los tópicos y otorga máxima relevancia a los documentos y a los hechos objetivos, lo que se debe a que Río es masón, y Blaschke, un periodista dedicado desde hace años a contextualizar la realidad presente y pasada. El temor y en algunos casos el odio que inspira la masonería fueron alimentados durante casi cuatro decenios -desde el verano de 1936 hasta el otoño de 1975- por el régimen franquista, que, de entrada, difundió la especie de que existía un complot internacional integrado por judíos, comunistas y masones cuyo objetivo era destruir España. Una vez muerto el dictador y aprobada la Constitución democrática de 1978, los ciudadanos de religión judía y los que militaban en el PCE tuvieron ocasión de demostrar que aquella manida conspiración era una falacia. Pero ¿qué ha sido de los masones, que fueron difamados, perseguidos, encarcelados, y decenas de ellos, fusilados? La masonería ha servido de percha para miles de textos, si bien la mayoría de ellos -a poco que se escarbe en la historia- merecen la consideración de panfleto o de simple libelo. En parte, aunque los propios masones minimicen esta circunstancia, ese fenómeno se debe a la discreción que preside el funcionamiento de las logias, cuyos miembros -que entre ellos se consideran y llaman hermanos- deben respetar los principios masónicos, propagarlos y dar testimonio de ellos, pero sin alardear de su pertenencia a la organización, sin hacer proselitismo y sin hablar de ella. Las logias evitan los pronunciamientos públicos y, salvo en casos extremos, jamás intervienen como tales en la vida social, política y económica. De hecho, la masonería moderna y regular española sólo ha salido a la palestra en una ocasión para manifestarse de forma inequívoca en favor o en contra de algo o de alguien. Lo que aconteció el 19 de julio de 1936, cuando denostó el golpe de Estado promovido por un sector del Ejército y llamó a defender la legalidad republicana. Dos de las normas fundamentales y de obligada asunción por parte de los masones son, por un lado, el respeto absoluto a las creencias o convicciones religiosas, filosóficas, ideológicas o políticas de los individuos y, segundo, no revelar jamás la adscripción masónica de un hermano, salvo que éste lo haya autorizado expresamente. La combinación de ambas normas, unido a que las logias evitan la vida pública, ha provocado que la ciudadanía desconozca el ideario y la actividad de los masones; lo que a su vez ha propiciado las maledicencias y, peor aún, que personas y grupos hayan aprovechado para convertir la masonería en blanco propiciatorio de iras, acusando a los hermanos de amorales, ladrones, pederastas, asesinos, servidores de satán, e incluso de aliados de Hitler o de Stalin, según interesara al difamador de turno. En ese escenario, ser masón o hablar de o con ellos era una temeridad.