Diario de León

Marrakech, la ciudad roja

Compradores, vendedores, músicos, cafés, cuentacuentos, aguadores, una plaza que es todo un mundo y una ciudad que da nombre a todo un país: «Marrakush»

MANUEL CUENYA

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León

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Marrakech es un lugar cálido que te entra por los poros del alma y te deja hipnotizado. Marrakech es un gran oasis en medio del desierto, desde donde uno puede ver el Atlas nevado, sobre todo en los meses de invierno. Marrakush , en árabe, es la ciudad que da nombre al país, Marruecos o Al-Maghrib , la puesta de sol, el rojo sangre que te salpica las neuronas, el ocre que te colorea la piel y te trastoca los sentimientos hasta hacerte brotar la afectividad y la ternura. Es tal mi pasión por esta ciudad que, en los últimos años, la he visitado en varias ocasiones, y siempre encuentro algún motivo para regresar. Cuando uno encuentra un lugar en el que se siente a gusto, como es el caso, no hay nada mejor que volver una y otra vez. Incluso podría ser estimulante vivirla durante algún tiempo. En estos últimos años se nota que la ciudad se ha convertido en un hormiguero de turistas que provienen de diferentes países de Europa, incluso de América, además de los muchos marroquíes que prefieren pasar sus vacaciones de invierno o primavera en esta ciudad, porque en verano supera los cuarenta grados de temperatura. Sin duda, las mejores estaciones para visitarla son el invierno y la primavera. No es sólo la belleza de la ciudad la que atrae a los visitantes, sino su vida animada, sus gentes hospitalarias y abiertas. Paul Bowles, apasionado de la cultura marroquí, llegó a escribir que sin la plaza de Jemaa-el-Fna, Marrakech no sería más que una ciudad como las demás. Puede que esto siga siendo cierto, porque la ciudad roja merece la pena ser visitada aunque sólo sea por su plaza, centro neurálgico de La Medina. Sin embargo, Marrakech no se agota en esta plaza, ni siquiera en la vieja ciudad o medina. Marrakech es una ciudad dividida fundamentalmente en dos barrios: la ciudad amurallada o Medina y la ciudad nueva, Guéliz, que está construida fuera de las murallas y se extiende a lo largo de la avenida Mohammed V, desde la Kutubia hasta una pequeña montaña seca a las afueras de la ciudad nueva. El minarete de la Kutubia recuerda a la Giralda de Sevilla. No en vano sirvió de modelo para la construcción del símbolo hispalense. Asimismo, la Kutubia o Koutoubia sirve como punto de orientación al despistado visitante, viajero o turista. En Guéliz se encuentran algunos de los grandes hoteles y cafeterías. Entre los hoteles cabe destacar el Sofitel Marrakech, y dentro de la medina está La Mamounia, hotel exótico, tal vez uno de los más lujosos de África, donde Churchill pasó parte de sus últimos años, y donde otros, como Orson Welles y Rita Hayworth, también estuvieron alojados. Aunque sólo sea por curiosidad, debido a su prestigio, merece una visita. Sin embargo, para acceder a este hotel es necesario ir bien vestido, en tenue bourgeoise , como me dijo en una ocasión el portero. Vestido de traje o similar y calzado con zapatos. Nada de tenis ni playeras. En cuanto a las cafeterías, la mayoría mantienen una estética parisina. Se me antojan excelentes el Grand Café de l'Atlas, el salón de thé d'Orsay o el salón de thé Boule de Neige, sobre todo este último, donde se toman unos helados deliciosos y el café es excelente, lo que no resulta frecuente en esta ciudad, puesto que los marrakchíes, al igual que el resto de marroquíes, prefieren el té a la menta. En realidad, el barrio de Guéliz está construido al estilo francés, lo cual puede llegar a sorprender al viajero o turista que crea que ésta es sólo una ciudad árabe. La plaza de Djemaâ-el-Fna, que es el centro de la medina de Marrakech, se transforma cada día y cada noche en un gran teatro al aire libre, un lugar de encuentros, a veces licenciosos, un espectáculo circense que te invita a participar. En esta plaza uno siempre acaba encontrando su sitio. Jemaa o Jamaa-el-Fna significa mezquita de los moribundos o de la finitud, aunque también se le conoce como la plaza de los Difuntos o del Apocalipsis, porque en otros tiempos era el lugar donde se ejecutaba a los criminales. Gracias a Juan Goytisolo, quien le dedica un capítulo extraordinario en su libro Makbara , esta plaza fue declarada patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad por la Unesco en el 2001. En ella rodó Hitchcock algunas secuencias de El hombre que sabía demasiado cuando albergaba la estación de autobuses (la gare routière). Todo tiene cabida en la plaza Es poco probable que exista una similar en algún otro sitio del mundo. La plaza es en sí misma un espacio abierto en todos los sentidos del término, donde tienen cabida seres de toda raza y condición, artistas y viajeros, un espacio donde las clases y jerarquías sociales se diluyen, como nos enseñó Goytisolo. En la Jemaa entras en un mundo mágico que te devuelve a tu infancia de cuentacuentos al amor/calor de una lámpara de petróleo. Vives una historia de Las mil y una noches . Uno puede quedarse absorto contemplando el caos sagrado de la animación: vendedores de cigarrillos que no dejan de sonar sus monedas como llamada de atención; puestos de zumo natural, zumos sabrosos y baratos, a tres dirhams el zumo, y si tomas dos, el vendedor te invita al tercero; vendedores de plantas medicinales, pócimas, sueños, dátiles, higos, nueces, avellanas, uvas pasas y almendras; moscas y abejas en danza perpetua en torno a los dátiles; viejos y ciegos sentados en espera de que Alá o algún turista les obsequie unas monedas; aguadores ataviados con sus trajes y sombreros coloridos, dispuestos a tocarte la campanilla y ofrecerte un vaso de agua a cambio de unos dirhams ; puestos de caracoles, multitud de improvisados restaurantes al aire libre, climatizados, como suele decir el simpático Aziz, en los que puedes comer desde unos calamares fritos hasta un cuscús, harira, tajine, pinchos morunos, cabezas de carnero... y como postre, al que tienen por costumbre convidar, un té a la menta. Cuando cae la tarde los restaurantes alumbran sus bombillas y encienden las parrillas para que la gente que se acerca a la plaza pueda degustar su gastronomía. Hay tipos, habilidosos y políglotas, que te abordan para que te acerques a su puesto y te acomodes en un banco que compartes con otros comensales, de modo que puedas entablar charla con ellos. La competencia entre los puestos de comida está servida, y cada restaurante tiene su número marcado, porque todos se parecen. En cualquiera se come bien, siempre que uno no sea demasiado escrupuloso. Los aromas a comida y el humo que se desprende de las parrillas impregnan tu ropa y aun tu espíritu, y eso hace que te sientas vivo. Es como estar envuelto por un incienso culinario que te abre el apetito y las puertas de la emoción. Uno no debe dejar de tener esa experiencia. Otra posibilidad es que te acerques a la Crémerie Toubkal, enfrente del Hotel CTM, donde comerás sabrosos tajines de pollo, cordero, kefta y excelentes yogures. Tiene el Toubkal una terraza desde la que puedes contemplar la animación de la Jemaa. Por la plaza circulan día y noche bicicletas, burros cargados hasta los topes, carros tirados por personas, petits taxis y autobuses Alsa a unos pocos metros. Los encantadores de serpientes Siempre hay espacio para los encantadores de serpientes, que se acercan para colgarte el reptil al cuello, y de paso hagas la foto... «foto, foto, madame, monsieur, s'il vous plaît», las cobras levantan su cabeza como en una danza macabra. Algunas serpientes están aletargadas. Siempre hay turistas dispuestos a dejarse colgar una culebra al cuello. Si quieres que los encantadores posen para la foto, tendrás que darles unas monedas. Es la cortesía: dar monedas a cada uno de los espectáculos, por lo que conviene llevar el bolsillo repleto de dirhams . También te encuentras con monos y adiestradores, cuya labor consiste en subirte el mono al hombro cuando menos te lo esperas, mujeres enzarramacadas que intentan tatuarte una rosa del desierto en la palma de la mano o un escorpión en el brazo, son las mujeres veladas de la henna ( al-hinna , en árabe), titiriteros y payasetes, faquires, tocadores de ilusiones en forma de tambores, panderetas, rabeles, banjos, recitadores del Corán, contadores de historias, algunos muy mañosos, con gran poder de convencimiento, mini-golfs e improvisadas tómbolas: a ver quién es capaz de agarrar una botella de coca-cola o fanta con una caña de pescar, cuyo anzuelo es un aro, que debes introducir en la punta de la botella, echadores de cartas a la sombra de un paraguas, pues durante el día el sol acostumbra a atizar, combates de boxeo, grupos de gnaouas o gnauas que bailan como poseídos, mientras otros aporrean sin descanso los tambores. Estos gnauas , descendientes de esclavos negros de Guinea o Sudán, han sabido conservar los ritmos africanos, sus sonidos recuerdan a los tambores de Calanda; tarados y parlanchines, bailarines travestidos, bujarrones y chavalas que te miran con ojitos golosinos... «Bonjour, ça va? Très bien, merci. Et toi?». El contacto es fácil, sólo tienes que quererlo. La mirada como sustituto del tacto, la mirada que toca y siente, acaricia y llega a conocer. La mirada que llega al otro en forma de cariño, llamada de atención, deseo de trabar conversación. Si tú le hablas a alguien, ya sea hombre o mujer, tendrás una respuesta, por lo general cordial y educada. No es educado obviar al otro. A partir de la medianoche, la policía turística está al acecho y a la caza y captura del extranjero y la marroquí que conversan. Al parecer, una islámica no puede hablar con un extranjero que no practique su religión. Esto es lo que un poli puede llegar a decirte si te pilla hablando con una marroquí, aunque la charla no sea sobre temas peliagudos... En los últimos tiempos, Marrakech se ha vuelto prostibularia, y la misión de esta brigada turística no consiste en velar por los intereses de los turistas, como cabría suponer, sino en dar buena imagen de cara a la galería. Llegado el caso, la brigada aprovecha para sacarse un dinero extra. La verdadera corrupción está en la propia brigada, y quienes tienen capacidad para ejercer el poder. Lo mejor, a partir de altas horas, es abandonar la plaza en busca de un café o restaurante, por ejemplo el Café de France, Argana, Glacier o cualquier otro. Incluso acercarse a la Bab Agnaou o Passage de Prince, que es una calle animada, con pequeños cafés y restaurantes. Desde la terraza del Café de France uno tiene panorámicas de la plaza Jemaa, las azoteas de las casas y el Atlas, que en invierno semeja a los Alpes. Esta es una de mis terrazas preferidas. Juan Goytisolo es o era cliente habitual del Café de France, y allí fue donde tuve la oportunidad de charlar con él hace dos años. Discotecas Otra posibilidad para aquellos a quienes les vaya la marcha es acercarse al night club de algún gran hotel situado en Guéliz, entre otros están El Diamant Noir, Paradise, Pachá y Jad Mahal. Lo de night club puede sonar a putiferio. Sin embargo, se trata de clubs nocturnos o discotecas donde las leyes coránicas son contravenidas y las mujeres suelen ser amables y cariñosas con los extranjeros, que las invitan a tabaco y a tomar unas copas. A decir verdad, lo que menos me entusiasma de esta ciudad es la vida nocturna en estos garitos. Marrakech hay que vivirla sobre todo de día. A partir de la medianoche los gatos se vuelven pardos. A Sanaâ, Hind y Fouzia, que me invitaron a soñar

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