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El intermediario Esperanza Briè, en el Cairo Sonata de Edipo ¡Caballo, Velocet! El estoque de Daarin Maleta Dios padre menor... Palabras que no se lleva el viento

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Alberto R. Torices Rafael Saravia Rosa M. Alonso Miguel Paz Cabanas Nacho Abad Henry Pathè Jav
León

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Justo antes de que lo mataran, el intermediario Tang-Yen-Ta soñaba con cada detalle de lo que había ocurrido en la última hora de su vida. Vio cómo llegaba al hotel y solicitaba en recepción la compañía de Alexia, la prostituta rusa del Black Cat . Vio el bostezo del empleado que le atendió y cada mota de caspa sobre sus hombros. Luego se vio subiendo solo en el ascensor; quitándose, ya dentro de su habitación, las botas, la tricota y la camisa; refrescándose, después, el cuello y la cara en el lavabo. Volvió a ver sin entusiasmo su cara en el espejo, su expresión de fatiga y tensión, y otra vez respiró el aire que anunciaba la rebelión inminente en las calles de Shanghai. En su sueño, se sobresaltó de nuevo cuando sonaron los golpes en la puerta. Preguntó antes de abrir y tardó unos segundos en reaccionar tras oír la voz de la rusa. Abrió y volvió a fijarse en el sudor que cubría la frente de la joven, en su maquillaje desvaído y en cada pormenor de su ropa procaz. De nuevo sirvió las dos copas de saki y brindó sin palabras. Mientras ella le lavaba, se fijó en los lunares de sus brazos y en la cicatriz de su hombro izquierdo; y mientras se desnudaba... Estaremos¿ sabremos mantenernos desprovistos de esencias, tornar como nunca a la piedad descrita en nuestros actos; sabremos, tan humildes como quisimos ser antaño, soñar arcanos celestes, ciertas luces unidas a un mismo propósito. No sabremos de destinos, habrá pasos distantes, lejanos¿ habrá presagios de encantos y seguiremos sin plaza donde poder celebrar lo andado. Ganaremos tiempo y se rasgarán los rostros. Buscaremos brazos que prolonguen los nuestros, abrazos que nos lleven más allá del desconcierto. El consuelo esta en la lentitud del desahogo, nuestra angustia: la fragilidad de la amistad. .. en el segundo día de estancia en un motelito barato de la Costa Azul, Briè, quien hasta el momento se nos ha presentado como un personaje secundario poco relevante, da un giro de 180 grados a la trama de la novela al recibir, de manos del fantasma de su bisabuelo, el general Wintterburg, una carta fechada en Turquía el 15 de Agosto de 1946 -casi 600 años antes- y firmada por su amigo Vockull, quien, entre otras nuevas no menos sorprendentes -la predicción del hundimiento de un barco Belga, el Morubia Rosa, en el 76, por ejemplo-, le pone al corriente de que la Biblioteca Pública de Aquisgrán ha decido retirarle el carné de socio acusándole de la sustracción de la única copia que se conservaba de «The Secret Goldfish», de D. B. Caulfield. Además sabemos, por la conversación que mantienen P. y Mannox en el bar de Antoine (1), que Briè apenas sabe leer -no en vano tiene que pedirle al recepcionista del motel donde se aloja, Icarus, que le lea la carta, lo que traerá repercusiones más adelante cuando éste le exija al pobre Briè el pago de mil quinientos francos por el servicio prestado- y que el viaje a la Costa Azul era el primero y único que Briè realizaba fuera de su tierra natal... (...) La madre de Laura estaba obsesionada con la alimentación. Siempre compraba hierbas para relajarse, complementos polivitamínicos para el duro día a día, sacarina en el café de las once, un sandwich vegetal sin mayonesa a la una y media, infusión de menta poleo con una manzana a las seis, o de escaramujos y naranja si tenía que apretar un poco más y, para terminar el día, una tortillita de un huevo con jamón cocido sin sal y dos panecillos suizos integrales. Con todo esto no es de extrañar que la madre de Laura fuese adicta al ginseng y la jalea real como complementos indispensables de tan frugal dieta. Estaba muy bien para la edad que tenía, pero Laura empezaba a sospechar que su madre podría tener algún problema oculto tras los botes de infusión. Su padre, por el contrario, era un salvaje en la mesa. Comía por los dos y parecía no tener fondo. Solían discutir por ello. No comas más pan, protestaba la madre, a lo que el padre solía responder, si lo comieras tú, ¡qué bien te sentaría!, lo que te pasa es que tienes tristeza estomacal. ¡Cómete un buen filete y déjate de gingsens y todas esas vainas! Era una discusión casi diaria. Su padre no renunciaba a nada en la cocina, ahora, eso sí, de seis a siete, sesión de pesas en el gimnasio parea quemar la grasa y la mala leche acumulada en el día. Él se mantenía así. Laura estaba en un punto intermedio. Hacía deporte porque le gustaba sentirse en forma, pero después un buen bocata de jamón serrano con tomate la ponía definitivamente a tono. Lo único en lo que coincidían los tres era en el café mañanero. Cada uno lo acompañaba de lo que le parecía bien. La madre con dos panecillos integrales, el padre con tostadas y zumo de naranja y ella con magdalenas... Mi caballo, Velocet, necesita una pistola para matarme. Se ha vuelto loco, pues nunca antes había hablado de revólver alguno. Le digo que es demasiado, pero él sólo me hace ascos con el rabo y es a mí a quien terminan por molestar las azules moscas. Antes mi caballo me susurraba historias sobre faldas y cuando le daba malditas zanahorias me babeaba las manos contando tonterías sobre doma. Adoraba sus crines color fuego y su ruinoso humor de viejo cínico. Cuando paseábamos juntos por las murallas, las muchachas nos miraban y nos (mi caballo y yo) adornábamos el paso como estrellas de cinema. Lo conocí un domingo celeste y desde entonces somos fieles como tortugas al desierto. Jugamos al ajedrez con las gaviotas y salimos al balcón a fumar en plata mientras Ringo nos rinde homenaje en Do menor. Mi caballo, Velocet, sueña a diario que me pega un tiro al lado del gran cañón. Caemos redimidos -cuenta- nuestros cuerpos, como espinas de pescado, al borde del precipicio, caemos redondos al vacío infinito, como perros... No temo que lo haga y sé que es capaz de cabalgar noche tras noche, atravesando el tiempo de la tierra, haciendo paradas tan sólo en lupanares. Cabalgar, hasta lo más árido, del brazo de mi brazo, más allá, Velocet, de lo que puedan pensar tus pupilas de muchacha hermosa, cabalgar... Yo sé que es capaz de llegar y no temo que un día, aparte los ojos del pienso y tan sólo diga -mañana- y sé que habré de comportarme como idiota y subir a tu casa, Velocet, hacer la maleta y prepararme para el último viaje. Mientras tanto, sólo tengo ganas de abrazarte (torpe de mí) correr tras el litro de sangre violeta que se desliza desde el centro de tu corazón. Sólo tengo tiempo que perder a tu lado. Besos de tren que habrá de partir el cielo en puzzle. Melaza que lanzar a tus níveos hijos mientras se bañan en el estanque nuclear. Mientras tanto sólo tengo ganas de que me abraces, Velocet, como si fuese la vida un carrusel y en él, cientos de caballos buenos se apiadaran de nosotros. Henry Pathè Veo a mi padre paseando distraído, con su sombrero y sus sandalias, y ese abrigo azul que roza con elegancia la esfera de sus talones. Camina solo, girándose-chicas-de-pieles-claras, acariciando bustos herrumbrosos en los salones de su jardín. Tiene ese aire de los escultores atrabiliarios, de los pintores que han vendido el alma y confunden el crepúsculo de noviembre con manchas de mercurocromo. A veces, sólo a veces, se detiene en un rapto de premura y se rasca con indolencia el fondo de los bolsillos. Mi padre tiene cosas de Apollinaire, y de Breton, y del poeta siberiano Yevgueni Yevtushenko. Parece más esbelto de lo que es y en los días de lluvia se toca la perilla, languidece, examina la sopa turbia de los charcos monacales. Ayer bajaba por una calle anónima, mirando de soslayo los senos de los maniquíes. Daba gusto verlo, con ese sombrero de ala ancha, haciendo esgrima de folletín con abejas invisibles. Puede que estuviese pensando en su niñez, antes de concebirme en un suero anfibio. Luego se sentó, y se me quedó mirando un instante, y al verlo allí, callado en la terraza, pensé en otra cosa, pensé si no sería la muerte, al ver brillando en sus sandalias, como una premonición... Guarda la lengua mordaz para el último recodo, guarda un poco de llama para la noche de invierno, el inventario del daño para el reproche de los rencorosos, la ganzúa del error guarda para la cerradura de los justos. Todo el camino está cercado por animales muertos, atropellados en la calzada, y el hedor quema en el olfato como una cerilla ardiendo, como una hormiga incendiaria, o la ignición del saco de los alquimistas, cuando ya pesa demasiado el tiempo perdido y la obsesión, y uno toma color de enfermo terminal. Guarda el dinero de la derrota para el momento del derroche, beber hasta perder el conocimiento, correr delante de la policía, ir repartiendo flores por las calles como si aún creyéramos en algo, como si la atractiva facilidad del nihilismo no nos hubiese seducido, hacer el amor con los ojos tristes, fumar más de lo habitual, ocupar un parque, robar lo que los otros nos robaron: una canción como un himno, la diminuta revolución del que se estremece, el placer y sus avenidas ostentosas... Dios padre menor y engrandecido Hombre de tradición y eco irreflexivo Cobijado en lo enfermo y lo insano Ferviente defensor del consejo rimado Predicador de mi género y su función Sacro heredero de su reliquia de valores Cónyuge del amodorramiento y la sumisión, de la resignación y la cobardía. El no nacido de las ideas, el creador de un genio El que posee el rostro de las varias facetas El hijo mutilado, el eterno niño, el padre mutilador El que bajará de sus cielos para morir en el camino En el mío. Amén.

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