Diario de León

El Museo de León, una historia sin final

La historia del Museo de León, «desventurado como pocos otros de España» en palabras de Gaya Nuño, ha recibido este tipo de calificativos debido a su azarosa biografía y, en particular, a su ubicación en el histórico convento de San Marcos, cat

RAMIRO

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LUIS GRAU LOBO | texto
León

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Su nacimiento está marcado por la imperiosa necesidad de contener el expolio y destrucción que sucedió a la desamortización de bienes eclesiásticos. La medida económica de los gobiernos liberales decimonónicos, constituyó, en el caso de la riqueza histórico-artística acumulada en las casas conventuales, un momento especialmente dramático para la conservación monumental en España. Por ello, cuando en 1837 se crearon las Comisiones Literarias y Artísticas, y en 1839 empezó a funcionar la de León, la recopilación de obras procedentes de los monasterios de San Claudio, San Francisco, San Marcos, Carracedo, Sandoval, Nogales y Nuestra Señora del Carmen, aunque decepcionante, supuso el embrión del futuro Museo Provincial, pronto completado con numerosos objetos de signo arqueológico. Años después inició su andadura la «Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de León», compuesta por prohombres de la cultura provincial, entregados a variopintas actividades entre las que cabe señalar las excavaciones en el yacimiento astur-romano de Lancia, la restauración del Panteón de San Isidoro y de la Catedral y la inauguración del Museo, con un rápido y extraordinario aumento de sus colecciones. Pese a la escasa atención que las administraciones prestaron en esos años al museo y a que algunas de las obras artísticas más insignes de la provincia fueron recogidas por la Comisión Central para engrosar el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, el esfuerzo de algunos individuos de la Comisión se empeñó en la apertura de sus salas al público, consiguiendo del Estado la cesión del edificio de San Marcos, recién evacuado, para instalar Museo, Biblioteca y Archivo, y financiando de su propio bolsillo el traslado y acondicionamiento de los fondos del primero. Así, el Museo abrió sus puertas en 1869, siendo uno de los arqueológicos más tempraneros del país en hacerlo, pues incluso se anticipó a la apertura del Arqueológico madrileño. En los años inmediatos, la falta de colaboración de párrocos y alcaldes a sus notificaciones y circulares provocó el extravío o la venta de numerosos bienes que, desatendidos o en manifiesto abandono, no fueron puestos bajo la tutela del único organismo capacitado para ello, el Museo. Pero no todo fueron sinsabores, pronto las colecciones del museo leonés se situarían a la cabeza de sus homónimos provinciales: la Cruz de Peñalba ofrecida en 1879 por el obispado de Astorga inicia una serie de donaciones entre las que esa sede religiosa y la de León, la Diputación, el Ayuntamiento de la capital, la Sociedad Económica de Amigos del País, y numerosísimos particulares con una encomiable generosidad y afecto hacia la cultura local, contribuyeron a engrosar las excelentes colecciones del centro, completadas además con numerosas compras (el «Cristo de Carrizo», adquirido en 1874, por ejemplo). Asimismo se inician entonces los ingresos procedentes de excavaciones arqueológicas: Lancia desde 1868, la villa romana de Navatejera, descubierta en 1885, la Milla del Río, Astorga o los remotos pueblos del área vadiniense (valles del Cea, Esla, Porma y Curueño) aportan, entre otros, muestras señeras de su pasado arqueológico. La inspección del académico Francisco María Tubino se deshace en elogios en 1885: «el aprecio y gratitud a que la Comisión de León se ha hecho acreedora por la inteligencia y actividad desplegadas en aumentar las diferentes colecciones del Museo... que se hallan convenientemente colocadas y entre las que la epigrafía no tiene rival en España ni en el extranjero»; motivo este último de la edición de un álbum con dibujos de esta sección para la Exposición Universal de París de 1878. Hasta ese momento, el Museo no había publicado su inventario. Sin embargo sí tenemos noticias del mismo, en particular a través del Catálogo Monumental de Gómez-Moreno (editado en 1925, elaborado entre 1906 y 1908), que se queja por la falta de orden y control, y de la monografía de Eloy Díaz-Jiménez (1920), referencia imprescindible para esta época. Entretanto, para explicar las adversidades que empiezan a padecer el museo con el fin de siglo XIX, es preciso hablar de San Marcos. Este vasto edificio, monumento desde 1844, joya de la arquitectura renacentista y casa madre de la Orden de caballería de Santiago para el Reino de León, tras su desamortización nunca fue ocupado en su totalidad. Varios espacios habían sido utilizados para solucionar variopintas necesidades de las instituciones municipales y provinciales (enfermería penitenciaria, acuartelamiento provisional, almacén de comestibles...) Y, para colmo, en 1875, el Ayuntamiento solicita su derribo al Gobierno Civil. Cuatro años después se cede el edificio para Casa Central de Estudios de los Escolapios, exceptuando las salas bajas y el claustro, reservados al Museo. Para no extendernos, digamos que esta va a ser la tónica general de las próximas décadas, atrincherado el Museo en la angostura de pequeñas estancias y en una injusta incomprensión. Por fin, en 1888 el Ayuntamiento, deseoso de atraer a León la Capitanía de la VII Región Militar, propone al ex-convento como sede de la Academia Militar, y provoca una primera orden de desalojo que se evita in extremis por la intervención de la Comisión y la negativa del Ministerio de Guerra por razones de carácter práctico. El año 94 es crítico, los individuos de la Comisión deben incluso encerrarse para salvar las cuatro salas que ocupaba el Museo y, aunque lo logran, se granjean las antipatías de la población, que ansiaba la ubicación en esta ciudad del cuerpo militar. Así, San Marcos se convierte -¡hasta 1964!- en local del IV Depósito de Sementales equinos, decepcionante respuesta al interés local y origen de innumerables cuitas, que el director, Sr. Company, resume: «tuve, bien a pesar mío, que dedicarme a la tristísima labor de desmontar los riquísimos miembros arquitectónicos procedentes de los antiguos monasterios de este reino... para que fuera ocupado el espacio (por) las cuadras para caballos sementales». Se suceden entonces extravíos, robos e indignas situaciones: «el jefe del museo carece de despacho higiénico y salubre... sólo es habitable, dada la crudeza del clima y la extensión de la sala a beneficio de una estufa de carbón cuyos humos perjudican el primoroso artesonado», se denuncia en los escritos refiriéndose a la «sala del artesonado» (actual salón de actos del Parador). Además, el 19 de julio de 1936, los milicianos leales a la República se hacen fuertes en el edificio, incluido el Museo, en una defensa desesperada durante la que arrojan algunas piezas de valor a los sublevados. Reducidos aquellos, la parte alta del edificio se dedica ahora a cuartel de la Falange, y la baja a sórdido y cruel campo de prisioneros. El cierre del Museo, la acumulación de piezas en las esquinas del claustro, separadas por un murete de las crujías donde se hacinan los confinados, los desperfectos en varias obras, etc. dibujan una lúgubre etapa con una dilatada proyección en el tiempo. Ya en 1941 se abren las expectativas de traslado del Museo a una nueva sede con el ofrecimiento de Educación Nacional de los locales que dejaba vacantes la Escuela de Veterinaria (hoy Instituto Legio VII), lo que provocó una euforia que pronto se vería truncada. Los problemas se acrecentaron cuando los jesuitas, otra vez a cargo de los oficios de la iglesia en 1953, demandaron la ocupación de las sacristías que eran usadas como salas de exposición. El Gobernador de la Provincia ofreció entonces los locales del Regimiento Burgos, en la calle del Cid y, caso de no ser posible, ¡el traslado de las mejores obras a Madrid, para asegurar su integridad!. Ni una cosa ni la otra llegaron a tener lugar. Y así llegamos a los años 60, 70 y 80 de este siglo, décadas marcadas por la habilitación del edificio santiaguista con objeto de transformarlo en un lujoso Parador Nacional (1964-66) y la consiguiente conversión del museo en auténtico clandestino de San Marcos, que pierde ámbitos tradicionalmente propios como eran la «sala del artesonado» o el coro de la iglesia y se ve condenado a un traslado que tardará 40 años. Se multiplican entonces las opciones de traslado en un auténtico sorteo donde cabe todo edificio leonés que se precie: la propia iglesia de San Marcos, el edificio «Fierro» de la Diputación, la antigua cárcel, la escuela de magisterio, la «casa del peregrino», el Palacio Episcopal, el viejo edificio de Correos, el palacio de los Condes de Luna, etc. y, mientras tanto, las colecciones se amontonan en las tres únicas salas de exposición disponibles ahora, una de ellas habilitada parcialmente como despacho por medio de un biombo, cuyo espacio tan solo se caldea gracias a un ladrillo romano previamente calentado en calderas ajenas. En 1971 se ocupa la «Casa del peregrino», entonces abandonada, como improvisado almacén de un henchido Museo. Pero años después deberá desalojarse precipitadamente por orden del municipio, su propietario, en uno de tantos episodios traumáticos que venimos sintetizando. El resto ya es mejor conocido: tras una década de trasiegos en varias sedes provisionales, la última de las cuales (el edificio de la Calle de Sierra-Pambley) acaba de abandonarse, el museo ha logrado una sede definitiva adquirida en 2001 y habitada desde este pasado mes de marzo. Un «viejo nuevo museo» que abrirá sus puertas muy pronto. Espero que todos ustedes lo vean como algo conocido pero distinto, como un viejo amigo al que hace tiempo no veían. Feliz año 2007 a todos.

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