Otro emigrante que quería ver la cara oculta de la luna
Gerardo decidió con 19 años huir de su padre alcohólico y buscar una vida mejor en el Norte; lo consiguió tras jugarse la vida con las mafias de la inmigración, pero no tiene papeles ni de México ni de EE.UU: oficialmente no existe
Gerardo tenía 19 años cuando decidió dejar su familia y venir a los Estados Unidos. Era el hijo mayor de una familia formada por su padre, alcohólico, diabético, ciego y violento, su madre, una trabajadora incansable para sacar adelante la familia, sus tres hermanas, los abuelos maternos y una tía soltera. Todos viviendo en la misma casa, en un ranchito de Jalisco, México. Gerardo, cansado de las borracheras de su padre, de las discusiones familiares, de la pobreza de su familia y huyendo de la justicia por un asunto no muy claro de apropiación indebida de bienes ajenos, un día del 2001, después de pedir la bendición a su madre y de despedirse de toda la familia, menos de su padre que estaba totalmente borracho, se fue a Sonora en busca de unos coyotes que le ayudasen a pasar la frontera. En aquel entonces la cantidad que exigieron a Gerardo los coyotes fue de 1.500 $, que les tenía que pagar un pariente suyo residente en los Estados Unidos. En Sonora pronto encontró una remesa de inmigrantes ilegales que salía hacia la frontera con el desierto de Mohave. La noche siguiente se unió al grupo con el compromiso de pagar a los coyotes a su llegada a Estados Unidos. Las jornadas por el desierto fueron agotadoras; pero Gerardo era joven y pudo soportar las largas marchas nocturnas, los rigores del sol de medio día y la sed que algunas veces tuvo que paliar bebiendo agua de algún charco repleto de insectos. Después de tres noches y tres días de interminables marchas por el desierto llegaron a Foenix, Arizona, donde Gerardo o su pariente tenían que entregar los 1.500 $ a los coyotes. Pero el pariente no apareció y las cosas se fueron complicando. Le encerraron en un cuarto de no sabe qué lugar hasta que por teléfono localizaron a su pariente y acordaron una cita en un párking de un gran supermercado. Allí acudieron tres coyotes con Gerardo, por una parte, y el pariente, por otra, acompañado de una «pandilla». A Gerardo le dejaron encerrado en la camioneta de los coyotes con uno de estos, mientras que los otros dos acudieron a recoger el dinero. El pariente de Gerardo y sus pandilleros, cuando identificaron a los coyotes y estos se encontraban a corta distancia, dispararon a «quema ropa», dejando a uno de los coyotes muerto en el acto y huyeron en sus carros a toda velocidad. El coyote de la camioneta recogió a su compañero y huyó también a velocidad con Gerardo. Lo condujo nuevamente al local de algún lugar desconocido; allí se reunieron mas compañeros de los coyotes , lo interrogaron para averiguar los nombres de los pandilleros y los lugares donde poder localizarlos; pero Gerardo lo ignoraba y no pudo dar ninguna información. Le propinaron puñetazos, patadas, golpes de bate; pero todo fue inútil; no les pudo dar la información que querían, pues realmente no la tenía. Le mandaron tirarse al suelo boca a bajo, le propinaron más golpes y patadas; oyó el ruido de las pistolas y sintió el primer disparo al mismo tiempo que perdió el conocimiento. No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente hasta que una persona mayor lo despertó en medio de un charco de sangre, le ayudó a curar una herida profunda que tenía en el cuello y le mandó que fuese a un lugar público para que la policía o los de Inmigration le atendieran y le devolvieran a México. Pero ni la policía ni la «migra» acudieron en esta ocasión. Gerardo, mal herido, sin dinero y hambriento, se vio obligado a pedir limosna para comprar un bocadillo y para llamar por teléfono a un tío que vivía en Northdakota. Su tío lo auxilió, le mandó ir a un hotel donde le hizo un ingreso de 100 $. Allí descansó todo un día, comió y se repuso de la trágica experiencia y de sus heridas. Días después comenzó a buscar trabajo con tan buena suerte que encontró su primer empleo y un shelter (asilo) donde dormir. Poco a poco se recuperó y comenzó una nueva vida en busca del sueño americano. Pero le han quedado las profundas cicatrices que le dejaron los coyotes por todo su cuerpo y los jirones en el alma que le produjeron las borracheras de su padre, la angustiosa situación de su familia y las injusticias de la sociedad mejicana con gran parte de la población que vive en los ranchitos. Este hecho es histórico, pero Gerardo no tiene papeles de México, pues se los robaron los coyotes, ni de Estados Unidos, pues es ilegal. Estadísticamente Gerardo no existe; legalmente no es nadie. Pero realmente es un joven de 25 años que trata de sobrevivir a su experiencia y que busca el rostro amable de la vida y la otra cara de la luna, de quien le habló un poeta de su rancho, allá en México; porque toda inmigración tiene una cara oculta, como la luna.