Diario de León

Testigo de la barbarie y ejemplo de dignidad

Prisciliano García Gaitero | El preso 3583 de los campos nazis era un leonés de Carbajal de Fuentes

EDILESA

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Publicado por
JOSÉ LUIS GAVILANES LASO | texto
León

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La odisea de la veintena larga de leoneses que escaparon de España al término de la guerra civil y tuvieron la desgracia de sufrir los campos de exterminio nazis, no ha sido todavía debidamente reconocida en su patria chica. Entre ellos, Prisciliano García Gaitero fue el único -que sepamos- que nos dejó testimonio escrito de su paso por los campos de Mauthausen, Gusen y Dachau. Como sus paisanos de infortunio, Prisciliano era un hombre de condición humilde, que al no pertenecer a la nómina de exiliados famosos (Picasso, Cernuda; Casals, Castelao, Baroja, Falla, etc.), quedó envuelto en el silencio del miedo instaurado en nuestro país desde julio de 1936. Había nacido el 28 de julio de 1910, en Carbajal de Fuentes, en el seno de una famila de modestos campesinos. Al quedar huérfano de padre, emigró a Mieres con su madre, quien contrajo nuevo matrimonio. Cursó estudios primarios con los salesianos y muy joven entró a trabajar como rampero en el grupo minero Mariana, de la Fábrica de Mieres. Licenciado del servicio militar en Marruecos, vuelve de nuevo a la mina como picador. Apenas conocemos su participación en la revolución de 1934, pero por esas fechas ya estaba afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas de Mieres. Durante la guerra civil lucha contra el ejército sublevado, resulta herido y alcanza el grado de teniente en el Batallón Asturias nº47. A la caída del frente asturiano, en 1937, se refugia primero en el monte, pero inmediatamente baja a Oviedo y, aprovechándose de la confusión reinante, consigue pasar desapercibido. Se alista voluntario para reforzar las líneas de combate nacionales en el frente de Aragón, desde donde escribe a la familia varias cartas con el colofón de ¡Viva España!, ¡Arriba España! Pero advertido de que, por su filiación izquierdista, los falangistas andan en su búsqueda, y que incluso han encarcelado a su madre para que se entregue, consigue huir a Francia. Del país vecino pasa de nuevo a España por la frontera de Cataluña. En Barcelona recibe una recompensa de 50 pesetas concedida por O.C. del 26 de diciembre de 1936, «por evasión del campo faccioso sin armamento», extendiéndosele un certificado para todos los efectos, al haber tenido que desprenderse en la fuga de toda su documentación. A la caída de Cataluña, pasa de nuevo la frontera y es ingresado en el campo de refugiados de Argèles-sur-Mer, de donde sale al poco tiempo para enrolarse en los Batallones de Trabajo. Trabaja como jornalero en varias granjas del departamento de Eure-et-Loir, desde donde cruza correspondencia epistolar con la familia. En una de ellas expresa el deseo de viajar a Méjico, pero el intento acaba frustrado. Cuando las tropas alemanas invaden Francia, Prisciliano es apresado el 21 de junio de 1940 e internado en el campo de Voves, a unos cien kilómetros de París. Los esfuerzos familiares para conseguir la repatriación de Prisciliano, amparándose en que no estaba implicado en ningún delito de sangre, fracasan. El primer alcalde en funciones del ayuntamiento de Mieres, Luis Rubiera Zubizarreta certifica el 8 de agosto de 1940: «Prisciliano García Gaitero, de filiación comunista, miembro del Socorro Rojo Internacional, es, a pesar de su idelogía, persona de buena conducta». Pero, por aquel entonces, a las autoridades franquistas la única repatriación que interesaba era aquella en que hubiera responsabilidades políticas o criminales para aplicarles leyes sumarísimas. Como en el expediente de Prisciliano no constaba que hubiera ninguna de ellas, no se justificaba su repatriación. Prisciliano viajó en tren varios días dentro de un vagón de ganado hasta el campo de prisioneros Stalag X-B, en Sandbostel, al oeste de Alemania, cerca de Bremen, donde establece un último contacto epistolar con la familia, que no se restablecerá hasta un par de años más tarde, en el campo de Dachau. Como la mayoría de los españoles, ya bajo el control de las SS, Prisciliano es deportado a Mauthausen, en Austria, adonde llega el 28 de febrero de 1941. Al cabo de un mes consigue ir voluntario al campo adyacente de Gusen, para acompañar a su inseparable amigo, el impresor tarraconense José Brull Solares. En Gusen sufrirá la inefable amargura de ver morir a su amigo y a otros muchos compatriotas. Salva su vida milagrosamente al ser trasladado a Dachau el 8 de noviembre de 1942, donde recibe la ayuda de compatriotas y brigadistas internacionales. En Dachau reanuda la correspondencia epistolar con sus familiares de Mieres, quienes, al saber su paradero, realizan de nuevo gestiones infructuosas ante las autoridades españolas para su repatriación. Con la liberación del campo por las tropas estadounidenses, en abril de 1945, Prisciliano, muy deteriorado de salud, es enviado a Francia, donde comienza a recuperarse gracias a la atención y el cuidado de una familia francesa y una madrina canadiense. Trabaja en una mercería y en la confección de prendas de vestir, hasta que el agravamiento de la enfermedad que padecía, una tuberculosis ósea que le obligaba a andar con muletas, hace necesaria su hospitalización en el sanatorio de Brevannes, donde fallece el 30 de junio de 1949, a los 39 años. Los periódicos franceses que publicaron la noticia de la muerte destacaban «su férrea voluntad para no volver a ver aquello que sus ojos contemplaron». Un antiguo compañero de cautiverio pronunció unas palabras de encomio en la inhumación de este leonés que toda su vida había luchado noble, honesta y desinteresadamente por un ideal: la defensa de las libertades republicanas. Sus restos yacen en el cementerio de Fontenay-sous-Bois, bajo una lápida con la inscripción Morts pour la France. Mientras, en España, once meses más tarde, curiosa y paradójicamente, el juez instructor del juzgado número uno de Madrid para la represión de la masonería y el comunismo, incoaba contra él el sumario 409 «por delito de comunismo». Paradojas del destino de un rebelde contra la rebelión de quienes, a buen seguro si hubiera caído en sus manos, le habrían fusilado con juicio o sin juicio por «delito de rebelión». Una generación maldita Prisciliano García perteneció a esa generación maldita que vino al mundo en los aledaños de una primera guerra mundial, creció en medio de devastadoras turbulencias sociales y económicas y se vio obligado contra su voluntad a matar o morir en una guerra civil y otra mundial. Sobrevivió a duras penas en campos de ignominia, donde tuvo que pelear contra sus guardianes, contra sus propios compañeros y contra sí mismo. Allí le quitaron todo: pertenencias, personalidad, salud..., salvo dos cosas, el hambre y la dignidad. Sin embargo, las autoridades alemanas competentes negaron a la familia toda indennización en compensación a los sufrimientos padecidos, alegando no haber muerto antes de los ocho meses de la salida de Dachau. Antes de morir Prisciliano escribió de un tirón y con buena caligrafía toda su peripecia concentracionaria en un cuaderno de memorias (recientemente publicado por Edilesa con el título Mi vida en los campos de la muerte nazis). Estas memorias las recogió su madre cuando se trasladó a Francia al saber que el hijo se le moría. No llegó a verlo vivo, pero trajo con ella a España, oculto entre el vestido y los pechos que un día lo amamantaron, ese cuaderno de vivencias que Prisciliano fue escribiendo mientras luchaba por aferrarse inútilmente a la vida. Este testimonio ha permanecido escondido dentro de una lata en una carbonera de Mieres durante cuarenta años de dictadura y casi treinta de democracia. Bien merece tributo de reconocimiento y admiración este hombre, casi anónimo, prototipo de integridad, que consiguió, a pesar de terribles desmentidos y situaciones límite, trasmitirnos que aún cabe tener fe y esperanza en la condición humana.

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