Los Ongallo, maestros carreros de Marne
El último eslabón de una larga saga de constructores de carros leoneses se llama Eduardo Ongallo. Los últimos carros salieron de su taller en los años sesenta. Ahora se plantea retomar aquel preciso, difícil y hoy prácticamente desaparecido tra
Con una dedicación que hoy sería poco menos que impensable, una sorprendente precisión, heredada de la experiencia de centenares de antepasados, «y mucha fuerza bruta» se hacían antes los carros en León. Este instrumento básico de trabajo, medio de transporte y de carga, vehículo para humanos, enseres y mercancías desde muchos milenios atrás, salía de rústicos talleres en los que se trabajaba desde el alborecer hasta la madrugada. Uno de estos talleres era el de la familia Ongallo, ubicado en la localidad de Marne (palabra que, por cierto, significa «orilla» o «ribera» en leonés), municipio de Villaturiel, cerca de la capital. De las manos de Eduardo Ongallo Gil, último eslabón de la cadena, y de su padre, salieron carros con destino a muchos pueblos de las riberas y los montes leoneses. Él mismo nos relata algunos detalles de aquel oficio imprescindible para el devenir cotidiano de las comunidades rurales; y, aunque duro, lleno de sutilezas técnicas. La familia procedía de la fastera oriental de la región (Villavelasco de Valderaduey, Villamartín de Don Sancho...), y comenta Eduardo que su padre se trasladó a Marne sobre el año 1940 cuando murió un tío suyo que ya estaba establecido aquí. Fue al poco de casarse. «Agarró la bicicleta y la mujer y cogió el traspaso del tío». En los años sucesivos, padre e hijo, con la ayuda de algunos operarios, fabricaron centenares de carros en un completo taller que contaba, además, con sierra y fragua. Los últimos los vendieron en torno al año 1966 porque «había cambiado todo» y «ya no los pedía nadie». Además, recién llegado de una temporada en Madrid, Eduardo Ongallo aportó nuevas ideas e inventó un método para pulir más rápidamente las piezas de las ruedas, que antes se hacía a mano. A pesar de que con la máquina lijadora se ahorraba tiempo, su padre, apegado a las técnicas tradicionales, se enfadó con él y también uno de los operarios, que le acusó de querer quitarles el trabajo. Una forma de ver las cosas muy típica de aquellos años. La clave, la rueda La rueda era el quid de la cuestión. Y en ella era clave la calabaza central, que después de torneada se metía a cocer en una caldera de cobre, «como las de las pulpeiras ». Allí estaba cuatro o cinco horas para flexibilizar y permitir la introducción de los radios, que iban dentados en la punta para agarrar mejor. Se martilleaban y después el conjunto, al secarse, se endurecía muchísimo. Tanto, que era imposible sacar un radio para repararlo: había que extraerlo a pedazos. La madera más apreciada para la rueda y el resto del carro fue durante mucho tiempo la encina que traían de Salamanca y hasta de Lérida, pero casi lo que más se empleaba era negrillo (olmo) del país. Otro de los elementos más delicados del conjunto eran las piezas en circunferencia que formaban la rueda en sí (el cambón ). Estas piezas se hacían a mano con ayuda de una plantilla de madera: cada dos radios, una pieza. Para la Montaña, las ruedas se hacían más pequeñas; para las Riberas, más grandes. Y todo por etapas. No se fabricaba de una vez el carro entero, sino que se hacía una partida de ruedas, una partida de cajas, etc., y luego se ensamblaban. Y casi, casi, sólo en época de buen tiempo, ya que en el invierno decían los viejos que la madera estaba húmeda y no valía. Pero era nel hibiernu cuando se preparaban algunas otras piezas, así que nunca se estaba de asueto. La llanta de hierro acababa por dar forma a la rueda. Llegaban en barras rectas de 70 x 30, y las doblaban ellos mismos manualmente, con el apoyo de tan sólo unos rodillos y unas palomillas. Metían las llantas en la fragua y los extremos los aplastaban para que encajasen bien uno sobre otro, de tal manera que se consideraba buen carrero aquel que conseguía que no se distinguiera dónde estaba el empalme. Después se metían varios de esos aros, formando una torre, en un horno practicado en la tierra. Se ponía leña en el centro, y también alrededor. Y cuando estaban todos a punto de fundición, se sacaban uno a uno entre tres personas con ayuda de unas grandes pinzas llamadas badiles , los iban levantando y colocando encima de la rueda, que estaba dispuesta sobre una cabria. Con una especie de palancas o gatos se sujetaba y se presionaba, metiéndose así, poco a poco, la llanta en la rueda. «¡Había que hacerlo rápido, antes de que el hierro se enfriara!», recuerda Ongallo. Después se cepillaba bien, dejando la rueda al bies del hierro, éste «más estrecho por dentro, para que rompiera mejor el barro cuando el carro se atollaba». En la calabaza, antes mencionada, se embutía el bocino , de hierro, pieza en forma de embudo que llevaba dentro el buje , también de hierro, en el que giraba el eje. «Normales» y de «escalera» La meseta o caja del carro ya no revestía tanta dificultad. El piso se hacía de tablas de chopo, «ligero pero resistente», y también se fabricaba el resto de elementos (la vara , las agujas , el tentemozo, las pernillas ...). Había dos tipos de carros, el normal y el de escalera , que llevaba los lados de varillas de hierro en vez de tablas de madera. Y, por supuesto, se pintaba («se le daban tres manos de pintura siempre», dice este artesano), de rojo o de azul, y se adornaba con delicados dibujos geométricos o de filigrana. En los últimos años sesenta, un carro valía 14.000 pesetas («¡y siempre se pagaban al contado!», avisa). Así, estos constructores fabricaron bien de carros, especialmente con destino a los pueblos cercanos, pero también «al páramo del Payuelo, a Puente Almuhey y hasta a la provincia de Palencia». En la comarca, no obstante, había más carreros ; Ongallo recuerda los de Palanquinos, Mansilla de las Mulas y Puente Villarente. A pesar de que el oficio se acabó hace ya tiempo, Eduardo, que hoy posee un amplio taller dedicado a la mecánica, conserva todas las herramientas de aquella época y se plantea seriamente volver ahora a hacer un carro con las mismas técnicas y materiales de antes. «Ahora todas estas cosas de antes se comienzan a valorar», reflexiona. Y tiene toda la razón.