Diario de León

Un topo al sol

Manuel Alfonso Montes, teniente de la República | El 18 de julio de 1936 se abrió en España la veda del hombre. A partir de entonces, el teniente de Paradaseca Manuel Alfonso Montes, con 30 años de edad, se convirtió en testigo de cómo la viole

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JESÚS EGIDO | texto
León

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Checas libertarias y centurias fascistas encontraron en las sacas y los paseos el mejor sistema para llevar a cabo ajustes de cuentas que acababan invariablemente en el paredón. Cada bando sacó lo peor de sí mismo y el valor de la vida humana se depreció hasta límites cuyo recuerdo todavía avergüenza. De la noche a la mañana, delatores, chantajistas y asesinos dejaron de ser perseguidos por la ley y se aplicaron a imponer la suya. Después de la guerra, los indultos decretados por el Gobierno de los vencedores a partir del 9 de octubre de 1945, y hasta el 31 de marzo de 1969, resultaron incapaces de arrancar el terror a todos los vencidos, porque demasiados de los que pretendieron acogerse abiertamente al perdón fueron conducidos ante un pelotón de fusilamiento. Las fuerzas del orden público, en lugar de proteger a los ciudadanos, se convirtieron en una amenaza para muchos de ellos y los policías ejercieron con inusitada vocación el papel de torturadores y verdugos. La posibilidad de morir de un par de tiros junto a su palloza se convirtió para el teniente Montes en una amenaza constante, una sombra pegada a su cuerpo las veinticuatro horas del día, de la que sólo lograba aliviarse con el apoyo de su familia, especialmente el de su mujer, Estrella Gutiérrez Abella. La posguerra no logró acabar durante décadas con la carnicería del odio. Y así, mientras unos intentaban convivir pacíficamente con los fantasmas de la masacre civil que para el historiador norteamericano Gabriel Jackson arrojó un saldo de casi 400.000 muertos -contables más pesimistas y tal vez menos documentados elevan la cifra hasta el millón-, otros se exiliaron, prosiguieron su guerra particular contra la dictadura refugiados en los montes o se enterraron en vida para pasar inadvertidos y sobrevivir como alimañas burlando a la muerte. Porque pese a la férrea censura que amordazaba cualquier atisbo informativo libre, los vencedores fueron incapaces de silenciar la feroz represalia emprendida contra los vencidos, que arrojó otros 200.000 muertos en tiempos de una pretendida paz que realmente no llegaba nunca. La propaganda sobre las virtudes de la victoria, en lugar de sellar las heridas del pasado, apenas logró disimular la fosa común, rebosante de cadáveres rojos , que se extendía por páramos y montes, auténticos cementerios clandestinos. Frente a escenario tan pavoroso para miles de derrotados sólo quedaba la lógica de la huida o el ocultamiento, aunque éste fuera en condiciones infrahumanas difíciles de comprender y que, en muchos casos, enfermaron la mente de sus protagonistas hasta sobrepasar los límites de la locura. El miedo es libre y el de los topos fue tan profundo como su amor a la vida, si es que puede denominarse así, «vida», a la miseria de permanecer escondidos años, y hasta décadas, en pozos, baúles, paredes falsas o fosas cavadas en la tierra. No es de extrañar que a las generaciones posteriores a la masacre civil, algunos de estos vampiros ocasionales les despierten sensaciones más cercanas a la nausea que a la lástima. Para comprobarlo basta leer Los Topos, publicado en 1977, ya muerto el dictador, por el escritor leonés Jesús Torbado y el periodista Manuel Leguineche. En el prólogo a este libro, que nada más aparecer se convertiría en un best-seller internacional, Torbado y Leguineche se detienen en el caso del gallego Jesús Montero, que permaneció veinte años emparedado en la alacena de la cocina de una antigua novia. Rescatado en 1960 por miembros clandestinos del Partido Comunista, el topo Montero fue trasladado hasta un hospital de Praga. Allí viajó para conocerlo el periodista Jesús Izcaray, quien sintió tanta repugnancia ante el miedo de aquel hombre que desistió de su propósito inicial de escribir un libro sobre su historia. Toperas leonesas En Los Topos sólo figuran un puñado de casos, los de los campeones del pavor, aquellos que batieron el récord de permanencia en sus madrigueras . Entre ellos no hay uno solo de León, pero sí de Málaga, Ciudad Real, La Rioja, Las Palmas, Jaén, Segovia, Guadalajara, Cádiz, Valladolid¿ Como si los horrores de la guerra hubieran sorteado la provincia leonesa. Falso. Nada más proclamarse la paz, el terror que batió cada metro cuadrado de España llenó su territorio de toperas : el pirineo aragonés, los montes de Toledo, los de León¿ fueron escarbados para construir miles de guaridas, pero sólo unos pocos soportaron más de varios días o semanas aquellas condiciones miserables. Tal vez porque a la mayoría, como le ocurrió al teniente republicano leonés Manuel Alfonso Montes, las salvajadas de los vencedores, en lugar de pánico, les inoculaban rabia. La suficiente para que se negara a enterrarse en vida, porque para él esa manera de vivir, más que de topo, era de rata, y los gatos ahuyentaron siempre a los roedores que pretendían colarse en la palloza que compartió hasta la muerte con «su compañera». Cada nuevo episodio de crueldad alimentaba su rencor, que se iba sumando al adquirido en las batallas de las que fue testigo: el bombardeo de Guernica, los enfrentamientos de Ampuero, Burgos y Santander, la ofensiva franquista en Asturias, «que nos obligó a replegarnos hasta Gijón, de culo al agua» («con el mar negando ya toda posibilidad de retroceso», en palabras del escritor leonés Julio Llamazares). Ni siquiera en la guerra de África, donde participó como sargento de complemento, acumuló una galería de horrores tan macabra. El recuerdo de la incomodidad del calor sahariano, con las moscas zumbando sin descanso alrededor de las heridas de los soldados, la corrupción de los oficiales que asqueó a escritores como Ramón J. Sender o Arturo Barea, y las matanzas colectivas le dolían menos que los ajustes de cuentas particulares de la guerra civil, más desiguales y cobardes. Montes nunca olvidó la ejecución a garrote vil de Ángel Fernández, su compañero de celda en la cárcel de León. Este ponferradino fue acusado de idear un complot con los guardias para tomar la ciudad. «Uno de los nuestros se chivó; era de Cistierna, se llamaba Gabino, pero el apellido no lo recuerdo». Los verdugos carecen de apellido, no así las víctimas: Fernández fue ajusticiado en 1938 en el patio de mujeres de la prisión y en presencia de ocho compañeros. Uno de ellos era el propio Montes. Ocurrió en la misma época en que mataron al maestro de los Ancares: le cortaron los testículos, se los metieron en la boca y le sangraron como a un cerdo. «Yo no lo vi, porque estaba preso, pero lo sé», afirma sin una sombra de duda. Tanta brutalidad acabó con el escaso idealismo bélico que aún le quedaba de su campaña en África, donde escuchó por primera vez el nombre del general Franco sin sospechar entonces que un día aquel oficial de pequeña estatura, que burlaba las balas moras con poderosa baraka (suerte), acabaría convirtiéndose en su peor enemigo. Entre rejas La tragedia personal del teniente Manuel Alfonso Montes cobró mayor crudeza en 1937, el día que una centuria de Falange le dio el alto en el puerto de San Glorio. Tras la caída de Gijón, había buscado el resguardo del monte y, ya en tierras leonesas, intentaba encontrar el camino de regreso a casa. «Al mando de la centuria iba un capitán de Villafranca, don Francisco Rovira, muy amigo de mis padres. En cuanto me vio me preguntó de dónde era. De Paradaseca, contesté. No me digas más, ¿a qué eres hijo de Manolín y de Carmen? ¡Granuja, qué fuiste a buscar a Asturias!». Pensó que había llegado su hora: «Aquí me pegan dos tiros» y no se mordió la lengua: «¿Y a qué se quedó usted?, respondió bruscamente. ¿Por qué no defendió a la República, que era su deber?». Nunca supo por qué aquel capitán le perdonó la vida. Se lo preguntaría muchas veces durante los interminables días de cárcel que hubo de cumplir a partir de entonces. Primero, del 25 de octubre de ese año al 11 de marzo de 1938, en el campo de concentración de San Marcos, donde fue condenado a pena de muerte. Después en Burgos, ya conmutada su ejecución por treinta años de reclusión que serían revisados sucesivamente a veinte años y un día, doce años y un día¿ Siempre sintió miedo, pero el asco ante tanta injusticia le dio fuerzas para mantener el mismo orgullo con que contestó al capitán de centuria que le apresó en el puerto de San Glorio, tal vez porque ese tipo de gestos eran la única manera de encontrar un pequeño espacio de libertad. Durante su estancia en San Marcos, confinado en la celda donde se hacinaban ateridos de frío y hambre otros que como él esperaban a ser ejecutados, el mismo oficial que les anunció el indulto le ordenó que gritase «¡viva Franco y arriba España!». Montes sentía que ni aquel caudillo ni aquella España eran los suyos y apenas pensó lo que dijo: -El generalísimo no es sabedor de esto. Lo que ahora parece un exceso de ingenuidad encerraba entonces un razonamiento lógico. Cómo alguien que ostentaba, por la gracia de Dios, la potestad de decidir la suerte de sus compatriotas podía permitir, desde el conocimiento de los hechos, las condiciones de vida a las que se veían sometidas las víctimas de la derrota. ¿Dónde se había escondido la generosidad de la victoria? Trasladado desde el penal de Burgos a las minas de Gaiztarro en Matarrosa del Sil, donde enfermó de silicosis, el 14 de septiembre de 1941 decidió romper el encierro junto a un compañero de Madrid y ambos bajaron hasta las fiestas de Langre. Aquella vez no tuvo tanta fortuna y, con la suerte de espaldas, caen en manos de la Guardia Civil acusados de intento de evasión. Fueron juzgados en Ponferrada y destinados a la prisión alicantina de Chinchilla. Montes experimento como nunca el aguijón de la angustia ante ese traslado forzoso que le llevaba tan lejos de casa y de su compañera Estrella Gutiérrez Abella, con la que había comenzado a «vivir maritalmente desde el 34» en Paradaseca. Estuvo a punto de rendirse, de abandonar la lucha interior que le había mantenido vivo hasta ese momento. Consciente de ello, su familia buscó una solución a lo que parecía el final. Movieron todos los hilos posibles hasta encontrar en Salamanca un conocido influyente que evitase el exilio Mediterráneo. Gracias a ello, el 6 de enero Montes ingresaba en la cárcel de Santiago de Compostela, donde permaneció preso hasta el 31 de diciembre de 1944, fecha en la que conseguiría la libertad «por no encontrárseme delito de causa». El regreso a Paradaseca cerraba un período de más de siete años entre rejas, sometido a trabajos forzados y todo tipo de torturas psicológicas y físicas que le secaron de por vida uno de sus pulmones. Libertad vigilada Nunca volvió a abandonar su pueblo, porque la guerra y sus secuelas acabaron por dar sentido a una frase que no se cansaba de repetir su cuñado: «Dicen que el cuervo nace en la peña y tira pa' ella». Encerrado en su palloza de piedra y paja -construida según la mujer de Montes «cuando se formó el mundo»-, al calor de la cocina de leña y del sol que en verano se filtraba por los cristales de los ventanucos, el ex teniente republicano prefirió borrar las huellas de su pasado, como si el hecho de ocultar su biografía le apartase de la atención de quienes durante décadas siguieron exigiendo la venganza de los vencedores. Los papeles que acreditaban su empleo como oficial del ejército de la República, encargado del entrenamiento de los reclutas destinados al frente, los destruyó cuando se rindió Asturias: «Si me cogen con la credencial no tengo salvación. Sólo esperaba salvar el pellejo» . Y al solicitar en 1985, ya bien entrada la democracia, una pensión militar, comprobó que en la documentación disponible en la Capitanía General de Valladolid no figuraba su nombre, lo que de alguna manera también había sido una suerte, porque «de haber aparecido en su día me hubieran fusilado». En compañía de Estrella, a la que se sumó la llegada de la única hija que tuvo el matrimonio, Montes vio pasar con lentitud la posguerra, aislado en el corazón de los Ancares. Largos inviernos en los que ni los coches de la funeraria se atrevían a adentrarse hasta allí para recoger a los muertos. Jamás buscó refugio bajo tierra ni en la oscuridad de un baúl o un agujero en el muro donde emparedarse en vida. Siempre fue un topo al sol o entre la nieve, rodeado de gatos para espantar las alimañas. Sobrevivió ajeno a un mundo donde la salud el franquismo se consumía al mismo ritmo que se endurecían las arterias del dictador. Su encierro de Paradaseca únicamente se veía interrumpido los primeros de mayo, cuando año tras año la Guardia Civil subía a detenerle. Tampoco entonces buscó una madriguera en la que ocultarse de la pareja, porque el miedo, la angustia y la rabia que sentía camino del cuartel le hacían sentirse más vivo. En una entrevista concedida en el verano de 1986, un Manuel Alfonso Montes octogenario, moreno y enjuto, con la piel arrugada y todavía abundante pelo sobresaliendo bajo su boina, contaba sin excesiva prisa los días que le quedaban para morir, «porque el que de una sale cien años dura. Y yo escapé de dos». Entre el humo de su pipa de brezo, con el que espantaba a los mosquitos, se atrevía abiertamente a resumir su vida con notable ahorro de palabras: «Muy buena en el Ejército y muy mala desde que llegó Franco». Parecía imposible que ese hombre pequeño de mirada clara hubiera sido víctima de tanto odio, como si el aislamiento en Paradaseca le hubiera borrado las últimas huellas del rencor. Entre gritos de sus cinco nietos, que le llamaban desde el interior de un gallinero próximo a su palloza, sonreía al triunfo de la democracia, «porque de vivir aprehendido a vivir en libertad es como de la noche al día». Nunca tuvo maneras de topo . Con el pulmón derecho agotado por la silicosis, cada calada que inhalaba de su pipa suponía un nuevo pulso al miedo. Tantos años acostumbrado a vivir retándolo consiguieron que todos sus actos fueran una ejemplo de resistencia, una manifestación de libertad. «Fumo por lo que contestó el labrador a Cristo, cuando Éste le dijo que dejase de trabajar porque se iba a morir al día siguiente: Hasta la muerte vida fuerte , y arreó a los bueyes. Hasta que me muera, fumo».

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