León: ya no se puede vivir sin conexión
|||| Diana va a cumplir 11 años y tiene en su habitación un ordenador, una videoconsola Nintendo DS, un MP3 que le trajeron los últimos Reyes y un móvil que utiliza cuando va a casa de su padre. Pero no le llega. Ahora ha pedido a su madre que le ponga un teléfono en la habitación y que le deje chatear por las tardes con sus compañeros de clase con la contundente justificación de que «Carmen y Rafa chatean». Lógicamente su madre ha puesto el freno y le ha dicho que no, y de paso tampoco le deja jugar con la consola mientras ve la tele o hacer los deberes a la vez que sigue las aventuras de Los Simpson en Fox. Andrés tiene quince años recién cumplidos. Su ordenador portátil ya «está viejo» (tiene dos años), va por el tercer MP 3 (se le rompen, se le pierden, se los roban...) y el segundo móvil. El año pasado estuvo unos meses sin teléfono porque le había ido fatal en el colegio, pero en septiembre, con los aprobados llegó un móvil extraplano y lleno de aplicaciones. Andrés siempre lleva el auricular del MP3 colgando a un lado del cuello de la chaqueta; chatea un rato todas las tardes aunque oficialmente «está estudiando», y la televisión vive encendida. Asegura que la tecnología la usa con «moderación» y a su familia le da la risa..., no está más enganchado porque no le dejan. Las llamadas al móvil están limitadas por el presupuesto; y las horas frente al ordenador, por las notas. Diana y Andrés están sumergiéndose en el mundo de la tecnología personal y se sienten totalmente encantados. Es un amor incipiente en el que todavía no ha habido espacio para el desengaño. Como niños que son tienen clarísimo que nunca se hartarán de lo que tienen y cuando charlando se les explica que a veces es mejor estar tumbado en el sofá leyendo un libro, miran a su interlocutor con la misma cara que éste pone al oír hablar de las maravillas de los piercings . Diana y Andrés son impacientes y quieren conseguir todo en el momento; su frase más repetida al cabo del día es -además de «no quiero»- «me aburro». Elena tiene 17 años y está terminando el bachillerato. Es buena estudiante y usa Internet sobre todo para conseguir cosas de clase -incluso el resumen pormenorizado de El Quijote , libro que no leyó- y chatear con las amigas. Tiene un noviete con el que se manda mensajes de móvil a todas horas y Papá Noel le ha traído un iPod rojo, de los que patrocina el cantante de U2 Bono, que destina parte del dinero a la lucha contra el sida en Sudáfrica. Elena ya no ve la televisión -«es malísima y me aburre»- y prefiere escuchar música tirada en la cama mientras lee a Saramago. No concibe su vida sin tecnología y si alguien le pregunta si tiene correo electrónico le mira con cara de sorpresa: «¿Hay alguien joven que no lo tenga?», exclama. Elena ya empieza a discriminar opciones. La televisión no le interesa e Internet es sobre todo fuente de conocimiento y de charla entre amigos (sobre todo porque es divertido y barato), y sólo se deja llevar completamente por la música. «Cuando era pequeña -cuenta- iba a los cíber y siempre estaba deseando poder conectarme. Ahora no, me gusta pero sólo para charlar con mis amigas y mis primos, que viven en Cataluña». La escalada de edad nos lleva a Eduardo, que estudia primero de carrera y le dedica al ordenador todas las horas que puede. Lo hace para chatear con sus amigos («es mucho más barato que llamar») y aunque tiene móvil, sólo lo usa para dar y recibir recados. El resto del tiempo que está conectado es para jugar. No quiere decir cuántas horas le dedica y responde: «Todas las que puedo». Severino y Iago cierran este círculo de la tecnología personal y ahora, con el final de su carrera en el horizonte, tienen claro qué les gusta y qué no. El número uno lo ocupan los juegos. A la pregunta de las horas que les pueden dedicar, se ríen. Pura elocuencia. Y si uno quiere saber cómo ven esta afición en su casa, Severino se explica: «Tengo un argumento que les convence, y es ''tú fumas, yo juego, ¿qué es peor?'' y me dejan tranquilo». Sí reconocen que durante su adolescencia tenían más problemas con la familia, porque querían controlar todo lo que consumían : «Cuánto más atrás vayas en el tiempo, más fácil es encontrar a gente que tenía problemas. Ahora está más normalizado». También salen airosos de la pregunta trampa: «¿Qué os parece que un niño de 12 años tenga móvil?». El «estupendo» es unísono: «A los 12 años uno se pasa el día en calle, con los amigos en la plaza, o en partidos o entrenando, y está bien para estar localizado», dice Eduardo. Lo que tienen claro todos es que la tecnología es un derecho al que no piensan renunciar, y que simplemente adaptan a sus necesidades.