Esther González: «Siempre fui libre»
«Me conformo con la vida que he hecho; nunca pensé que pude ser otra cosa de lo que fui»
Parece pretenciosa la frase que preside el título pero esa es exactamente la imagen con la que uno se queda al despedir a Esther González Álvarez a la puerta de la Residencia Santa Luisa de la Diputación, donde reside desde hace ocho años. He aquí un ser celoso de su libertad, sin resquemores ni malas sangres, plenamente conformada con lo que ha sido y con lo que es. No es fácil llegar al borde de los 90 años con el convencimiento de que, en la balanza, pesa mucho más el disfrute que los días amargos: «He vivido una vida tan buena... a mi manera, pero buena de verdad». Mantiene Esther una sonrisa pícara con la que debió turbar algunos corazones aunque ella ha llegado al otero con toda la soltería puesta. «No, no me casé, no hubo quien me quisiera... No es que no tuviera oportunidades porque he tenido algunos pretendientes, buenos pretendientes, incluso con dinero». -Pero por lo que parece no llegaron muy lejos... -No, eso no; cuando me hablaban de casamiento, yo ya me helaba. Hay un hueso duro de roer detrás de la amabilidad exquisita de una mujer que se trajo de su larga estancia en Argentina un suave acento y un baúl repleto de recuerdos. Nacida en Rodrigatos, a caballo del Bierzo y la Maragatería, a los siete meses de nacer se trasladó con sus padres a Robledo de Fenar y allí vivió los años de la infancia y de la juventud. Años limpios y felices con el padre trabajando en la mina y la madre volcada en sus hijos: cinco hombres y dos mujeres. «Allí nos iba bien; mi papá, que era vigilante minero, siempre trabajó mucho y también teníamos algunas tierras. Ahora siguen allí para que corran los lagartos...». Tiempos alegres de la escuela de don Augusto y de la vida en libertad. «Lo pasábamos muy bien, hacíamos muchas cosas; el pueblo no era grande pero eran familias muy numerosas». Pero poco dura la dicha en la casa del pobre. Allí estaba agazapada la guerra, para despertar todos los demonios escondidos, para cortar de cuajo planes de vida. «Es lo único que borraría, la guerra; la borraría toda. Tuvimos que abandonar la casa de un día para otro con lo puesto, nos fuimos y estuvimos cinco años sin regresar; lo perdimos todo». -¿Cinco años? -Después de la guerra nos denunciaron porque decían que mi papá era «un marxista peligroso». Total que estuve tres años presa y mi madre cinco. Primero estuve en León, en San Marcos, que era requete duro, aunque a mí no llegaron a pegar como a otros. Un día vinieron unos hombres y nos llamaron a seis, entre ellas yo. Claro, empezamos a pensar cosas raras porque de allí salía mucha gente que ya nunca volvía pero luego nos trataron requetebien; nos querían para limpiar un salón y al final nos dieron unas latas de sardinas. Más adelante nos llevaron a la cárcel de Astorga y de allí a Bilbao. Recuerdo que durante el viaje en el tren paramos en Venta de Baños y nos dejaron salir para estirar las piernas en la estación. Dos de las que venían se despistaron y el tren arrancó sin ellas. Total que cuando se dieron cuenta hubo que esperar en otra estación para dar tiempo a que llegaran hasta allí en un coche. Después de Bilbao nos llevaron a Amorebieta y luego ya nos dejaron volver a nuestros pueblos aunque a mi madre se la llevaron a Saturrarán y allí estuvo otros dos años más. -Usted tiene el corazón dividido entre España y Argentina. ¿Cómo le fue en esa aventura? -Muy bien. Me fui yo sola, sí que le eché valor; estuve veinte días de viaje en el barco hasta llegar a la Argentina. Me instalé en casa de mi tío, el único hermano de mi madre, que residía allí desde hacía años y estaba ya para jubilarse. Vivía en un pueblo que se llama Casilda, en la provincia de Santa Fe. Allí estuve más de veinte años. -Y ¿a qué se dedicaba? -Mi tío estaba allí desde jovencito y había montado una panadería pero estaba un poco enfermo y pensaba en jubilarse. Yo me dediqué a coser para fuera, hice buenas clientas y no lo hacía mal. Llegué a hacer unos vestidos de novia que no vea. -Tampoco cuajó allí ningún novio... -Pues no, había pretendientes pero nada... Había allí un español que, cuando me veía, decía muchas veces. «ay, esta gallega es como un cheque al portador». Y yo le respondía: «pero ese cheque no lo cambiará nadie...». -¿Qué opinión tiene de los argentinos? -No son mala gente, pero un poco vagos. Recuerdo que decía Perón: miren ustedes a los españoles y a los italianos que enseguida tienen su casita pero los argentinos nada, siguen debajo de una planta. Esther tiene muy grabados sus últimos días en Argentina y el día del regreso a España: «Mi madre no quería morirse sin verme y mi tío no quería que me fuera porque decía que, si yo me iba, él se moría... Pero parece que Dios arregla las cosas a su manera porque pronto murió mi tío y yo me decidí a volver a España. ¡Ay el día que llegué! Mis hermanos habían ido a buscarme a Bilbao y, cuando llegamos al pueblo, mi madre se quedó como muda, no decía nada, sólo decía: «no sé si es verdad o no es verdad». Mi madre era muy cariñosa, servicial y generosa; si alguien llegaba pidiendo una limosna siempre salía con algo». -Usted asegura que está muy a gusto en la residencia pero la soledad es muy traicionera, ¿no? -Es que estoy acostumbrada a vivir sola, también tengo gente conocida porque después de llegar de Argentina viví por este barrio casi veinte años. El otro día estuve en casa de la madre del cura de Renueva que ya está rondando los cien años. Me gusta mucho estar sola para leer y para pensar... -¿Nunca pensó en meterse monja? -¿Monja? Cualquier cosa menos eso... Hemos sido católicos pero no muy practicantes. No acostumbraba a ir a misa; ¿sabe? es que estaba dolida por la guerra. Pero un día me fui a la parroquia de San Isidro con la intención de ir a misa y empezó a llover así que me volví a la residencia; como iban a empezar la misa allí, me metí. El cura me vio y en el sermón dijo algo así como que «hay algunas que no vienen nunca... pero a la larga acaban cayendo». Yo esperé al final y le dije: mire, yo no tengo nada en contra de los curas, ni de los frailes, ni de la Iglesia tampoco, pero estamos muy dolidos de cuando la guerra. Usted, como persona, si me manda ir a misa, no voy; pero si usted me necesita para cualquier cosa aquí estoy la primera. No veas cómo se quedó. -¿Qué le queda por hacer? ¿Qué le gustaría hacer si volviera a nacer? -Yo me conformo con la vida que he hecho, nunca pensé que pude ser otra cosa de lo que fui. Eso sí, la vida me parece corta, ya tengo casi 90 años y me parece que...