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Concepción García Fernández, alias «la Chelo»

He aquí una historia casi surreal de vida, supervivencia y anhelo. Cuenta la existencia de una mujer leonesa y prostituta que deseaba trabajar en El Corte Inglés de Preciados y que logró hacer realidad sus últimas aspiraciones

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Publicado por
RICARDO MAGAZ | texto
León

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Hospicio de León, 1945-Barrio chino de Madrid, 2001.No andaré con rodeos. La Chelo era prostituta, todo el mundo lo sabe. De las de cinco mil y la cama, aunque el catre a veces lo incluyera generosamente en los mil duros del servicio. También resultaba conocida su preferencia a contratarse a ratos. «A diez mil pelas la hora y si tardas algo más en aliviarte no pasa nada», acordaba dadivosa in situ con clientela de todo tipo y condición. De ordinario ejercía su ministerio en la esquina de Montera con Sol, muy cerca del oso y el madroño. Sin embargo, en las temporadas en que el clima era desfavorable, cruzaba el kilómetro cero y se instalaba en el recodo con Carretas, donde el calorcillo que emergía por la rejilla del metro la ayudaba a soportar el frío y las duras horas de espera, y de paso le calentaba la zona del «huerto» por debajo de la falda, como llamaba a la industria de la que, siempre, malvivió. La edad de Concepción García Fernández, alias la Chelo , ya era, desde niña, indefinida. Nació siendo vieja. De toda la fauna que anidaba a diario por las esquinas contiguas a la Puerta del Sol, la Chelo era, a buen seguro, el referente a no seguir. No obstante nadie albergó nunca sospechas sobre su profesionalidad; la paciencia con los clientes, aparte de estar acreditada, era el honroso elemento que la diferenciaba de la consabida ligereza con que las colegas de fatigas despachaban a los abrumados «usuarios». La Chelo fue, desde la más tierna infancia y a su manera, muy religiosa. Su maridaje con la fe y la jerarquía eclesiástica la acompañó hasta el confín de sus fuerzas. Lo había mamado en el hospicio de León donde una noche de 1945 la depositaron de incógnito, al amparo de las sombras, cuando apenas había roto a llorar. Su peculiar fervor se acrecentó a medida que pasaron los implacables otoños y por consiguiente las penalidades. A los 14 tuvo un follón, en el sentido más beligerante del término, con el capellán de la inclusa leonesa y, durante unos meses, se declaró atea «gracias a Dios». Más tarde, tras reconsiderar su apostasía, volvió a engrosar las nutridas y seguras filas del Sumo Romano Pontífice. Nunca extrañó a nadie, a pesar del efímero episodio de incredulidad y escepticismo, esa inclinación natural que después, en el ejercicio del cargo, demostrara por los seminaristas. Afirmaba sin recato ni pudor para quien quisiera oírla que «los clérigos y los militares sin graduación son los clientes ideales: nunca consumen la hora completa, son amables y precisos y se alivian con presteza». No así otros gremios, como el del transporte o la incorregible clase funcionarial, que resultaban lentos y exigentes. En ocasiones acudía a misa vespertina en la vieja parroquia de la calle del Desengaño, semiesquina con Gran Vía, justo enfrente del restaurante Maragato. Allí, de rodillas, su particular devoción de corte más bien apócrifo la conducía a estados cuasi místicos. Cuando por fin consideraba oportuno abandonar el ambiguo trance dogmático, se entregaba a una suerte de plegarias, rezos, ruegos, súplicas, jaculatorias y otras invocaciones infructuosas que a voz en grito elevaba, con aspavientos teatreros, al Omnipresente Creador. La única pasión que de mayor se le conoció a la Chelo era El Corte Inglés de Preciados; precisamente el de la calle Preciados, no otro cualquiera. Decía que en semejante lugar, como en la fogueada parroquia de Desengaño, toda la feligresía era igual; no había diferencias en el trato. De idéntica manera se atendía a un ejecutivo de Torre Picasso que a una modesta ama de casa que aparentaba tener el dorado y mágico plástico de la Visa Oro que ella nunca poseyó. Las visitas que la Chelo hacía al rancio edificio de la comisaría de la Policía, solían ser frecuentes, para qué vamos a decir otra cosa. Por propia iniciativa sólo compareció cuando tuvo que renovar el DNI ya largamente caducado. Raro era el mes que no se quedaba 72 horas en la zona menos noble del inmueble. Luego, Su Señoría decretaba que ya había llegado el momento de que atendiera la «industria», y de nuevo regresaba seductora a Montera esquina Sol, excepto en invierno, como ya ha quedado advertido. La relación con los guardias era mala, realmente mala. Algo mejor, quizá, con un poli bastante estirado de al lado de Astorga que, por supuesto, había estudiado en los franciscanos, con el que llegó a coger relativa confianza. La principal preocupación de l a Chelo desde que, apenas cumplidos los 15 abriles se trasladó del solar leonés a los arrabales madrileños, consistió en diferenciar el «oficio» de la actividad privada. Cuando se dio cuenta de que ambas estaban inevitablemente emparentadas, ya era demasiado tarde: un chuleras de los de diente de oro, tupé al uso y utensilio de Albacete había tomado plaza en su corazón y... en su cartera. Las sucesivas primaveras de la Chelo se fueron consumiendo poco a poco con mayor pena que gloria. La fortuna le pasó de largo como un tren expreso sin estación ni maquinista. La aventura fugaz y estéril en París, al socaire de las oleadas migratorias de veterana maleta con esquineras de latón, no le sirvió, tampoco, de gran cosa. En la ciudad del Sena perfeccionó su francés que, ya de vuelta al ruedo ibérico, tanto le facilitó la labor diaria. «Lo mejor de los franceses es, precisamente, el francés y las manufacturas», explicaba solícita a quien quisiera prestarle atención, no aclarando si en realidad se refería al docto idioma galo y a la producción en fábrica, o a los deleitosos y milenarios artes amatorios de los gabachos. Cuando conocí a «la Chelo» A la chelo la conocí por casualidad una mañana de tórrido verano en la sala de espera de la Clínica de La Concepción. Esperaba cariacontecida con una petaca de ginebra en la faltriquera, el arqueo de los menguados anticuerpos que aún se alojaban titubeantes en su organismo debilitado, según me aclaró después. Cuando me acomodé en el sillón ya debía ir por el duodécimo lingotazo. Nos saludamos con desafecto y distancia. No obstante, se me quedó mirando con intensa e incomprensible fijeza. La enfermera la llamó al poco por un nombre común y dos apellidos aún más corrientes y molientes. Nunca se me olvidarán: Concepción García Fernández. Luego supe que eran sus verdaderos datos y que lo de «Chelo» lo había tomado como socorrido alias de «guerra». Salió a los diez minutos y tomó asiento a mi lado. Por la comisura de sus labios se escapaba una sonrisita entre nerviosa y beoda. No anduvo con tapujos. «Cariño, te conozco perfectamente. Te he visto coger el coche mil veces en el aparcamiento de Tudescos, cerca de la Casa de León. Sé que eres periodista, picapleitos o algo así, que en definitiva viene a ser la misma milonga. Por eso te voy a confesar una cosa, encanto; será un secreto entre profesionales», me reveló titubeando con amargura contenida en la soledad de la inhóspita sala. «No me quedan más de tres reglas. Estoy a las puertas de la nada, colega. Igual te hago una guarrada contándote esto, pero tómatelo como el último deseo de una agónica que sólo tú puedes cumplir porque a nadie más se lo diré», prosiguió con voz aguardentosa, encendiendo un ducados y arrojándome con osadía el humo a la cara. «Necesito que me hagas un favor, tío; quiero ser imperecedera y perpetuarme..., llegar al infinito», aseveró con el mismo tono de voz y un rictus alcohólico, utilizando palabras impropias de su supuesta condición barriobajera. «Deseo vivir en el único lugar donde es posible y además tratan igual a toda la gente; quiero afincarme para siempre en El Corte Inglés de la calle Preciados», me advirtió muy finolis y con irreprimible energía, después de retirar la petaca de los labios. «También quiero otra cosa más, cariño -agregó ya totalmente ebria y desquiciada-, quiero que me escribas una semblanza bufa, tan extensa como la que suelen redactar para los señoritos engominados de la Castellana y le pongas mi nombre en la cabecera. Pero no te equivoques, quiero quedar como lo que soy: una profesional indócil y una rebelde con causa. Si no lo haces, desde el más allá, si es que lo hay, te daré caña, colega», dijo finalmente tartamudeando y en tono de grave y callejera amonestación. Luego me pidió el teléfono y se marchó, sin más explicaciones, dando traspiés por el efecto del alcohol ingerido. Mi perplejidad me impidió articular palabra y moverme por unos minutos. Un contradictorio sentimiento de compasión me invadió por completo. No volví a preocuparme ni saber más de la mujer hasta bien entrada la estación otoñal. La rutina volvió a instalarse afortunadamente en mi cuerpo holgado. Las complacientes jornadas transcurrían con sencilla placidez hasta una mañana de octubre. La noticia me llegó a través de un escueto mensaje en el buzón de voz del móvil. «Esta es una llamada del Servicio de Atención al Cliente del Tanatorio Municipal de la M-30. Le comunicamos que la misa por el alma de la finada tendrá lugar, Dios mediante, a las 12 horas de hoy, en la parroquia sita en la calle del Desengaño de esta capital, Metro Callao, línea 5», decía sin concesión para el respiro una de esas voces femeninas con pronunciación impersonal. Comenzaba a experimentar cierto conflicto interno que de no resolver pronto, seguramente terminaría complicándome la existencia. El funeral y sus deseos Allí me personé a la hora indicada, bastante confuso y sin saber muy bien a qué atenerme. En efecto, se estaba celebrando un funeral. La concurrencia era más bien escasa, quizá una docena de personas, como mucho. La mayoría, damiselas extravagantes de esas a las nunca les confiarías las llaves del apartamento. En el centro, y sobre caballetes, el típico ataúd de caoba con una corona de flores en la que versaba con letras mal rotuladas un «Tus compañeras no te olvidan». El cura, ya entrado en años, lidió el trámite con prontitud y en 20 minutos despachó el austero sepelio. Un coche fúnebre de los servicios asistenciales del ayuntamiento trasladó, con desconocido destino, el féretro. Antes, el funcionario que parecía llevar la voz cantante dio el pésame a todo el mundo y entregó un recibo para que, horas después, se pudieran recoger sus cenizas en las oficinas del Tanatorio en la plaza Mayor. Consideré que era el momento adecuado para hacerme presente y entablar conversación con la reducida tribu de asistentes a las exequias. Sentía imperiosa necesidad por disipar las dudas e indagar sobre la mujer que acabábamos de despedir. Dos botellas de rioja del año fueron suficientes para que, acodados en el contiguo bar Boñar, los pintorescos y aún dolientes personajes desgranaran voluntariosos la obra y milagros de la Chelo. Al despuntar la tarde, no más de seis almas caritativas -cuatro «señoritas» y un trilero-poeta- nos congregamos en las dependencias municipales. Mi inicial inquietud había desaparecido por completo. No hicieron falta muchas palabras. Les expliqué mis pretensiones y todas, sin excepción, estuvieron de acuerdo. Como si de una procesión de la Santa Compaña se tratara, cruzamos con la vasija de las cenizas de la Chelo por la calle Arenal. Paramos en el chiringuito de frutos secos de la Puerta del Sol, pedimos media docena de Mahous cinco estrellas, las abrimos, vertimos la cerveza en el suelo y, con un embudo hecho apresuradamente con la hoja de sucesos de El País, fuimos rellenando con sumo cuidado todos y cada uno de los botes con las copiosas cenizas. Una vez finalizada la operación nos dirigimos lata en mano y en comandita a nuestro destino en la peatonal calle de Preciados: ¡el todopoderoso Corte Inglés! A las puertas del coloso mercantil nos repartimos, por riguroso orden de edad, las diferentes plantas. La primera, de complementos e hipermercado, para mí; la de caballeros, que era la segunda, para la rubia platino de labios carnosos y abundante pecho; la tercera, dedicada a ferretería y deportes, para la de las caderas prominentes y bolso de cocodrilo; y así sucesivamente hasta alcanzar la cafetería en el último piso. La operación resultó sencilla, no hubo problemas. De manera solapada fuimos derramando las cenizas por todo el Centro Comercial. Un poco por los pasillos, otro tanto en los probadores, lo mismo por las escaleras mecánicas¿, hasta concluir la faena que, como mucho, duró un cuarto de hora. Luego nos disolvimos sin tan siquiera decirnos adiós. No fue necesario. La Chelo habitaba in saecula saeculorum en su sin par y anhelado paraíso particular, camino de la hipotética eternidad capitalista. Ya ha transcurrido un tiempo prudencial desde entonces. Mi vida ha retornado otra vez a la normalidad y a los tranquilos quehaceres habituales. Cumplí con la primera y más importante de las voluntades que me endosó ebria y alevosamente aquella mujer en la desierta sala de espera de La Concepción. La sección de ultramarinos de El Corte Inglés de Preciados es fiel testigo de cuanto manifiesto aquí y ahora. No es mi intención pasar a la posteridad como el tipo que se olvidó de escribir el obituario melodramático de una leonesa desahuciada y heterodoxa. Lo prometido es deuda y los débitos hay que cubrirlos para el discurrir de los amaneceres. Tienes en tus manos, amable lector, por disparatado que se pueda juzgar, el segundo y último de los deseos de doña Concepción García Fernández, alias la Chelo, ya realizado. Nihil obstab. Imprimatur.

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