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Trogloditas en Barcelona

La urbe del diseño vive a espaldas de la realidad de los débiles. La montaña de Montjuich, un reclamo turístico de la Ciudad Condal, acoge a los marginados

Publicado por
CONSUELO CHAVES | texto ESTHER TABOADA | fotos
León

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S e podría llamar Moisés por el aspecto. Él mismo aludió al personaje cuando vio su propia imagen en la cámara digital: «Si parece Moisés ése». No reconocía al de la foto. Hace 12 años que este navarro vive en una de las cuevas de la montaña de Montjuich, en Barcelona. De las arrugas que surcan su piel amarilla de fumador, sus largas barbas y pelo canoso se deduce que tendrá unos 60 años. Son muy pocos los que perturban su buscada soledad, aunque más de los que quisiera, por lo que hace un año construyó una reja delante de la puerta de su morada. Es forjador de hierro y llegó a Barcelona procedente de Canarias. «No encontré trabajo, y me quedé colgado», explica. En su cueva dice contar con lo necesario: la cama, dos estanterías y la bici. No le gustan los pisos: «Yo como las cabras, p'al monte». Baja dos veces por semana a la ciudad que contempla desde su pequeño jardín. No es el único. La montaña de Montjuich ha sido siempre uno de los puntos neurálgicos de Barcelona. Por una parte, sus 173 metros de altura permiten dominar la ciudad a uno y a otro lado, hasta las desembocaduras de los ríos Besós y Llobregat, respectivamente. Hecho que le atribuyó desde la Edad Media una función militar. Coronada por un castillo, desde ella se defendió del enemigo exterior y se combatieron las sublevaciones internas. Para numerosos ciudadanos barceloneses, el castillo de Montjuich sigue siendo un símbolo de represión, ya que fue usado como cárcel y lugar de fusilamiento durante la Guerra Civil y en los años posteriores. Por otra parte, sus 450 hectáreas de extensión albergan un gigantesco cementerio, algunos de los museos más significativos de la ciudad, las instalaciones estrella de los Juegos Olímpicos de 1992, jardines, plazas, fuentes y teatros. Elementos que han hecho de Montjuich uno de los lugares fundamentales a visitar por los miles de turistas que invaden la ciudad año tras año. Sin embargo, la montaña sigue teniendo usos y significados que la mayoría de los ciudadanos desconocen o evitan: es refugio del que huye, cobijo del que no tiene techo y oasis para el aislado. Durante el siglo XX, sus laderas limítrofes con la urbe fueron aprovechadas por las oleadas de emigrantes para construir barracas. Durante la Guerra Civil las cuevas naturales sirvieron de almacenes de armas y de refugio antiaéreo. Hoy ya no hay barracas, pero en sus laderas siguen habitando los marginados de la ciudad. Ya no hay guerra, pero las cuevas son refugio del que no quiere o no puede tener contacto con la sociedad. A lo largo de los tres años que Celes, miembro de la policía comunitaria del distrito, lleva recorriendo las laderas de Montjuich, tan sólo pudo contactar con el Moisés de la montaña en tres ocasiones. Su compañero de patrulla, Jose, con menos experiencia, nunca lo había visto. En esta ocasión bastaron unas voces extrañas y el sonido de una campanilla delatora, estratégicamente colgada, para que abriese de improviso la puerta de su cueva. Últimamente ha recibido visitas no deseadas: «Uno no puede estar tranquilo, uno ya no sabe quién pasa, por eso puse la reja. Y tampoco cuesta nada hacer una vereda ahí. Ni yo lo molesto a él ni el me molesta a mí. Pero hay gente que quiere meterse en la vida de uno». Se refiere a un vecino que tiene desde hace poco y del que Celes y Jose aún no tenían noticia. Patean la montaña una o dos veces por semana, pero reconocen que hay muchas zonas a las que aún no han podido llegar. Aunque fuentes del Departamento de Bienestar Social del Ayuntamiento niegan la existencia de gente que viva en las cuevas, el equipo de policía comunitaria sabe que no es cierto. En estos momentos tienen localizadas al menos cuatro cuevas habitadas. A estas se suman los que optan por un claro en el bosque. El último informe de los Servicios Sociales del Ayuntamiento contabilizaba unos 10 o 12 residentes fijos en Montjuich, la mayoría nacionales o, si no, extranjeros que llevan mucho tiempo en Barcelona. «Suelen ser personas que no quieren problemas -afirma Celes-, la montaña de Montjuich es un lugar muy favorable para desaparecer». Acompañar a la pareja de guardias urbanos en una de sus incursiones habituales por la montaña es introducirse en otro mundo: el mundo de los que no existen. «Si miras hacia arriba no verás nada», y es que desde las calles situadas a pie de montaña en el barrio de Poble Sec no se aprecia vida alguna. Son los restos de basura y los pequeños senderos los que dan las pistas de la presencia humana entre los matorrales. Incluso, algunas de las personas sin techo habitan muy cerca de dos colegios existentes en la zona. Y entre ambos está el campo de fútbol del equipo APA Poble Sec. Allí entrenan chicos de 6 a 22 años y, según comenta su entrenador desde hace dos decenios, Antonio Crespo, «nunca han dado problemas. Los peligrosos son las pandillas de marroquíes y latinos que roban a los chicos y a los turistas que andan por la zona». De hecho, hay personas que sienten vergüenza de su situación y les piden a los urbanos que no den cuenta a sus familias de su estado. «El último que vimos era un hombre de unos 60 años arreglado y limpio. Lo más habitual es ver a gente que ha perdido el norte, que está en un proceso degenerativo y te conmueve. Pero ver a alguien que cumple todos los estereotipos de normalidad viviendo en la montaña es incluso más impactante», dice uno de los policías. El hombre del que hablan cobra una pensión de menos de 500 euros con la que se alimenta, pero con la que no puede pagarse una habitación en Barcelona. Como le ocurre a la pareja de ancianos que viven en un coche rojo aparcado en la zona limítrofe de Poble Sec con la montaña. Sin ventana y con cuatro cajas en la parte de atrás. «La ciudad es como un monstruo y engulle a los que están en la linde», sentencia Celes, el más veterano de los dos. En esa línea estrecha se mueve Tom. Fue localizado hace unos días, vive en una cueva de complicado acceso, cuya entrada ha tapado con un plástico. Rubio, de tez clara, cabello y barba desaliñados; una botella de agua, una vela, ropa vieja y mantas son sus enseres. La policía ha pedido la autorización del juez para obligarlo a realizarse un reconocimiento médico. Tan sólo han podido averiguar que se llama Tom. No habla, sólo emite sonidos ininteligibles, por lo que el personal de servicios sociales teme que sea autista. Un poco más arriba de su improvisada vivienda hay otra cueva deshabitada en estos momentos, pero que conserva señales de que recientemente estuvo ocupada. «Es más profunda que la de Tom. Mi compañero tuvo que entrar con una linterna y hasta hay una nevera», comenta Jose. «La mayoría bajan durante el día a buscar comida y a asearse en la ciudad y vuelven por la noche a dormir». Es el caso de João, un joven de 33 años del Norte de Portugal que llegó a Barcelona hace «hace un año o dos», dice. Albañil de profesión, dejó la casa de sus padres porque aquí «se gana más». «No conocía a nadie y en algún lado me tenía que quedar. Estoy buscando trabajo, encontré pensiones, pero no tengo dinero para pagarlas. Cuando encuentre trabajo me mudaré». Tampoco quiere la ayuda de los servicios sociales del Ayuntamiento. Él ha optado por construir una cabaña a base de cartones y madera donde tiene el colchón, una maleta, ropa y lo poco que le acompaña. Fuera, una pota para cocinar y un tendal donde cuelga los seis pares de calcetines y un calzoncillo recién lavados. A unos metros del lugar donde vive João hay otro asentamiento en el que hace tres días que Celes vio dormir a una persona. Dos colchones, una tumbona, ropa, botellas vacías, un carrito de la compra y basura en general lo prueban. Pero además, entre visita y visita de los urbanos, hubo alguien más que aprovechó la infraestructura. Decenas de jeringuillas mostraban el uso del lugar por parte de toxicómanos. «El drogodependiente está de paso, utiliza los rincones en los que la gente vive, viene a esconderse para pincharse», afirma Celes. El portugués no vio nada, pero afirma que sus vecinos eran un grupo de rumanos que ya se han ido. Y es que los inmigrantes forman parte de la población flotante de la montaña. «Llevamos un control de la gente residente, porque la eventual se nos escapa. Estamos una semana detrás de ellos y después se nos van», dice Jose. Además de saber quién vive, han de comprobar cómo viven estas personas. Hay quien incluso se sirve de una escalera para acceder a su cueva que conserva limpia y que se asegura de cerrar a su partida. Pero también hay quien, como se reveló en una de las últimas intervenciones policiales, pernocta en Montjuich sobre montañas de basura. La persona a la que obligaron a dejar su rincón sufría el mal de Diógenes. La basura que acumulaba alcanzó las transitadas escaleras al lado de las que vivía. Hasta tres viajes tuvo que hacer el camión de la limpieza. «Los avisamos antes de desalojarlos para que tengan tiempo de recoger aquello que consideran de más valor. Algunas veces, cuando llega el camión de la basura ya no hay nadie, ni nada». Ahora que comienza el buen tiempo la población de los invisibles crecerá en Montjuich. Mucha gente de paso, extranjera, lo utiliza como parada en su camino en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida. La montaña de Montjuich recibe lo que la ciudad expulsa. Para algunos significa un comienzo, para otros, un final, y para todos, un refugio.

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