Diario de León

Vivió para ser libre

«Chavín» no tuvo identidad hasta los 80 años, cuando le hicieron el DNI en la residencia de ancianos. Era un personaje singular muy conocido en Omaña

DL

DL

Publicado por
JOSÉ ESTRADA | texto
León

Creado:

Actualizado:

De niño, tendría yo ocho o nueve años, conocí a alguien que, desde el primer momento, despertó en mí una cierta curiosidad por su forma de vestir y de actuar; eran, cuando menos, originales y extravagantes dentro de mi pequeño mundo. Un día, a la salida de la escuela, alguien comentó que en los Campares (Escuredo) había un pobre con una maleta, el cual no paraba de reírse y, a menudo, preguntaba: ¿soy listo o soy tonto?; luego, sin esperar respuesta, quería saber si en el pueblo había maestras o boticarias... para casarse. No imaginaba que, con el paso de los años, llegaríamos a tener una relación personal como de familia. Pero..., ¿quién era él? En estos casos, todos se dan una respuesta casi siempre inventada y adornada por la imaginación, que aumenta con el paso de unos a otros. Cuando llegamos los curiosos escolares a donde estaba el nuevo personaje, empezaron las preguntas, con nuestro infantil descaro: ¿cómo te llamas?, ¿de dónde eres?, ¿tienes familia?, ¿qué llevas en la maleta?... y así, un montón de curiosidades que su persona despertaba en nosotros, y a las que él contestaba con una sonrisa, entre pícara y desconfiada, y con una mirada escudriñadora hacia todos nosotros, pero sin las respuestas que hubieran saciado nuestra curiosidad. En los primeros tiempos de su aparición, él era un hombre joven, bien vestido, y con su inseparable maleta, por lo que la gente empezó a conocerle por «el de la maleta». Solía llegar al pueblo al atardecer, para dirigirse a la casa donde pasaría la noche, y donde, normalmente, le mantenían, aunque en muchas ocasiones, él portaba viandas, fruto de limosnas que traía en su equipaje. Su manjar preferido era, sobre todo, el tocino con pan; debía de ser inmune al colesterol. Su estancia en los pueblos solía concitar la presencia de los jóvenes, en «La posada» para el filandero en invierno, o para pasar un rato entre bromas y chascarrillos, en las épocas en las que el trabajo del campo aconsejaba acostarse pronto para madrugar. José, que así se llamaba, era el centro de atracción, y sabía encajar con paciencia, con golpes de gracia y picardía las bromas que le gastaban. No era fácil acobardarle y, cuando se veía en alguna situación complicada, sacaba su carácter; así fue en aquel pueblo donde los mozos intentaron asustarle cuando dormía en un pajar, y entraron por el boquerón para meterle miedo; él reaccionó cogiendo la forca y dando mandobles y pinchazos por donde acertaba, con las consiguientes chispas al chocar el acero con las piedras de las paredes, lo que a los valientes obligó a salir trasquilados. Sus estancias en los pueblos solían ser cortas, y con la misma imprevisión que llegaba, se marchaba. Podía dormir en un pueblo y, a la mañana siguiente, aparecer en otro, a quince o veinte kilómetros, con su cargamento a cuestas; tal vez, lo poco funcional de su maleta en estos viajes le hizo aparcarla en una de sus posadas de confianza y sustituirla por un saco mucho más adaptable para portearlo a costillas. La Cepeda Alta, el Alto Órbigo, Omaña y Babia eran sus zonas preferidas. En sus idas y venidas, en sus cortas estancias, iba conociendo los pueblos y a los pobladores, seleccionando aquellos lugares más tranquilos y a aquellas familias que le consentían hacer su vida o tenían mozas que le hacían tilín. Con el paso de los años fue transformando su vida itinerante en pequeñas paradas hechas en determinadas casas, para realizar trabajos esporádicos, a cambio de comida y de alguna pequeña cantidad monetaria que él imponía, o no trabajaba; siempre, cantidades testimoniales, pero que él valoraba muchísimo. Resaltaba su absoluta independencia para trabajar cuándo, cómo y para quién quería, pero siempre eficaz y eficientemente. Los avatares de la vida le habían hecho muy desconfiado, por lo que el ama de la casa donde se hospedaba no debía alejarse de la cocina para evitar que los vecinos envenenaran la comida y, en más de una ocasión, ante el temor al envenenamiento, cogía el puchero y lo ponía al grifo hasta que la comida quedaba bien lavada, con el consiguiente enfado del ama... pero él aseguraba su salud. Cada vez el saco y los años pesaban más, aunque su condición física y su naturaleza seguían siendo extraordinarias; con más de setenta años hacía el pino y mostraba una agilidad envidiable. Un día... decidió fijar su residencia en Bonella, pueblo tranquilo y respetuoso con sus «costumbres», siendo uno más de cada familia. Se convirtió en el guardián del pueblo; era raro que llegara alguien nuevo y Chavín, su nuevo pseudónimo, no diera cuenta y le sometiera a interrogatorio. Dependiendo de la primera impresión, le informaba de los últimos acontecimientos del pueblo o se alejaba sonriendo, desconfiadamente, para dar novedades a sus patrones. Era tal el apego que tenía por el dinero que, un año, cuando estábamos haciendo chorizos, como no dejaba hablar a nadie -lo hablaba él todo- le ofrecimos diez duros si se callaba; el lenguaje mímico que improvisó, sin articular palabra, fue todo un espectáculo, hasta que ya no pudimos con la risa y le retiramos la oferta. Su amor a la vida contrastaba con sus costumbres alimenticias y su manera de vivir; su higiene personal era exquisita, aunque su indumentaria siempre estaba adornada de remiendos y ataduras llamativas. Con su trabajo -en verano cobraba cien pesetas diarias y en invierno, cincuenta- y su austeridad fue acumulando -para él- una fortuna de más de medio millón de pesetas, que guardaba con mimo y con celo en el bolso trasero de su primer pantalón de los tres que siempre vestía. El ceremonial de introducir nuevas cantidades, contar y sustituir los viejos por nuevos billetes era largo y con «grandes medidas de seguridad»; se encerraba en la cocina o habitación de una de las casas de máxima confianza y comenzaba a soltar cintos y cuerdas de los dos pantalones de encima; se los bajaba, descosía el bolso del tercer pantalón y sacaba el envoltorio de paños, papeles y plásticos, bien atados con cuerdas y gomas, que preservaban de la humedad su tesoro; merecía la pena ser testigo del «rescate», por ver su cara de satisfacción y felicidad al manosear y recontar los billetes. Como le gustaba cobrar en billetes lo más grandes posible, solía acumular varios días de trabajo hasta juntar un verde y así, en muchas ocasiones, presumía de que le debían casi todos los del pueblo. Si largo era el trabajo de sacar el tesoro, más concienzudo era el de colocarlo de nuevo y asegurar su «caja de caudales». Uno de los detalles más significativos de su confianza en una persona era que te mostrara y dejara tocar el «bulto monetario» y, no digamos, si permitía que estuvieras presente en una de las «funciones bancarias» en que contaba y adecentaba los caudales. Ante la insistencia de que para qué quería el dinero si no lo disfrutaba, respondía que para un buen entierro. Sus únicos gastos eran un par de botas de goma al año y, muy de tarde en tarde, un paquete de tabaco; aunque era un fumador empedernido, solía decir que era más barato pedir que comprar. Era tal el grado de familiaridad en el pueblo, que nunca le faltaban varias invitaciones ante cualquier fiesta señalada. Recuerdo un año, el día de Nochebuena, en que llegó al pueblo un mendigo, y él, por su cuenta, le invitó a cenar y a dormir en nuestra casa. En la cena, al decirle que él era el amo de la casa, se levantó del escaño y, sin mediar palabra, se acercó a mi hermano y le dio un par de besos mientras le decía: «Alipio, todos tenemos que ser como hermanos», con la consiguiente juerga de todos. Después de mucho tiempo, su familia se interesó por su situación y se presentó a visitarle, lo que tras un primer momento de dudas -hacía más de cuarenta años que no los veía- le causó una gran alegría y satisfacción, pues él siempre hablaba mucho de los suyos; hubo algún contacto más, pero él ya no quiso separarse de su «otra familia» de Bonella. Tras un largo periodo de tranquilidad y estabilidad, llegó la enfermedad; hubo que ingresarlo muy grave en la Residencia, aquejado de no sé cuántas «goteras» en su salud. Casi inconscientemente se dejó traer en la ambulancia, acompañado de dos mujeres de Bonella. Expectante ante sus reacciones, me uní al séquito en la Sala de Urgencias, ya que era imprevisible su reacción a las pruebas que le debían practicar. Después de las primeras y de los primeros auxilios, al recobrar la consciencia y el carácter, le dio tal repaso verbal al personal sanitario, que los acompañantes no sabíamos qué hacer ni qué decir. Pero la humanidad de aquellos profesionales fue ejemplar. Ante lo que se presumía sería una larga temporada ingresado, había que organizarse, porque no sabíamos cómo se adaptaría a la nueva situación de dormir en una cama, compartir habitación, permitir la medicación, tolerar una dieta tan distinta y tantos otros cambios en sus costumbres. Contratamos a una señora para que le cuidara y controlara el suero y algunas reacciones temperamentales que pudieran surgir, y nos distribuimos los horarios de comida y cena, ya que sus gustos culinarios y el temor a un envenenamiento requerían que personas de su confianza estuvieran presentes en esos momentos para convencer o imponer, si era necesario, de la necesidad de las dietas y de la medicación. Otras veces, la oferta de alguna cantidad de dinero hacía el milagro de convencerle. Pronto el tratamiento y las atenciones empezaron a surtir efecto, pero el deterioro era grande y la recuperación se presentaba larga; por esto, aprovechamos el tiempo para documentarlo; un equipo del Departamento de Identificación se trasladó a la Residencia y le dotaron, por primera vez en su vida, a los ochenta años, del DNI. Ya con personalidad jurídica, iniciamos los trámites para que pudiera acceder a una pensión no contributiva y así poder cubrir sus necesidades elementales al recibir el alta médica. Si sorprendente, según los médicos, fue su mejoría, más sorprendente fue su adaptación al nuevo ambiente, así que ya no necesitaba señora de compañía. Con las atenciones y cuidados del personal sanitario, y con la presencia imprescindible de las personas de confianza a las horas de comer, pasear y cenar se normalizó su salud. Fue sonado, en la Residencia, el número que preparó cuando, para llevarle a Valdecilla con el fin de realizarle un examen, tuvieron que sondarle, y mucho más, cuando en Santander se negó a que le realizaran prueba alguna, porque no estaba presente el nieto de Baldomero. Recobrado su carácter, no debíamos retrasarnos a las horas, que él controlaba, para sus comidas y paseos. Normalmente, la comida era cuestión de mi mujer, y la cena y el paseo vespertino me correspondían a mí; hacíamos tres o cuatro largos desde su habitación hasta la cocina, radiador al lado de la ventana, siempre cogidos de la mano, y cuando se cansaba, cogíamos la carreta, su silla de ruedas, mientras comentábamos las incidencias del día; él me preguntaba si sus pertenencias estaban bien guardadas, si Antonio tenía bien escondido su dinero, quería saber cuándo marcharíamos para Bonella, etc.; eran ratos de risas, bromas y confidencias, como aquel día que, parándose, me espetó: «Pepe, yo siempre he sido libre»; algo que me ha hecho pensar mucho el gran valor y el alto precio que tiene la libertad de las personas. Recuerdo también el día en que, mientras paseábamos y él se quejaba de cansancio, nos cruzamos con una chica joven. Dejando de quejarse automáticamente, comentó: «Aquí hay buenas chavalinas», lo que nos causó gran risa a una enfermera, que nos acompañaba, y a mí. Él era así. Pasaban los días y la recuperación avanzaba; los médicos, que ya conocían su situación personal, aconsejaron que no debía regresar a Bonella, para evitar volver a las andadas, por lo que ya documentado, iniciamos las gestiones a través de los Servicios Sociales del Hospital y de la Diputación para ingresarlo en la Residencia de Ancianos de la Corredera. En pocos días consiguieron una plaza, y volvimos a la incertidumbre de cómo sería su adaptación a un nuevo ambiente y a unos compañeros desconocidos. Engañado con que pronto estaría bien del todo y regresaría a Bonella, con los cuidados y los mimos de las monjas, del personal de la Residencia, con nuestras diarias visitas y demás bonellenses residentes en León, y de los del pueblo que, cuando venían a la ciudad, aprovechaban para visitarle, no tardó en acomodarse al horario, comidas y otros actos de la comunidad residencial. Con su pensión y el dinero que tenía ahorrado, le abrimos una cuenta compartida a su nombre y al de la Residencia. Ya tenía documentos, cuenta corriente, familias -la propia y la de Bonella-, estaba bien atendido y bien cuidado, era uno de los ancianos con más visitas y más chucherías... Fue libre y, aunque pasó calamidades, creemos que, a su manera, ha sido feliz. Pasaron los años y, un día, tranquilamente sentado en un sofá de la sala de estar, le llegó la muerte. Tuvo un entierro bien, como él quería, con una misa, su familia y todo el pueblo de Bonella; una buena caja, corona y ramos de flores... y un buen panteón. Esta es la historia de un hombre que quiso ser libre y lo consiguió; y se ganó el respeto y el cariño de cuantos le tratamos, al menos, en sus últimos años.

tracking