Diario de León

El agua que modeló un nuevo paisaje

En el trayecto entre Benavente y Medina de Rioseco, la recuperación de la laguna del Salado, un sorprendente campo de golf y hasta el Canal de Castilla de la vecina región certifican hasta qué punto el agua puede modificar el entorno

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PACO ALCÁNTARA | texto
León

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«En este inmenso mar de cereal que se extiende sin solución de continuidad en derredor, la protagonista es el agua». La reflexión se la escuchó el viajero a Joaquín Alegre, un poeta metido a biólogo enamorado de las salinas, lagunas, labajos y marjales que se extienden por el poniente la Tierra de Campos zamorana. Nadie osaría vaticinar hace cuarenta años que esa «gran extensión cubierta de eflorescencias y costras salinas, de pequeñas charcas oscuras», como definió Jesús Torbado, a las lagunas de Barillos, del Villardón o de la Salina Grande, cuando recaló en Villafáfila hace cuatro décadas, hoy se hayan convertido en el mayor reclamo turístico de esta comarca y el último refugio de numerosas aves migratorias. Mucho menos predecible, ¡cosa de locos!, era aventurar entonces que estas tierras resecas pudieran acoger un campo de golf tapizado de un fino manto verde. Se encuentra en Villarrín de Campos, cuenta con nueve hoyos, una laguna artificial, prepara ampliación para alcanzar los dieciocho. El gran hotel acuático Joaquín Sanz-Zuasti, naturalista y autor de la única guía sobre aves y pájaros de Castilla y León, ha contemplado la evolución de este humedal durante los últimos 25 años, «eran considerados lugares insalubres y transmisores de enfermedades como el paludismo, además de improductivos desde el punto de vista agrícola». Parte del trabajo de la Administración consistió en convencer a los agricultores de que el futuro pasaba por «mantener una cohabitación entre los alados y las faenas agrícolas». Sorprendentemente, se ha conseguido que las aves esteparias, sean consideradas casi «las grandes damas del llano». Nadie quiere recordar cuando se organizaban los ojeos con tractores para cazar avutardas, hoy el emblema de la comarca. Eso sí, comenta socarrón otro reconocido ornitólogo, «las ayudas europeas para proteger la fauna ha convertido en ecologistas a estas gentes y hoy las más de 2.000 de estas pesadas aves que pueblan las llanuras, y los más de 30.000 gansos que pasan el invierno, valen su peso en oro». Villafáfila se encuentra «donde el llano es ya una inmensa y confusa monotonía de verde, oro y siena, donde el mar de Campos confluye en las playas de la Lampreada y Tierra del Pan», sentencia Joaquín Alegre, quien las pateó durante años y descubrió que, incluso, no eran tan malas estas aguas en Otero de Sariegos, cuando hasta Juana la Loca las tomó, alertada de sus propiedades medicinales. Esta tierra desvestida de vegetación cuenta con las mayores concentraciones de palomares de todo el territorio. Más de sesenta se conservan en el término de Villarrín. Hacia el este, en Belver de los Montes, se mantienen en pie otros 26, aunque al viajero le llamará más la atención la dehesa de encinas centenarias que aún custodian esta localidad y que recuerdan una época lejana donde el monte envolvía el paisaje, antes de que fueran incendiados por vacceos y romanos en sus continuos enfrentamientos. Hoy el paisaje se llena de pequeñas ondulaciones y de color rojizo. Al fondo se distingue Villalpando. Su nombre denota que se llega a un lugar abierto al sol, al que los árabes denominaron «Alpando» y donde sus vecinos se enorgullecen de pescar en el Valderaduey los mejores cangrejos. También de conservar la iglesia con usos más variopintos que viajero pueda recordar. Se llama de Santa María del Templo y fue construida en el siglo XII bajo el canon mudéjar. Ha sido lugar de culto, albergó la mayor discoteca de Tierra de Campos, El abeto rojo, actualmente es sala de exposiciones y salón de actos y la alcaldesa, ya le ha buscado otra utilidad, «sede del futuro museo del queso». No es mal reclamo, porque en estos pagos se fabrican los mejores de leche de oveja. Pablo Alonso lleva a gala formar parte de la tercera generación de maestros queseros, «no hay secretos», advierte, «solo leche sin químicos y dar un tiempo al queso para que se cure». En sus bodegas guarda alguna pieza de hasta tres años, «tiene un sabor tan fuerte que hay que tomarlo con mucho pan y un buen vino». Un geriátrico jesuítico Cuenta Fernando López, jesuita y superior de la comunidad que reside en la grandiosa Colegiata de San Luís, en Villagarcia, que es mejor «no dar mucha publicidad a este monumento, porque, de esta forma, quien se acerca a conocerlo se sorprende aún más». Lleva razón. Retablos diseñados por Juan de Herrera, esculturas de alabastro, mil y una reliquias que harían las delicias de las gentes del Medievo y techos de escayola que, si no es advertido el turista, se confunden con imponentes artesonados de madera, fruto del estoicismo de un pacienzudo jesuita que habitó en este antiguo colegio. Porque en este pueblo de casas blasonadas y fachadas de piedra, en lugar de tapial de adobe, conviene echar la vista atrás y soñar con calles repletas de miembros de la Compañía de Jesús vestidos con sus hábitos negros y estilizados. «Hasta setecientos alumnos externos residieron con familias del pueblo porque no había más plazas en este noviciado», comenta el responsable del hoy reconvertido geriátrico, en el que 42 longevos jesuitas pasan sus últimos años paseando por el mismo jardín donde aún se conservan dos imponentes morales que seguramente también admiró el leonés Padre Isla mientras escribía su Fray Gerundio de Campazas . Ese nuevo Quijote fustigaba uno de los males más extendidos en la Iglesia: los sermones, que habían degenerado de manera terrible desde la época barroca. De esta obra se editaron 1.500 ejemplares en 1758, una gran tirada para la época. El primer día se vendieron 800 y pronto se acabaron, pero los enemigos de Isla lograron que la Inquisición la retirase. Hacia la capital de Campos Para sacudirse de tanta fastuosidad barroca como la contemplada en la Colegiata de Villagarcía nada mejor que trepar hasta lo alto de las ruinas del castillo de Tordehumos. De la fortaleza del siglo XII solo queda el paisaje y la inmensidad del cielo, desde donde mirando al septentrión se atisba el perfil de la Cordillera Cantábrica. A los pies, un caserío de adobe, sus iglesias y un Ecomuseo donde se recrea una antigua casa de labranza del siglo XIX. Todos estos atractivos aún lo desconocen algunos vecinos de Villabrágima quienes, cuando se les pregunta qué visitar en la zona, solo aciertan a comentar que «si quieren ver pueblos bonitos, acérquese a Urueña, en los Montes Torozos». Aturdido por la propuesta, conviene seguir las indicaciones de Jesús Torbado en Tierra mal bautizada y dirigirse a Medina de Rioseco, «no es una ciudad de paso, es la verdadera capital de Campos, la ciudad de las luces y del pecado». Diego Fernández Magdalen apostó por vivir en esta ciudad, «quiero dedicarme a tocar la música que me importa, a leer los libros que convierten el mundo en una pasión inagotable y estar cerca de las personas sin la que todo esto perdería su más elemental sentido». Este enamorado de Rioseco queda con quien la visita en los jardines del Castillo. «Desde esta terraza se divisa la mejor panorámica de la vega del Sequillo», advierte mientras desvela que en estos terrenos «existió un castillo donde tuvo su residencia el almirante Alonso Enríquez cuando adquirió el señorío de Medina de Rioseco». Este compositor, concertista y profesor de piano, con apenas diez, ya tecleaba el órgano de Santa María. «Te estremeces cuando comienzas a escuchar el sonido que emiten los más de 1.000 tubos que construyó Francisco Ortega en 1732». No es para menos, tocar en esta iglesia es un «placer de dioses» y mucho más «ser monaguillo». Porque Diego ya recorría esta imponente iglesia gótica cuando apenas levantaba un palmo del suelo, «imagina el impacto que para un niño suponía contemplar la muerte tocando la guitarra», un magnífico bajorrelieve de escayola policromada que sobresale en esa joya barroca que es la capilla de los Benavente. Diego acompaña al viajero en su paseo por la Rua, le muestra iglesias como la de Santiago, «con un retablo de guión cinematográfico», porque se cuenta gráficamente la vida de Jacobus y, por fin, el Canal de Castilla, «siempre lo dejo para el final porque es una sorpresa, el agua en un territorio seco, inyectándole vida». El agua, elemento imprescindible para generar riqueza.

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