Diario de León

«La carriza»

El diccionario de la RAE ha incluido «carriza», palabra leonesa, gracias a la labor del académico Valentín García Yebra. El ex ministro Manuel Núñez Pérez dedica un cuento a este «pajarillo muy común, de color pardo, que anida en los vallados»

CÉSAR

CÉSAR

Publicado por
MANUEL NÚÑEZ PÉREZ | texto
León

Creado:

Actualizado:

Viajábamos en coche por la A-6 camino de Madrid. Habíamos iniciado el viaje en León, inmediatamente después de la entrega del título de Leonés del Año, que tradicionalmente suele hacerse en el Hostal San Marcos durante la degustación de un cocido maragato, cuya laboriosa digestión nos había dejado traspuestos poco antes de llegar a Benavente. El tiempo se deslizaba con la misma suavidad que las ruedas del coche. A la altura de Tordesillas, se empezaron a animar las conversaciones. La tarde, triste y gris, estaba muy metida en agua nieve que se derretía apenas tocaba el cristal del parabrisas. Nubes densas oscurecían el cielo castellano. En el horizonte se dibujaban con borrosos perfiles los primeros montes del Guadarrama. Mi compañero de viaje, Valentín García Yebra, conversador amenísimo y sabio, contaba divertidas anécdotas de su niñez, cuidando los sustantivos, los adjetivos y la sintaxis con el primor de un orfebre de la palabra, como si estuviera sentado en su sillón m minúscula de la Real Academia Española. Lola, su mujer, colmando las lagunas de la memoria, precisaba y corregía detalles y aportaba datos y cifras que enriquecían las narraciones... Yo también, casi sin querer, les conté alguna aventura de la infancia... Rescatábamos así, con alguna concesión a la nostalgia, el tiempo ido. En algún momento llegamos a ilustrar los relatos con canciones de nuestra tierra leonesa. Concluida una copla berciana, el académico me confesó que su mayor afición de niño era «ir a nidos», no para destruirlos o llevárselos a casa, sino para descubrirlos escondidos entre los tupidos ramajes, «saber» donde estaban y acercarse, casi todas las tardes, a contemplarlos. ­-«Sé un nido». «Sé un nido de jilguero»... «Sé un nido de calandria», eran voces triunfales que gritábamos en la escuela, en la calle y en nuestra casa y que significaban -nos explicaba el académico- muchisimo más que saber dónde había un nido, el «sé», primera persona de singular del presente de indicativo del verbo saber, era en realidad la primera persona del mismo tiempo pero del verbo tener; «saber un nido» era tanto como «tener un nido» y ese hallazgo, esa posesión, se guardaba como un tesoro que con nadie compartías. -Pero había nidos y nidos. Algunos eran muy fáciles de encontrar: los pájaros grandes como la calandria, la alondra y el mirlo, entraban y salían sin disimulo en el nidal y, además, dejaban un reguero de excrementos que te llevaban pronto a descubrirlos; otros nidos se veían a simple vista en las copas de los árboles más altos; pero, las verdaderas joyas eran los nidos de algunos pajarillos cuyo descubrimiento era casi imposible. -¿Sabes lo que es una carriza ? -me preguntó el académico. -Muy seguro no estoy, pero creo que es una planta gramínea que se cría cerca del agua, en las orillas de los ríos -le respondí. -Si hablásemos de carrizo, sería exacta la definición que has dado, pero cuando yo digo carriza me estoy refiriendo a un pajarillo muy pequeño, comúnmente llamado chochín, 1 de color pardo, profusamente listado y de cola corta que levanta cuando se posa. Tiene un trino finísimo y melodioso, parecido al del ruiseñor. La carriza anida en los vallados y en los matorrales. Encontrar un nido de carriza es casi milagroso. -Pues bien, la anécdota que quiero contarte se refiere a una carriza que yo conseguí atrapar en el campo de Lombillo, una tarde de mayo, cuando ya reinaba en plenitud la primavera. Por los altozanos relucían ya las viñas, abrazadas a veces con una línea de almendros o cerezos floridos. Yo tenía entonces ocho años y, como ya te dije, solía perder las tardes de fiesta buscando nidos y clasificando pájaros. El académico continuaba su relato, ensimismado en sus recuerdos: -Aquél día, estaba yo buscando con suma atención en los zarzales, cuajados de flores y entreverados de madreselvas que enmarañan los setos cuando, de repente, vi entrar a la carriza en un pequeño matorral donde tenía su nido. Me acerqué sigiloso, alargué el brazo tan despacito, tan despacito, que la pajarilla, sin darse cuenta, quedó presa en mi mano. Era como un pequeño plumón palpitante. Al sentir su cálido cuerpecillo en mi piel me recorrió un escalofrío, mezcla de emoción, ternura y victoria, por toda la espina dorsal; casi en éxtasis, abandoné el campo y la busca de otros nidos. Por las altas ramas de los chopos y de los negrillos revoloteaban, escandalizando con sus trinos, pájaros muy conocidos que se protegen en las alturas: verdecillos, carboneros, verderones, herrerillos, pinzones... A todos desprecié. En esa tarde dominguera se habían colmado todas mis ansias. -¿Y qué hiciste? -le pregunté intrigado. -Cobijando el tiernísimo trofeo con la mayor delicadeza, partí raudo y veloz para el pueblo, que apenas distaba medio kilómetro. La plaza era un mercado de gritos y colores. Los rapaces jugaban al marro, al escondite, a la peonza o a las carreras con aros... Las personas mayores tomaban plácidamente el sol del atardecer o charlaban en animados corrillos... -Cuando llegué, interrumpí con mis gritos los juegos y las conversaciones para mostrar a todo el mundo mi preciado tesoro. -¡He pillado una carriza !. ¡He pillado una carriza !. ¡He pillado una carriza !. -Entrecortada la voz por el resuello, trataba de explicar mi hazaña: -Cuando la vi, estaba entrando en el nido... Iba a guarar porque tenía tres huevines... Y me vino a la mano... la cogí, la cogí, aquí la tengo. -¡Mentiroso! -reaccionaron algunos niños- es imposible coger una carriza . -La tengo aquí... aquí la tengo... -¡A ver, a ver!, será un pardillo o un petirrojo, pero ¿una carriza? . No me lo creo, enséñanosla... Venga hombre, Valentín, enséñala... -me reclamaban los más amigos. -Todos miraban a mi mano con ojos ávidos. El domingo se había resuelto en asombros. Yo insistía en que era una carriza , una carriza chiquitilla, poco más que un reyezuelo. -¡Bah!, será un pardal -dijo Gonzalín, el hijo del Sacristán, con desprecio. -O lo habrá cazado con liga insinuó Rafaelín, que era un chismoso y un bolero. -Si la metes en la jaula se muere, se suicida contra los barrotes. Échala a vida, suéltala -me pedía con lágrimas en los ojos mi amigo Juanín, que era un sentimental. -Venga, enséñanos el pájaro de una vez -me exigieron otras apremiantes voces. -Los aglomerados seguían mirando expectantes mi mano y me pedían una y otra vez que la abriera... Así lo hice, poco a poco; pero cuando apenas separé el pulgar que cerraba el puño, la carriza se deslizó como un rayo y voló hasta posarse en una parra cercana, brotada de pámpanos, con sus tiernas hojas esmeralda recién nacidas. Sobre la parra era la carriza un botón de luz y melodía. Todos se quedaron embobados mirándola, mientras la carriza , libre y feliz, lanzaba al aire los más bellos arpegios de su repertorio. Parecía decirme: me voy a mi nido y te ruego que no vuelvas a darme más estos sobresaltos. -El conato de mis lágrimas de niño por la pérdida de la carriza se convirtió en una plácida sonrisa, porque el pajarillo que yo más quería y admiraba había recobrado su libertad. El académico terminó su relato con la voz ronca de emoción. La nieve seguía cayendo mansamente tras los cristales.

tracking