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El escritor que rescató el «golfaray» del baúl del tiempo

«Somos lo que somos porque, para bien o para mal, fuimos lo que fuimos». Arturo Pérez-Reverte ha conseguido que media España se plantee la tertulia por boca del «vuacé», asociando las callejuelas oscuras al rechinar de dos aceros toledanos

Publicado por
GUZMÁN GONZÁLEZ | redacción
León

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«Oyéndolos (...) con pesadas zumbas y chacotas, no dándose ninguno que no figurase ser cien veces más de lo que era. Aquella germanía allí hilvanada representaba, al cabo, una España en miniatura; y toda la gravedad y honra y orgullo nacional que Lope, Tirso y los otros ponían en escena en los corrales de comedias, se había ido con el siglo viejo y no existía ya más que en el teatro» (El oro del Rey, Arturo Pérez-Reverte) El escritor cartagenero resucita la jerga empleada por los bravucones de a tanto la estocada del siglo XVII, el habla de «germanía», como solía llamarse. Golfaray , como hoy la llaman. «Esa lengua marginal, paralela a la general y en continua interacción con ella, que ha evolucionado con el tiempo para conservar su utilidad hermética; y que hoy es lo que algunos llamamos golfaray : el argot de los delincuentes y de las cárceles», explicó Arturo, en junio del 2003, en su discurso de recepción en la Real Academia Española. Bajo el título de El habla de un bravo del siglo XVII el padre literario de Alatriste explica el germen que dio vida a la idea de concebir al capitán. El primer impulso reside, como reconoce el escritor, «en el intento por explicar a la generación de mi hija, la España en la que hoy vivimos (...) En ese intento por buscar una memoria ofuscada por la demagogia, la simpleza y la ignorancia, elegí como protagonista a un soldado veterano de Flandes que malvive alquilando su espada». Don Diego Alatriste y Tenorio, veterano de los tercios de Flandes y tratado por sus compañeros de armas y el mismísimo Espínola como capitán sin ser lo. He ahí el por qué de la producción fílmica más cara de la historia del cine español -unos 24 millones-, la razón de que existan cinco novelas sobre el tema -próximamente una sexta-, el motivo de que sus aventuras sean carne de cañón de cómics y juegos de rol. ¿Dónde reside su éxito? Merced a la respuesta del público el que suscribe se atrevería a aventurar la verosimilitud como solución. Pero no una verosimilitud cualquiera, sino descarnada, desprovista de más aderezo que el que las necesidades del guión dispone. Orgullosa y brava, como la España que dibuja. Callejones peligrosos, tabernas con hedor a don de gentes, donde el desplante se cobra a estocada la sílaba merced a los rigores del qué dirán. Prisas por aviar la miseria personal de una nación obesa en su opulencia, pero macilenta en su interior. Herida de muerte. Agonizante. Con overbooking de soldados veteranos con la faltriquera medio vacía (o vacía por completo) que no dudan en malvender su acero para restallar la crisma al menos pintado, por mor, eso sí, del caballero al que tanto afecto prodigan los bípedos, según Quevedo. Esta es la España que Pérez-Reverte entreve tras las cortinas del Siglo de Oro. El caso es que la jerigonza que antaño pululara por los recovecos de los siglos XVI y XVII, se conserva hasta nuestros días por los textos de Lope de Vega, Tirso de Molina, Cervantes, Calderón, López de Úbeda, Moreto y otros, en obras como: Los melindres de Belisa , El galán de la Membrilla , Los locos de Valencia , La discreta enamorada , Los embustes de Celauro , El Molino , Las flores de don Juan , El alcalde Mayor , La dama boba , El bobo del colegio , La viuda valenciana , El dómine Lucas , El premio del bien hablar , El acero de Madrid , Los Tellos de Meneses, Bellaco sois, Gómez , Rinconete y Cortadillo , La ilustre fregona , La pícara Justina , El caballero , El desdén con el desdén y Saber del mal y del bién , entre otras. En todas ellas se guarece la parla de la gente «de la hoja», «de la carda» o de la «hojarasca», como recuerda Pérez-Reverte en su discurso de recepción en la RAE. El lenguaje sobre el que se sustenta la obra del «padre» de Alatriste bebe de la sobriedad de la jerigonza brava, rescatada de la jerga que los grandes literatos de aquel tiempo tuvieron a bien lacrar en sus textos. Los que se leían en las escuelas antes de la Logse y de la ESO. Rara avis La carda de la época tiene fiel reflejo en los cinco libros de la saga. Dentro de la España enjuta, vestida de domingo en su decadencia, sesteaban a la sombra de la conveniencia matarifes y matasietes que jamás pusieron un pie en Italia o Flandes, putas, señores venidos a menos y holgazanes venidos a más, funcionarios medidos por la vara de acero -al rojo- que esgrimía la Inquisición; clientes de tabernas de bolsillo prieto y garganta ligera, ávidos por demostrar a sus iguales su superioridad y linda cuna. También había poetas, como Quevedo, que prestaban «jiferazos» con papel y pluma con tanta frecuencia como con la toledana. Pero también hay veteranos de mirar zaino, que destacaban entre los mentecatos de lengua resuelta y valor cuestionable. Y entre todos ellos, aquel al que sus superiores conceden el privilegio de llamar a su abrigo cuando vienen mal dadas, aquel al que el cierzo hostigó en su niñez hacia los campos de batalla, donde labró a base de tajos y mosquetería fina la fama que hoy le precede. El más zaino de todos. Y es que don Diego Alatriste «conocía mejor que nadie que una hoja de acero iguala al hombre humilde con el más alto monarca» (El oro del Rey. Arturo Pérez-Reverte). Lo que hace diferente a Alatriste del resto de matasietes y bravucones es el listado de normas no escritas que lleva a rajatabla, por que si mal no entiende el que estas líneas escribe, lo único que no se puede arrebatar a una persona son sus principios, y puestos a malvender el pellejo -ya sea en Italia, Flandes, Madrid o Sevilla-, tanto mejor hacerlo con la certeza de saberse firme en lo que a reglas propias se refiere. «No lo sienta usted, señor capitán. Yo no soy hombre de cotufas, y éstos son gajes de la carda», sostiene Bartolo Cagafuegos en el cuarto libro de la saga, haciendo gala de un temple hacia los malos momentos al alcance de pocos. Como la mayoría de los españoles que dejan su sangre por toda europa enrolados en los Tercios. ¿Qué es ser español? Le preguntó el periodista de El Semanal a Viggo Mortensen. «Saber perder», espeto el actor, con un par. Arturo, presente en la conversación, sonrió el matiz. Ese desparpajo ante lo irreparable recuerda los versos de Baudelaire: «Emblèmes nets, tableau parfait / D¿une fortune irremédiable. / Qui donne à penser que le Diable / Fait toujours bien tout ce qu¿il fait!» ( Lo irremediable . Charles Baudelaire) ... Esa certeza de saber que el Diablo hace bien todo lo que hace es lo que convierte a Alatriste en un «acataórdenes», en un soldado que enfrenta la muerte con sangre fría y los arrestos suficientes para bajar la moral del Alcoyano. La novela histórica Heredada del siglo XIX, sustentada en el desarrollo del siglo XX y cimentada en la popularidad que alcanzó en el siglo XXI. Desde Walter Scott a Pérez-Reverte la novela histórica ha discurrido por un sendero ascendente. Waverley (1818), de Scott, abrió la veda en lo que a disensión literaria amparada en la historia y costumbre se refiere. El escocés trenzó una veintena de textos con el hilo de la Edad Media inglesa, de manera que la angustia por la transformación burguesa del mundo se viera salpicada por tintes añejos que sirvieran de evasión romántica. El corresponsal de guerra siempre ha manifestado su predilección por Alexandre Dumas y obras como El Conde de Montecristo o Los tres mosqueteros . Textos que si bien se sustentan en pilares históricos, gustan de edulcorar la trama dopando sutilmente los acontecimientos que de veras ocurrieron. Dumas lo describía del siguiente modo: «es cierto, violo la historia, pero le hago hermosos hijos». El vínculo entre Historia y el padre de Alatriste se posa en las estanterías de libros y viene del mar. «Lo que ocurre es que para mí la literatura siempre vino de la mano de la Historia, porque aprendí a leer con Walter Scott, Stevenson y Defoe» ( La Génesis de la Tabla de Flandes. Las reglas del juego. El Sol. 1990) Robert Louis Stevenson cautivó la imaginación de Arturo Pérez-Reverte con La Isla del Tesoro . No debe pasar desapercibida la analogía entre la figura de Jim Hopkins y la de Íñigo Balboa. Hablando de Íñigo. Hay que prestar especial atención a los paralelismos del comportamiento de este personaje con los pícaros de la época, y su relación con El Lazarillo de Tormes y El Guzmán de Alfarache , máxime cuando la época descrita por Pérez-Reverte es en la que tiene comienzo el género literario de la picaresca. Dentro del panorama actual español de la novela histórica se puede subrayar la aportación de autores como Juan Eslava Galán (amigo de Pérez-Reverte, representado en la piel de un matarife en la saga. Imprescindible su Trilogía Templaria firmada bajo el pseudónimo Nicholas Wilcox por temor a que sus incondicionales vieran en el acercamiento a lo exotérico una violación a los principios de la Historia). Por citar a otros, tomando a disgusto la licencia de obviar al resto, encontramos a: Horacio Vázquez-Rial, José Luís Corral y Antonio Orejudo. Madrid, Flandes y Sevilla Para la ubicación histórica de la saga se han empleado tres escenarios. Madrid, Sevilla y Flandes. Madrid, tal y como se describe en el libro primero, era nido de soldados en paro y refugio de aristócratas. «En aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros». Flandes era el caballo de batalla de los españoles, la continua lucha contra los «herejes». Tal y como escribe Gonzalo Santoja, «por aquel entonces fue cobrando fuerza la sensación de que, de victoria en victoria, se aproximaba el final del proceso: Flandes se iba perdiendo -escribe Pérez-Reverte-, y nunca se acababa de perder, hasta que al cabo se perdió». Sevilla es el escenario del cuarto libro de la saga. «Era entonces Sevilla, cómo es lógico por su papel en las Indias, el centro principal de la actividad económica española, la oficial y la marginal», escribe Rafael de Cózar. Los escenarios son el rastro de nuestra historia. Así lo atestigua el autor.

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