Crónica de una visitante
Calor, humedad, sudor, ruido, valor y esfuerzo. Los mineros pasan casi ocho horas arrancando carbón en las minas que horadan las montañas de Laciana. Si brilla, es bueno. Así es el mineral que da de comer a las familias que viven en la comarca.
La aventura comenzó a las ocho de la mañana. Había estado nevando varios días y, desde el coche, disfrutábamos del paisaje que regalaba la montaña de Babia y Laciana. Llegamos a Villablino con bastante antelación. La cita con los responsables de la mina Feixolín era a las 10.00 en las oficinas de la empresa. Entramos en un bar a tomar un café, Rafa Blanco, el subdirector, Norberto Cabezas, el fotógrafo, María Jesús Muñiz y yo, que teníamos que describir cómo era una mina del siglo XXI por dentro. La cosa es que estábamos a pocos metros de la boca de una mina movidos por esa curiosidad loca de conocer de primera mano el tajo que da sustento a los habitantes de un valle que, generación tras generación, han entrado cada día en las entrañas de estos criaderos de minerales que horadan la montaña, para arrancar, a golpe de pico, la supervivencia de toda una comarca. Nada más llegar a la mina nos llevaron a unas dependencias donde nos dieron el uniforme de faena de los mineros. Ropa interior azul celeste (calzoncillos y camiseta), mono azul marino, cinturón, calcetines gruesos de lana marrones, botas de goma, guantes y un casco blanco. Nos atendió una mujer joven. «Quitaos los anillos, relojes, todo lo que esté a la vista porque se os puede romper» En esta mina no trabajan las mujeres en los talleres de extracción. «¿Has bajado alguna vez a la mina?»- le pregunté- «alguna vez, de visita, como vosotros» me contestó. Comprendí inmediatamente que por muy dura que físicamente resultara, como resultó, nuestra experiencia nunca llegaríamos a describir con realismo las dificultades de un trabajo sólo soportado, sin duda, por los más fuertes, tanto física como psicológicamente. Accedimos en furgoneta a otras dependencias donde nos colocaron una linterna en el casco, una batería en el cinturón y registraron nuestros nombres en un libro. Entramos en la mina acompañados por el ingeniero Alfonso Blanco y el responsable de prensa de la empresa, Juanjo Valverde. Feixolín es un macizo de montaña que se acomete de frente, en horizontal. Blanco nos explicó en todo momento lo que veíamos. «Esta mina está iluminada con corriente eléctrica», nos decía mientras caminábamos por un túnel sombrío y húmedo pisando charcos. Montamos en un tren que nos trasladó kilómetro y medio montaña adentro. «No asoméis la cabeza», nos advirtió. «Puede venir otro tren en dirección contraria y hay poco espacio». Estos vagones se utilizan para ahorrar tiempo en el traslado de los mineros. El tren paró, nos apeamos y seguimos a pie. Algunas galerías tienen una altura de metro y medio. «Estos son los generadores», nos enseñó y ofreció datos. Estos aparatos transforman la corriente a 500 watios. Si nos preocupaba el aire a respirar resulta que utilizan un sistema de ventilación de chimeneas que establecen un circuito de corrientes con las entradas de la bocamina que evitan que el aire se estanque. Los responsables de la empresa explican que gracias a este sistema y los picos hidráulicos el número de trabajadores enfermos de silicosis ha descendido drásticamente. Al tajo Llegamos a una galería donde unos mineros quitaban con palas el agua acumulada en el suelo. «Esta noche ha habido una pequeña inundación», comentó el ingeniero, que se asoma por un agujero en la pared que no llega al metro de diámetro y habla con unos mineros que trabajan en el interior. «Este es el taller, aquí se extrae el carbón» y se cuela dentro. Hasta este momento habíamos estado tomando notas de la información que nos ofrecía, pese a que el cuaderno, como nuestras caras, empezaba a ennegrecerse. A partir de aquí, toda nuestra sangre y nuestro esfuerzo se centró en terminar la visita sin necesidad de pedir ayuda -como, según nos comentaron, había ocurrido otras veces, al tener que sacar con cuerdas a los visitantes-. Entramos en el taller. Lo que allí vimos fue a un grupo de picadores, «pegados como arañas a la pared», como muy gráficamente lo describía la mujer de un minero en la sección Cartas al Director de este periódico-, ruido, mucho ruido de picos taladrando la montaña, humedad -dentro de la mina está cercana al 100%- , calor - la temperatura media ronda los 18 grados-, una pequeña nebulosa casi imperceptible (que dificultaba las fotografías y se pegaba en la garganta), fuerza, resistencia y valor. Algunos de estos hombres son muy jóvenes ¿Cuántos años tienes?, pregunté a un rostro irreconocible empapado en sudor y tiznado de negro. «19»-contestó- ¿Por qué trabajas en la mina? «este es un valle minero, es lo que conocemos, nuestras familias siempre han trabajado en la mina» . Algunos mineros se protegen con mascarillas mientras arrastran sus cuerpos por las grietas que abren con un pico eléctrico sujeto con una mano--pesa más de tres kilos- y dejan caer el carbón al tiempo que entiban el techo con mampostas hidráulicas colocadas a presión. Así casi ocho horas cada día. Un carbón brillante desciende sobre una cinta transportadora o panzer que arrastra el mineral hasta las tolvas de descarga que recorren la mina paralelas a las vías de los trenes hasta los vagones. «No tengáis miedo», nos tranquilizó el ingeniero, «el sistema de entibación de mampostas de hierro hidráulico es muy seguro, no es como antes que eran de madera y si había un derrabe se venía abajo». El ingeniero advirte al fotógrafo de que le avise cuando quiera disparar la cámara. Blanco lleva siempre en su mano dos aparatos, uno para medir la calidad del aire y otro para detectar un posible escape de grisú. La simple iluminación del flash de la cámara podría desencadenar una explosión si hubiese una mínima fuga de este gas. El taller está muy inclinado, lleno de pilares que soportan, cada uno, diez toneladas de peso. Nos costó trabajo sujetarnos. La pendiente de descenso por las rampas de comunicación entre las galerías tiene una inclinación del 30%. En algunos tramos casi bajábamos de culo. El barro que hay en el suelo hunde nuestros pies hasta la pantorrilla dificultando el desplazamiento, casi a oscuras, por una galería apenas visible, con las paredes llenas de cables, maderas y hierros. Tras descender unos 250 metros, llegamos a la zona donde trabajan los barreneros. La mina parece acabarse. Una sólida pared de roca nos cerrierra el paso. Hay dos mineros que abren huecos con la barrena para colocar los explosivos. El ruido se hace insoportable. El minero sujeta la barrena de acero con una mano mientras lo introduce en la roca que parece resistirse. Vibra, todo vibra. En el siguiente paso, el de los explosivos, ya no estábamos presentes. La explosión abrirá una veta en la montaña por donde seguirán trabajando los mineros para extraer la sustancia inorgánica. Tras el descenso toca subida. Esta fue la peor parte. Por el camino, un minero nos ofrece agua (bendita en ese momento) y otros nos animan a seguir la escalada. Por fin vimos de nuevo el tren que, después de casi tres horas de visita, nos devolvió al exterior. El aire frío de la montaña atemperó nuestros cuerpos empapados de sudor, casi irreconocibles, negros. Una reconfortante ducha caliente, una comida en Piedrafita de Babia y camino de vuelta. Cierto desasosiego bulle en nuestro estado de ánimo.