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Un buda actual: casado y con tres hijos

Kerdang, de 58 años, considerado un buda viviente a los siete años por los monjes del Shodeng en el Tíbet, lleva una vida secular

Publicado por
ANTONIO BROTO | texto
León

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Medio centenar de reporteros extranjeros fueron invitados a conocer este mes el nuevo tren al Tíbet, y en el programa de actividades paralelas aguardaba una sorpresa: conocer a Kerdang Quzha, un buda viviente «arrepentido». Kerdang, de 58 años, habló brevemente con la prensa en las puertas del monasterio Shodeng de la localidad de Nagqu, en el norte de la meseta tibetana y nueva parada del tren al Tíbet, inaugurado el pasado 1 de julio. Kerdang, de piel curtida por el sol como todo buen tibetano, fue considerado un buda viviente a los siete años por los monjes del Shodeng, que creen que es la quinta reencarnación del abad del monasterio. Lo sorprendente del caso es que Kerdang, a pesar de ser el principal responsable de este pequeño edificio religioso, lleva una vida secular, puesto que, tal y como lo permite el budismo tibetano, colgó los hábitos, se casó y tiene tres hijos. Con gafas y sombrero vaquero Con gafas de sol y el sombrero vaquero que está tan de moda en el Tíbet, el buda viviente relató a los periodistas cómo es la vida en el monasterio y en el pueblo de Nagqu, así como un poco de su historia. «El anterior buda viviente definió que yo era su reencarnación», contó Kerdang, quien no recuerda muy bien cuáles fueron los rituales seguidos para confirmarlo, aunque lo normal es que baste con que reconozca objetos personales de su antecesor o sepa frases pronunciadas por éste. El buda viviente reconoce que no recuerda nada de sus anteriores reencarnaciones, pese a que en el budismo hay gente que sí cree capaz de tener memoria de ellas, e incluso asegura que sus amistades actuales ya lo eran en anteriores vidas. El pueblo de Nagqu, donde vive Kerdang, ha cambiado mucho en las seis décadas que sí recuerda: de una pequeña localidad a la que acudían los ganaderos para vender sus productos, ha pasado a ser una ciudad con un aspecto muy similar a las de las «tierras bajas» de China. Lugar de paso de la carretera que sale del Tíbet por el norte, y ahora parada del nuevo Tren del Cielo, Nagqu es un ejemplo de la influencia de la etnia mayoritaria china en la meseta tibetana, para bien o para mal. «La ciudad ha prosperado y la población ha aumentado mucho», señala el buda viviente, quien no gusta mucho de hablar sobre religión. Dentro del monasterio Shodeng, sus antiguos condiscípulos sí siguen la dura vida del monje budista tibetano, que pasa gran parte del día estudiando sánscrito (la antigua lengua sagrada del budismo) y los sutras (escrituras). A las 9 de la mañana, los lamas se dan cita en la habitación principal del monasterio para entonar las oraciones, acompañadas por la música desafinada de platillos, enormes trompas y oraciones en graves sonidos guturales hasta la saciedad. Kerdang los contempla pero no parece sentir nostalgia por la época en la que él era no sólo uno de ellos, sino el más importante dentro del monasterio. Los budas vivientes son denominados por el budismo tibetano tulkus, y según la creencia son figuras religiosas que deciden reencarnarse una o varias veces para completar las obligaciones que establece la religión budista. El reconocimiento de que algunas personas eran reencarnaciones de otras en el Tíbet se generalizó hacia los siglos XII y XIII, cuando los lamas empezaron a concentrar el poder religioso y político en el «Techo del Mundo». Los dos linajes de reencarnaciones más conocidos en el Tíbet son el Dalai Lama, que se considera reencarnado 14 veces desde 1391, y el Panchen Lama, número dos en la jerarquía de los lamas tibetanos, venido al mundo 11 veces desde 1385. Sin embargo, se considera que el más antiguo de estos tulkus es el Karmapa, pues su primera vida comenzó en 1110 (el actual nació a principios de los 80). La idea de la reencarnación o «tulku», unida al derecho del reencarnado a heredar los bienes de su antecesor, ayudó a que los monjes tibetanos, a lo largo de los siglos, acumularan territorios y riquezas, convirtiendo sus «linajes» en auténticos feudos y poco a poco dominando el poder político en el Tíbet.

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