Cuando el futuro es una cuenta atrás
En las cuencas del carbón preocupa una reconversión que estrangula cada vez más el sector. Dentro de la mina se vive sólo el momento.
Si brilla, es carbón. Negro, como todo lo que le rodea, pero brillante. El resto, piedra negra. Escoria, desechos, nada. El taller sigue la estela del mineral que brilla, montaña adentro, cuesta abajo, sosteniendo la masa pétrea que arropa la roca buscada. El terreno aprieta las entibaciones en pelea permanente contra quienes arañan las vetas para dejar, tras de sí, que la montaña recupere en un derrumbe controlado el espacio que le ha sido secuestrado. Es así desde hace cien años. Podría seguir siendo un siglo más. Pero la batalla que no ganó la tierra está a punto de vencerla la economía global. El carbón autóctono tiene sus días contados, aunque nadie se atreve a decir en voz alta y con claridad cuántos. Mientras, los mineros que sobreviven a la sangría laboral de los planes de reconversión se afanan en escarbar lo que les permiten. Producción controlada y en declive. Más allá de los despachos y las negociaciones, cada día hay que entrar en el pozo. Fuera preocupa el futuro. Dentro, sólo el momento. Y eso, en las cuencas que pueden seguir presumiendo de carbón. La que ha sido la gran riqueza leonesa durante todo un siglo, repartida por las siete cuencas en las que divide la provincia la Dirección General de Minas: El Bierzo, Laciana, San Emiliano y Canseco, La Magdalena, Ciñera y Matallana, Sabero y el manchón de Valderrueda. Hulleras las de Laciana, Ciñera y Matallana,, Sabero, Valderrueda, La Magdalena, San Emiliano y Canseco; antraciteras Fabero-Sil, Bierzo, parte de Valderrueda y algunas capas de Villablino. El manchón carbonífero de Laciana tiene treinta kilómetros de largo y entre dos y cinco de ancho, en forma de una gran elipse alargada que se adentra en Asturias por Cerredo y Degaña. Cortada por los valles que forman los afluentes del río Sil, transformó en las primeras décadas del siglo XX las vidas de los escasos pobladores de Quintanilla, Piedrafita, Villar de Santiago, Villaseca, Robles, Lumajo, Sosas, San Miguel, Villager, Orallo, Caboalles de Abajo y de Arriba. Y las de los miles de inmigrantes que llegaron al olor de los salarios mineros para engordar la población de estas zonas, hasta entonces fundamentalmente ganaderas y aisladas por una orografía imposible. Gentes que han ido arañando una de las cuencas de mayor riqueza carbonífera, y que hoy buscan con desesperación alternativas a lo que los técnicos denominan el «monocultivo económico del carbón». Se vivía de la mina y había para todos. Hoy la riqueza de la cuenca se estrecha y las salidas se ven estranguladas. Pero aun con el horizonte borroso, la minería sigue protagonizando la vida en la cuenca. Al pozo puede llegar uno señorito o andrajoso, de domingo o en chándal. Pero antes de entrar la mina hace a todos iguales. Calzón, camiseta y calcetines relavados; mono, botas y guantes. Igual el ingeniero que el ayudante o la visita. Te tallan, te equipan y te dan cinturón y un casco del fondo de armario común. Y de ahí, a la lampistería. Un hombre, una lámpara. Faltan 80 lámparas en el primer turno, que entra a las 7.45 horas; 40 en el segundo y 30 en el tercero. En el cambio de turno se cuentan los equipos con sus pilas: si no falta ninguna, todos los hombres han salido. Es el sistema más sencillo, pero el más eficaz, de no dejar a nadie perdido en las galerías y talleres. En el paraje del Feixolín, sobre el pueblo de Orallo y coronado por una espectacular corta a cielo abierto, la nieve se resiste a desaparecer y de buena mañana azota con una brisa helada. Más allá de la bocamina y las corrientes de las primeras galerías da igual que sea invierno o verano, que llueva o haga sol, que sea de noche o de día. En el vientre de la montaña hace calor y hay humedad. Entre más escarbas, más calor. Un ambiente tan denso que apenas uno de los mineros aguanta la mascarilla en el trajín del taller. Desde hace cuatro décadas los sistemas de inyección de agua al picar el carbón convierten el polvo en barro, alivian los pulmones y han alejado el fantasma de la silicosis. Pero se traga mierda. Cuando sales estás un buen rato sonándote el negro recuerdo de la visita. Y cuando llevas un tiempo bajando por galerías y talleres, algo viscoso acaba pegándose a la garganta. Son minas modernas, pero el carbón es el carbón. Se pega especialmente alrededor de los ojos, una zona más grasa donde cuesta más librarse de él. Eso te regalan los pozos cuyos nombres son tan parte de la historia de la provincia como de la geografía de Laciana. Desde aquellos que llevan ya cien años de mineros picando sus vetas hasta las modernas explotaciones. Grupo Calderón, Carrasconte, Orallo, Lumajo, María, Paulina,... Porque la mina tiene nombre de patria chica o de mujer. Madres, hermanas, esposas, hijas. Amalia, Petra, Ignacia, Fernandita, Felicita, Luisa, Pilar, Elena, Elisa, Mariana,... En ellas se adentra el minero con el deseo tanto de sacar provecho a la faena como de salir con bien de la aventura. En las explotaciones la actividad se mantiene 24 horas al día. En el sector del Feixolín los relevos se producen cada siete horas y diez minutos, contados desde que se entra por la bocamina hasta que se sale. Llegar al tajo lleva un cuarto de hora, salir de él otro tanto; y en medio del turno, veinte minutos para dar cuenta del bocadillo y volar por un momento fuera del pozo, para charlar de las cosas de la vida. Fuera del recreo reparador de fuerzas, la conversación en la mina se ciñe a las palabras justas para hacer el trabajo. «Bastante tienen los mineros con estar pendientes de lo que hacen, proteger bien la zona de trabajo y avanzar lo que corresponde. Aquí no hay tiempo para la charla». Los trabajadores del Feixolín arañan cada día a la montaña unos quince metros en las seis galerías con las que preparan la explotación. Cada tajo, el hueco donde se pica el carbón, lleva una galería de acompañamiento por arriba y otra por abajo. Túneles que avanzan cada jornada para ir preparando el camino. Un barrenista avanza en su turno entre uno y dos metros, «dependiendo de la valía del trabajador y de las características del terreno», apunta el ingeniero jefe de MSP, Alfonso Blanco. Los picadores, los que se las ven cara a cara con el carbón, arrancan en una de sus jornadas entre cinco y nueve metros. En la mina sí tiene sentido aquello del que más chifla. Picadores, barrenistas y entibadores suelen ser destajistas, una parte de su salario depende del mayor o menor avance que realicen. Es un sistema que se recoge en el Estatuto del Minero, y que se contempla también en otros sectores, como la construcción. Así se han ido arrancando toneladas y toneladas de carbón de la cuenca de Laciana. Aquella que ya en 1923 decía la Dirección General de Minas que tenía más de doce capas explotables. Quienes las han trabajado siempre calcularon más. Cuando en 1918 se constituyó la Minero Siderúrgica de Ponferrada (ese nombre que ha mantenido unida al carbón a lo largo del siglo la esencia del sueño de la pequeña Vizcaya que entonó Lazúrtegui), ya los ingenieros hablaban de más de 18 capas que superaban el medio metro de potencia. Hoy se consideran explotables muchas más, de entre 0,5 y 2,5 metros de altura. Ahora se sabe a ciencia cierta que no todo este carbón saldrá de la mina, pero se lucha a brazo partido para que quede dentro lo menos posible. Por eso el día a día de la cuenca sigue siendo la mina. Por eso la atención se centra en la explotación, y no se oyen más sonidos que los de las máquinas que marcan la actividad que se desarrolla en cada recodo. Primero la vagoneta destartalada con un traqueteo atroz y el golpear rítmico de las piedras sueltas en el suelo del trenecillo. En el taller, el racatacatá del martillo de los picadores arrancando el carbón, los golpes de la entibación y el caer de las rocas del techo cuando se hunde el taller ya escarbado y que se abandona. En las galerías, el estruendo del martillo de barrenar, las explosiones y el ruido de la pala cargadora de escombros. En el resto de la mina la música de fondo la componen las cintas transportadoras y los panzers. «¿Y la montaña? ¿Tiene algún sonido especial la montaña? ¿Avisa cuando se va a mover?» Sí que se oye. Se dice que la mina «aprieta». Alfonso Blanco explica que se produce un sonido característico en los estemples hidráulicos (las rotundas estructuras de hierro que sujetan el techo de los talleres). «Tienen un sistema interno que descarga una válvula que absorbe la presión del techo. Cuando el techo aprieta más de la cuenta, baja milimétricamente el estemple para readaptarse a las nuevas presiones. Entonces se oye un sonido característico, un click, click, click,...» Antes los estemples eran de madera, y cuando el terreno apretaba más de la cuenta se rompía el poste. El peligro de hundimiento en el taller estaba entonces al acecho. ¿Y qué hacer cuando se produce un derrumbe? ¿Cómo sucede? «¡Hay que ver cómo os gusta a los periodistas el morbo! A los mineros no nos gusta hablar de esto. Hace años que no se produce un hundimiento, el sistema de entibación de un taller lo proyectamos tres veces por encima de lo que pide el terreno, es muy difícil que con una seguridad tres veces mayor de la necesaria se produzca un hundimiento. Pero en la mina nunca se puede decir que algo es imposible...», explica el ingeniero tocando madera. Se puede decir que la mina aprieta, y si la dejas también ahoga. Los gases son el otro enemigo histórico del minero. Durante décadas intentaron burlarlos con la sensibilidad pulmonar de los canarios o escrutando el color de la llama de las lámparas antiguas. Si se volvía azul pálido o se apagaba, tocaba salir corriendo. Hoy el control se hace con los grisuómetros, unos pequeños aparatos que miden la presencia o concentración de gases en cada zona de trabajo. La montaña responde a veces al escudriñar de los martillos y barrenas abriendo bolsas de gases peligrosos, soltando metano o grisú, el más famoso de los gases mineros, el explosivo. En el Feixolín no hay grisú, pero los controles de seguridad se hacen igualmente. Hoy los gases más peligrosos que aparecen en esta explotación son los procedentes de los explosivos que se utilizan para abrir las galerías. El venenoso monóxido de carbono, anhídrido carbónico, gases sulfídricos y nitrosos, que son irritantes,... Los procedentes de las voladuras se evacuan a través de los sistemas de ventilación antes de que entre un nuevo turno, y se controlan permanentemente. Los detectores los miden en cada puesto de trabajo antes de la entrada de cara relevo. Controles de seguridad y nuevas tecnologías mineras, también en la forma de explotar las vetas. Las que se dejan. En la MSP la mecanización llegó en la década de los treinta, con la primera generación de máquinas como martillos neumáticos o martillos perforadores para el arranque. Hoy ya no hay posteo de madera y el pico y la pala pasaron a la historia hace décadas, pero las máquinas siguen exigiendo una raza especial de hombres para manejarlas. Los martillos, las máquinas de barrenar, los estemples,... Piezas que pesan cinco o seis kilos, que hay que manejar a veces con una mano. Brazos de hierro en posturas imposibles para ir recortando la silueta de la veta de carbón en el taller, o dibujando el molde de la galería. Pero no todo es cuestión de fuerza física. No todos los mineros valen para ser picadores o barrenistas. «Es un trabajo en el que hay que ser muy profesional, y, como en otros sectores, no todo el mundo lo es. Hay que tener mucha experiencia, ver la mina, conocerla, saber cómo se va a comportar. Entender los síntomas que manifiesta para prever qué vas a hacer». Hay que tener fuerza, sí, pero tanto o más importa la pericia. En la forma de picar, de postear, de protegerse,... Por eso en la mina todo el mundo entra de ayudante. Para lo que manden. A partir de ahí, puedes llegar a ser picador, barrenista o entibador. Fuera del colectivo destajista, están los camineros, tuberos y maquinistas. Con el tiempo y la valía, se puede llegar a vigilante, la categoría de mando superior entre los obreros. Luego ya están los ingenieros. Pudiera parecer que los muchachos que entran aspiran a manejar el martillo, el picador ha sido tradicionalmente, al menos de puertas a fuera del pozo, el exponente del orgullo minero. Pero no siempre es así. De hecho, hay hombres que no han soportado la mina. A algunos la oscuridad y la sombra les oprimen hasta no dejarles respirar. Otros han recibido algún «aviso» en forma de incidente, que ni siquiera accidente, y han decidido tomar buena nota y no tentar la suerte. Muchos simplemente tienen miedo. Y no es para menos. Pasando por galerías y talleres, resbalando en las piedras intentando sujetarse a cualquier saliente que esté a mano, trepando fatigosamente por las rampas, boqueando como un pez sin agua en los escondrijos de donde parece haber huido el oxígeno, al visitante no le cuesta entender que esta gente no consienta que le anden con bromas con las cosas de comer. Y eso que el extraño sabe que está de paseo, que su misión es entrar y observar, y preocuparse luego sólo de salir. Por eso hay movilizaciones laborales en general, y protestas mineras que tienen mucho de particular. Por eso cuando los mineros salen a la calle las cosas se ponen serias. Por eso la lucha sindical tiene escritas aquí muchas de sus páginas. Porque la vida en la mina no es fácil. En la mina hay hombres, y como en todo lugar donde hay hombres, hay ratas. Entran husmeando por los boquetes abiertos en la tierra, y recorren túneles sorteando charcos y cadenas transportadoras en busca de los restos de las meriendas. Si hay suerte y algún despistado a dejado el condumio a mano, incluso de la merienda entera. En la disputa por el avituallamiento, los mineros dejan sus viandas colgadas de las traviesas y postes, lejos en principio de los dientes roedores. Los movimientos de cabeza alumbran con la lámpara encajada en el casco ahora el lugar donde el martillo desgrana los bloques de carbón, ahora el punto donde un estemple se fija para sujetar el techo del taller. En el ir y venir, aparecen entre destellos bolsas blancas de supermercado en las que se adivinan los papeles de plata y no pocas naranjas. A qué sabrán los manjares del tiempo de descanso aderezados con el tizne indeleble del carbón. Poca vida más hay en el fondo de la mina. Aunque, como bromas de la naturaleza, entre tanta oscuridad y negrura surgen aquí y allá nubes blanquísimas y esponjosas de las rendijas de la madera. Una especie de hongos que encuentran en este microclima húmedo y asfixiante su punto de desarrollo ideal. Curiosos guiños en la nada que rodea el tenue haz de luz de las luciérnagas que indican por aquellos corredores que llevan debajo una cabeza y un cuerpo. Aunque de vida, de la que hubo hace millones de años, saben mucho las minas. Entre las capas de carbón y otros minerales que fueron formando hace millones de años las montañas quedaron atrapados animales y plantas que, aquí y allá, sorprenden a los mineros ofreciendo su relieve sobre los trozos de roca que se van desprendiendo con el quehacer de martillos y barrenas. Hojas de helechos, caparazones de bichos y siluetas en fósiles que recuerdan que, aunque parezca mentira, ellos estuvieron allí mucho antes. También de supervivencia sabe mucho la MSP. Sabe de sobrevivir a las adversidades orográficas que retrasaron la explotación de la cuenca de Laciana respecto al resto de provincia, sabe de cómo concentrar esfuerzos en la construcción de un ferrocarril en los primeros años del siglo XX, porque sin transporte hasta Ponferrada no había negocio. Sabe de cómo explotar y rentabilizar las minas de hierro del Coto Wagner aunque aquel proyecto de la pequeña Vizcaya en El Bierzo que lleva desde entonces grabado en el nombre, la minero y la siderúrgica, se quedara para siempre en nada. Sabe de cómo crecer tras las guerras y aprovechar las necesidades de la autarquía; pero no le son desconocidas las dificultades y las crisis, los tiempos de vacas flacas y las reconversiones. Sobrevivió incluso a la quiebra y a las adquisiciones más o menos acertadas, a las deudas y a las subvenciones, al plan de reconversión. Llegó a superar los 5.000 trabajadores en nómina, de los que quedan hoy poco más de un millar; y supo atraer a más de 8.000 inmigrantes a Laciana sólo en la primera mitad del siglo XX. Lució ufana la distinción de empresa ejemplar que Franco le concedió en 1959, y se adelantó suministrando carbón a las térmicas para la producción de energía eléctrica cuando el desembarco de carbones extranjeros más baratos se alió con la sustitución energética que llevó a muchas empresas a olvidar el carbón para apuntarse al entonces novedoso petróleo. Sigue adelante hoy, integrada en el mayor grupo minero privado del país, sorteando los tijeretazos del Plan del Carbón y Reconversión de las Comarcas Mineras. Mientras, dentro del tajo sigue transcurriendo la vida del minero. Desde que entra de rapaz hasta sale con una lustrosa jubilación y algunos achaques, nada comparado con lo que fue esta profesión hace tiempo. Entonces las desgracias eran más frecuentes, para los que llegaba un día en que ya no salían de la mina, y para los que daban por terminada una vida laboral de la que heredaban unos pulmones que añoraban por siempre el oxígeno que ya no podía llegarles. Prácticamente desde la niñez hasta que el cuerpo aguantaba, más allá de los cincuenta y tantos años. Hoy el minero no lo tiene tan crudo, pero desde luego no es una vida fácil. Dicen que nadie quiere la mina para sus hijos, pero las opciones en las cuencas no son tantas, y el dinero llama mucho. Luego, dejar la mina a los 42 años. El famoso criterio de la «edad equivalente». Tantos años de penosidad, tanto antes te retiras. Eso hasta que las arcas públicas y los protocolos de Kioto lo permitan. Hoy no se habla de derrabes ni de toses agónicas. En las cuencas se habla del fin anunciado. Se cruza día a día el umbral de la bocamina pensando cuántas prejubilaciones más entrarán a presión en los acuerdos negociados en los despachos de Madrid, cuántos futuros podrán asentarse aún sobre el salario del minero, cuánto carbón, de ese que brilla, podrán arrancar aún a la montaña antes de que los criterios de rentabilidad sentencien el hasta aquí hemos llegado. Cuánto carbón se salvará de las centrales térmicas cuando las cuencas ya no sean mineras. ¿Y qué serán entonces?