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Lucrecia Domínguez, una víctima del desierto

El problema de la inmigración, aparte de su dimensión macrosocial de carácter político y económico, es un problema humano, afecta a personas y produce víctimas que generalmente quedan en el anonimato

HÉCTOR MATA

Publicado por
P. CORDERO DEL CASTILLO | texto
León

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Como homenaje a todas las víctimas de la inmigración y como reconocimiento a tantas ilusiones frustradas, quiero sacar del anonimato a tres víctimas de la inmigración hispana a los Estados Unidos, que no son muy distintas a las víctimas de cualquier otra inmigración, incluida la de África o Hispanoamérica a España. Pocos días después de llegar a Los Ángeles con un proyecto de investigación sobre los hispanos, apareció en Los Ángeles Times del 7 de agosto del 2005, en primera página y a todo color, la siguiente noticia: «Daeth and Deliverance» (Muerte y liberación). Se refería a Lucrecia Domínguez, una mejicana de Zacatecas que, después de haber atravesado la frontera de Estados Unidos el 19 de junio del 2005, y de haber sido abandonada por los «coyotes» (mafias que trafican con inmigrantes), murió en medio del desierto de Arizona. Sus restos fueron encontrados por su padre un mes mas tarde, después de largas jornadas de búsqueda. Lucrecia era del Estado de Zacatecas, Méjico, y un buen día se confió a unos «coyotes, cargó con sus dos hijos, uno de 15 y otra de 7 años y marchó a reunirse con su marido que vivía «sin papeles» en algún sitio de Estados Unido. Todo comenzó como la mayoría de las inmigraciones ilegales, con el pago a las mafias de 3000 por persona adulta y de 2.500$ por niños o adolescentes. Toda una fortuna para una familia mejicana que necesita años de trabajo y ahorro para juntar ese dinero y poder ir a buscar una nueva vida al otro lado del Río Grande. Los coyotes se comprometen con los inmigrantes a pasarles la frontera y a dejarlos en algún punto de Estados Unidos antes acordado. Pero cuando la mala suerte con la policía de fronteras, el rigor del desierto o cualquier otro imprevisto aparece de por medio, como en el caso de Lucrecia, la norma es «sálvese quien pueda». Lucrecia no pudo con el sol del desierto y allí, en el lecho de un riachuelo sin agua, se deshidrató hasta la muerte. A su hija la llevaron los compañeros de la expedición ilegal, mientras su hijo permaneció al lado de su madre hasta que la dio por muerta. Luego el muchacho comenzó su propio éxodo a través del desierto: atravesó varios arroyos sin agua, zonas de matorral, llanuras sin más vegetación que algún cactus y más arroyos y llanuras. Siempre en dirección norte, por donde habían desaparecido los compañeros y los coyotes; pero el desierto le parece todo igual y sin fin. El muchacho, casi al límite de sus fuerzas, al final de una larga jornada divisa una granja, se acerca a ella y «reporta» su situación a los granjeros. Avisan a la policía y ésta a los padres de Lucrecia que esperaban en Zacatecas noticias de la aventura de su hija y de sus dos nietos. A partir de aquí comienza otra tragedia, la de Cesar Domínguez en busca de su hija. Cesar, hombre de fuerte constitución física y recia personalidad, se traslada a Estados Unidos y ayudado por un pariente residente en Los Ángeles y en ocasiones por personal de la Patrulla de Fronteras, comienza su recorrido por el desierto queriendo desandar los pasos de su nieto hasta el lugar en que dejó a su madre. Cuando su abuelo materno le pregunte por la localización donde dejo a su madre, el muchacho no va a recordar más que arroyos secos, matorrales y desierto y el haber visto unas zapatillas rotas y un suéter abandonado debajo de un árbol. La búsqueda se convierte en algo exasperante. Pasan los días y hasta las semanas; sienten la tentación de abandonar, si no fuese por los restos humanos que han encontrado, irreconocibles, destrozados por las fieras y putrefactos por el calor. Ante ellos la frase del Señor Domínguez siempre es la misma: «esta no es mi hija». Hasta que un día, después de andar un buen trecho por un arroyuelo seco, encuentran un cráneo y un poco más adelante restos de una mano que todavía conserva un dedo con tres anillos. Domínguez recuerda que su hija siempre llevaba anillos en sus manos, queda unos momentos en silencio y luego con voz entrecortada dice: «esta pede ser mi hija». Un poco más adelante encuentran un mechón de pelo negro y unas zapatillas. Pero Lucrecia es pelirroja y las zapatillas no son de su medida. «No creo que sea ella», dice el Sr. Domínguez, «pero sí una víctima más del desierto y de alguien más». A los pocos días una llamada anónima a una emisora hispana de radio dice que el cuerpo de Lucrecia todavía está en el lugar donde había sido abandonado y que está señalado con una bandera americana. Al día siguiente acudieron nuevamente al desierto el Sr. Domínguez, su pariente y dos sheriffs de la Patrulla de Fronteras. Llegaron al lugar indicado, tal vez por los mismos coyotes que la habían abandonado, y allí encontraron la bandera americana, los restos de Lucrecia y sus pertenencias: una cadena con una medalla de la Virgen de Guadalupe, un anillo con su nombre y la fecha de su boda y una dentadura postiza. Domínguez con los ojos llenos de lágrimas exclamó: «ésta si es mi hija; ésta si es mi hija». A los pocos días Domínguez volvió al desierto con su pariente, unos amigos y un sacerdote. Junto al lecho del arroyo donde Lucrecia había muerto rezaron una oración y colocaron una cruz con su nombre y esta fecha: 23 de noviembre de 1969 - 21 de junio de 2005. Lucrecia tenía 36 años cuando murió en el desierto de Arizona buscando hacer realidad el sueño de muchos mejicanos. El Sr. Domínguez durante el verano de 2005 fue invitado por muchas asociaciones hispanas de los Estados Unidos a contar su historia para denunciar la tragedia que sufren muchos mejicanos cada día. En todas sus intervenciones terminaba diciendo: «doy gracias a Dios porque encontré lo que estaba buscando. Ahora puedo llevar a mi hija a casa».

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