Mercedes, la leyenda del «722»
Brescia, 1955. A las 7 horas y 22 minutos del día uno de mayo... arrancaba la leyenda. Diez horas y siete minutos después, de nuevo en Brescia, la leyenda... se convertía en mito
La gesta firmada por Stirling Moss y Dennis Jenkinson, a bordo del Mercedes 300 SLR número 722 en las Mille Miglia de aquel mágico año, se revive hoy en una especialísima versión «722» del Mercedes SLR. La historia y sus pasiones, pueden repetirse... Ya no sobre aquel ancestral trazado italiano de 1.600 kilómetros Brescia-Brescia, puede que tampoco en las reviradas curvas del Passo della Futa, ni siquiera en el de Raticosa, dos de los enclaves en los que tradicionalmente se decidía la, por entonces, considerada carrera más famosa del mundo. Disputada contra reloj por carreteras abiertas al tránsito normal. En teoría... en la práctica, todo el mundo sabía de la disputa de la prueba, conocía al dedillo la nutrida lista de inscritos y de carrerilla los nombres de pilotos y máquinas. Durante tres décadas, entre 1927 y 1957, desde aquella primera victoria de Minoja-Morandi con el OM de 6 cilindros, hasta el trágico desenlace del español Alfonso de Portago (Ferrari V12) cuya salida de pista se saldó con una docena de muertos (incluidos el propio Portago y su copiloto el periodista americano Nelson), que terminaría para siempre con la epopeya, las Mille Miglia concitarían -junto con las 24 Horas de Le Mans, la Targa Florio y las 500 Millas de Indianápolis- la atención del mundillo automovilístico mundial. Nadie que fuera «alguien» en las carreras, dejaría nunca de tomar la salida en Brescia. Otra cosa era... conseguir cruzar de nuevo la meta. Moss, el «campeón sin corona» y Jenkinson, el inventor de las notas de rallye tal como hoy las conocemos, sí lo consiguirían... y como. La de 1955 quedaría para siempre como el record incólume de las Mille Miglia . No sólo por el cronómetro clavado en aquellas «imposibles» 10 horas, 07 minutos y 48 segundos, ni siquiera por los 157 Km/h. de media que contabilizó el 300 SLR «722» en los 1.600 kilómetros de recorrido -poblaciones incluidas- quizá, sobre todo, porque aquel británico que ha pasado a la historia como el piloto que nunca consiguió ceñirse una corona mundial de F-1 -¡y bien que la mereció!- se conformaría con detenerse solamente... ¡dos minutos y medio! Y sólo abandonaría el coche ¡un minuto!, en Roma, lo que duró el repostaje y el cambio de neumáticos. Y de ello hace medio siglo. Para que luego digan de las actuales paradas en boxes. La de 1955 se convertiría en una de las más importantes ediciones de la Mille Miglia , no tanto en razón del número de inscritos (649) cuanto por el interés que había despertado en sí misma. No se olvide que en aquella mitad de los cincuenta el resurgimiento de Mercedes y sus épicos duelos con Ferrari; arbitrados por Maserati, Porsche, Aston Martin y Alfa Romeo, lo que llevó a los organizadores a la puesta en marcha de diversas categorías, grupos y clasificaciones parciales dentro de la propia carrera, hasta un total de veintiocho apartados que atraerían la presencia de un nutrido grupo de pilotos internacionales: 521 pilotos en la salida. Mercedes se propuso «machacar» en las MM del 55. Se tomó tan a pecho su participación, que preparó cuatro unidades del 300 SLR más próximas a un monoplaza de F-1 (ganador del título mundial en 1954 y 55) que a un biplaza Sport: chasis multitubular, motor delantero de ocho cilindros y 3.0 litros (280 CV) montado en posición inclinada para rebajar el centro de gravedad de un coche que, en palabras de Fangio -segundo en la meta a media hora de Moss-, «representaba un enorme progreso por su motor de inyección directa, con frenos que aún no eran de disco aunque muy efectivos por situarse a la salida de la caja de cambios y no en las ruedas. Era el primer coche que realmente frenaba». El cambio de 5 velocidades y las llantas de 16 pulgadas ponían el contrapunto a un biplaza que arrojaba una romana de 810 kilos, toda una proeza entonces, de forma que cada caballo se encargaba de mover solamente 3 kilos... un sueño que, eso también, acabarían por hacer realidad cuatro equipos de lujo: Fangio «658» (corría sin copiloto), Stirling Moss «722» (con Dennis Jekinson), Karl Kling «701» (también en solitario) y Hans Hermann (con su hermano de copiloto) todos ellos bajo la experta batuta del más célebre de cuantos directores deportivos hayan tenido nunca las «Flechas de Plata»... Rennleiter Alferd Neubauer, sombrero de ala ancha y bandera en ristre; otro mito, una rotunda figura sólo comparable -se diría «casi» equiparable- a la del Commendatore Enzo... pero esa, es otra historia. La que nos ocupa la trufaba Mercedes, en aquellas Mile Miglia del 55, algo también inusual entonces, con profusión de material técnico y de apoyo: sesenta especialistas, a bordo de coches de asistencia rápida, repartidos a lo largo de los 1.600 kilómetros en los controles de Roma, Bolonia, Rávena, Florencia y Pescara, remolques para los coches de competición, furgones de asistencia, camiones-taller... y hasta lujosos autobuses para ingenieros, mecánicos y pilotos; unos pilotos que, mientras Jenkinson inventaba el sistema de notas, entrenaban -no menos de una decena de veces- el recorrido a bordo de muletos casi tan competitivos como los propios SLR, los 300 SL de 6 cilindros y 240 CV. El despliegue dio sus frutos, como las ansias de ganar de un británico, Stirling Moss, que confió ciegamente en las anotaciones de un visionario Dennis Jenkinson, de cuya pluma nacerían también algunas de las más jugosas crónicas deportivas, y uno de cuyos mayores logros sería «convencer» a Moss de que lo anotado en aquel interminable rollo de papel... higiénico (¿) era la realidad de unas carreteras -indignas de tal nombre, la mayoría- que desde Brescia conducían... de nuevo allí y de allí... a la gloria.