Recuerdos de familia
La familia argentina de unos inmigrantes de León regresa a la tierra de sus abuelos para rendir homenaje a un hijo de esta provincia que, por necesidades de la vida, partió un otoño de 1925 para «hacer las Américas».
Cuando el Webe r zarpó del puerto de Vigo una tarde de otoño de 1925, tenían por delante cerca de 30 días de travesía. No era un viaje más, al menos para Mónica y Felipe, dos de los embarcados. Era -aunque lo ignoraban- la partida definitiva de España. Años antes, en otras dos ocasiones, la familia completa había cruzado el Atlántico buscando «hacer las Américas». En ambos casos el desarraigo resultó insoportable y las añoranzas marcaron el regreso a la amada tierra leonesa. Eran tiempos de cambios políticos, sociales y familiares; tiempos de escasez y conflictos. Tiempos agitados. Entonces... obra bisagra en la historia: Mónica (de apariencia frágil y temple de acero, siempre vestida de negro, lo que resaltaba sus bellísimos ojos azul-acero), junto a Felipe, el menor de sus hijos, se aventuró en un nuevo cruce oceánico. No tendrían más ocasión de regreso. En España, Mónica dejaba a otro hijo, Justo (casado y afincado en Madrid) y, en León, los restos del patriarca: Felipe Ontanilla-Fernández, un zapatero remendón, natural de Valduvieco, de simpatía y locuacidad impar. En Argentina la aguardaban otros tres hijos que habían partido previamente: Florentina, Lucila y Emiliano. Cuando embarcaron en el Weber , Mónica Fernández Rodríguez (nacida en San Bartolomé de Rueda) y su hijo de casi 18 años, Felipe Ontanilla-Fernández (natural de León capital) ignoraban que no habría retorno. León estaba quedando atrás para siempre, algo que comprendieron -no sin dolor- mucho tiempo después. ¡Qué inmigrantes los de aquellos tiempos! ¡Qué temple! ¡Cuántas necesidades! ¡Cuánta esperanza! ¡Cuántas ilusiones! ¡Cuánto valor! Desde alta mar no había posibilidades de enviar un mail a la familia comentando cómo era la vida a bordo, tampoco era posible apelar al teléfono inalámbrico y escuchar, con apenas un leve eco, a los seres amados. Las comunicaciones eran lentas y farragosas. Las cartas llegaban -con suerte- cada dos o tres meses. Las voces de los seres queridos pasaban a engrosar recuerdos y se desvanecían lentamente. Cuando el Weber zarpó quedaban atrás tierra y afectos. Por delante había cuarenta largos días de travesía en tercera clase y luego... la inmensidad de la pampa argentina. En la vastedad del mar, en el medio de la nada, sus miradas acostumbradas a la geografía de León (familiar, siempre tangible, como hecha a la medida del hombre) se convulsionaron. Tras la llegada al puerto de Buenos Aires los aguardaba otra odisea: recorrer la planicie más absoluta durante casi 400 kilómetros, hasta Centeno, en la provincia de Santa Fe, un pequeño pueblo de agricultores donde se habían afincado los hijos mayores. Es posible imaginarlos, como en imágenes propias de un viejo largometraje. Eran tan sólo una viuda, su hijo y un par de baúles atravesando en un humeante tren la solitaria y despojada llanura argentina. Luego seguiría la irreductible realidad: en España había estallado la guerra, los familiares que habían quedado allí morían resistiendo en el bando republicano... sólo sobrevivirían tres huérfanos, separados, con destino de orfanato. Todo lo conocido, todo lo familiar, todo lo querido había quedado sepultado. ¿Qué hacer? Las distancias parecieron agigantarse: tan sólo les quedaba la posibilidad de aferrarse a la otra España: la que vivía dentro de las colectividades fundadas por los inmigrantes en Argentina. La España que latía en las reuniones sociales, en los encuentros, en los cafés, en las fiestas tradicionales... Toda ocasión era buena para estar cerca de los «paisanos». Y en esta instancia no cabían los regionalismos: nada impedía a un leonés ir al Centro Asturiano, al Gallego, al Castilla o al Navarro. La identidad no se perdía, sino que se confraternizaba apasionadamente y se transmitía a las nuevas generaciones el sentir por la tierra ancestral. Mientras resonaban los nombres de pueblos San Bartolomé de Rueda, Valduvieco, León. En nuestro contexto familiar, León pasó a ser vertiente de recuerdos cálidos y sencillos. Aquéllos que habían quedado definitivamente clavados en la retina de mi abuela, de mi padre y de mis tíos: los juegos con la nieve; las mantecadas de las tardes, la imagen de la ropa secándose entre dos árboles; la plaza, las travesuras de mi padre cuando niño, la leña y el fuego, las interminables conversaciones de mi abuelo (zapatero remendón) con sus vecinos; hasta -decían- un rumor particular del viento, un color particular de verde y esa tonadilla alegre que entonaba mi abuela para entretener a los niños. Ese es el León que heredé, un León familiar y vital, un León de conquistas y de pérdidas, un León cuya cotidianeidad quedó como suspendida en el tiempo. Una tierra que pasó a ser sustento de la mística familiar y que ahora también conoce y ama otro Felipe, de poco más de 20 años (la edad que tenía su abuelo cuando emigró): mi hijo. Este es el León al que regreso en este 2007 con un objetivo principal: rendir un tributo a mi padre, el 1º de mayo, la fecha en que nació un siglo atrás en la humilde casa de Arco de Ánimas número 5. Y aunque esa casa no esté, el cielo será el mismo y el aire traerá en su vuelo nuestra historia, nuestros afectos.