Bond busca sus raíces
La nueva entrega de las aventuras del espía 007 hurga en los orígenes del mítico superagente británico. Una pista: la infancia de James Bond fue triste y solitaria tras la violenta muerte de sus padres
Ya sea en el cómic o en el cine, la última tendencia consiste en desmitificar a los héroes, revelando su lado oculto, yendo al inicio, hasta los orígenes que explicarían sus extraordinarias conductas, y ofreciéndolos más próximos, vulnerables y melancólicos. El último Batman, el de Christopher Nolan, era también el primero, el que se forjó en una infancia triste, lluviosa y solitaria, al lado de su confidente y mayordomo, un hombre mucho mayor, tras la muerte violenta de sus padres. Un tipo plagado de dudas y contradicciones, torturado por la ausencia paterna, esquivo frente al amor, que abrazaba la lucha contra el mal como la única posibilidad de redención. Superman, en su reciente regreso, se nos ha aparecido también como el trasunto de un nuevo mesías que debe soportar sobre sus fornidos hombros las culpas de un mundo caótico, y al que en realidad le gustaría quedarse en casa con su novia, o como mucho salir a volar con ella, en lugar de perseguir al maquiavélico Lex Luthor. El turno le llega a ahora al más carnal James Bond, surgido de las páginas del escritor Ian Fleming, antes incluso de que su nueva encarnación cinematográfica, el discutido actor británico Daniel Craig (Chester, Inglaterra, 1968), hubiese nacido. Y una vez más se trata de ir hasta la génesis misma del mito. Con la adaptación de Casino Royale, la novela fundacional de la saga bondiana, la pantalla descubre ahora los secretos más íntimos del superagente con licencia para matar, los hechos que explicarían la posterior evolución del héroe cínico y descreído, incapaz de enamorarse, de cama en cama, entre martini y martini (lo de «agitado, no removido» vendrá después), mientras da cuenta de los villanos más peligrosos sin jamás arrugarse el impecable esmoquin de Brioni. Bellezas Bond Como un Bogart en Casablanca, también Bond beberá los vientos por una mujer que terminará agriándole el carácter. En el caso del superagente británico, su Ilsa poco tendrá que ver con la de Rick, salvo por su belleza. Eva Green, a la que Bertolucci descubrió (en todos los sentidos) en Soñadores, es aquí Vesper Lynd, la primera y más importante de una larga lista internacional de amantes, entre las que ha habido desde los típicos floreros con biquini y dos líneas de diálogo hasta las últimas, más audaces y sofisticadas, femeninas pero jamás sometidas, como las que encarnaron la belleza francesa Sophie Marceau o la felina Halle Berry, mujeres actuales capaces de escalar una montaña, analizar los últimos vaivenes del mercado bursátil, cantar a tono una bossa nova del gran Jobim, y todo mientras se ajustan el tanga. Con Craig, al que sus detractores pretendieron hacer el vacío por feo y bajito (su elección natural hubiera sido Hugh Jackman, o la primera del propio director de la película, Martin Campbell, que habría preferido a Ewan McGreggor), Bond realiza el camino inverso para volver al principio. Atrás quedan Pierce Brosnan, jubilado antes de tiempo por sus pretensiones económicas, y un poco también porque se estaba haciendo mayor: ahora vive rodeado de bellezas en las Bahamas; la breve anécdota del actor shakespeareano Timothy Dalton; el irónico y frívolo Roger Moore, con su impagable sentido del humor; el error subsanado a tiempo de George Lazenby (aunque tiene su propio club de fans), y el único de verdad, o sea, Sean Connery, al que curiosamente el creador del personaje literario, Ian Fleming, no quería ni en pintura por considerarlo demasiado camionero, algo que en cambio atrajo a muchas mujeres que veían en él la perfecta encarnación del duro con un posible fondo de ternura, la bestia en esmoquin y con una voz -aquí mutilada por la práctica nefanda el doblaje- capaz de derretir hasta un iceberg. Concebida en 1953 Paul Haggis, el guionista de Million Dollar Baby y director de Crash, se ha ocupado ahora de darle una vuelta de tuerca a la vieja-nueva historia de Casino Royale, concebida en 1953, para explicar las raíces de un hombre atormentado por el amor, hasta caer en la misoginia y el machismo, que en las novelas de Fleming se revelan con una crudeza mucho mayor a través de un lenguaje y unas actitudes que hoy no superarían los estrechos cauces de la corrección política. Tres oportunidades tendrá Craig de demostrar que la suya fue una elección acertada. Si falla, al menos habrá cobrado una buena calderilla: 60 millones de euros por tres películas, algo insignificante si se tiene en cuenta que la familia Broccoli, propietaria y fiel guardiana de la franquicia, llegó a ingresar hasta 457 millones de dólares por una sola de las últimas aventuras bondianas, Muere otro día. Las críticas van en el caché.