Cuando apuntaba el alba
Desde la cándida niñez hasta la adolescencia más permisiva, Alfonso, movido por un impulso interior, que pasado el tiempo intentó analizar, se propuso internarse en las esencias de las procesiones de la Semana Santa leonesa. El lugar de sus correrías infantiles, los alrededores de Santa Nonia, sin duda fue determinante en lo que empezó como curiosidad y acabó siendo su particular «pasión». Cuando la familia de Alfonso, allá por el 1940, arribó a aquélla casi solitaria casa, hermosa para la época, en las proximidades de la remozada iglesia dedicada a la santa esposa de San Marcelo, Nona; dos Cofradías: Nuestra Señora de las Angustias y Dulce Nombre de Jesús Nazareno, tenían en ella su sede desde hacía algo más de un siglo. Procedían ambas del gran Convento de Santo Domingo, en la plaza del mismo nombre, donde habían empezado a conformarse mediados los siglos XVI y XVII, para ir incardinándose irremisiblemente en la cultura leonesa. Por aquel entonces contaba sus años sin agotar para ello los dedos de ambas manos. En lo físico, su complexión se ceñía al estereotipado aspecto del niño sufridor de los rigores de la posguerra, aunque feliz en su ágil delgadez. Mentalmente receptivo, se mostraba tenaz en sus ideas, y sus amigos le tildaban de poco comunicativo. Salir de su casa suponía la gozada de entrar en un hermoso paseo conocido como Paseo del Túnel , sus grandes árboles, fundamentalmente castaños y tilos, a uno y otro lado alineados, daban al pasaje la apariencia que lo nominaba. Fue su primer aula. Un tío suyo, de nombre Aurelio, había sido su mentor, su guía en temas religiosos y costumbristas leoneses, a todas luces un gran comunicador. De verbo pausado, como escuchándose, le gustaba actuar como transmisor oral de recuerdos, sabedor de que esto hacía costumbre. Una de las muchas tardes de paseos pedagógicos por el sombreado paseo relatándole leyendas y costumbres leonesas, le dijo: «Aquí, junto a los árboles, hubo unas cruces de piedra que componían las estaciones para el solemne Viacrucis de los terciarios». La Orden Tercera Capuchina. Las narraciones de su tío en torno a la Semana Santa, habían generado en él un desmesurado interés por romper el velo de lo que en el interior de Santa Nonia ocurría durante las fechas próximas a las procesiones de la Pasión. ¡Estaba tan cerca la capilla y su misterio ! Para mayor acicate, la veía desde la ventana de su habitación, adosada al Asilo de ancianos, diferenciándose por su mínima espadaña. El primer día vacacional lo dedicó a merodear ante la iglesia, a observar cómo entraban y salían personas. Veía actividad y preparativos. A él lo que le hacía falta era decisión. Al día siguiente, el sol que entraba por su ventana, se la infundió. No bien hubo desayunado, con un «voy a la calle» salió de su casa, y, por directo, atravesando la abandonada huerta conocida como del cornetero, que conservaba un gran portón de madera de aspecto medieval, se plantó ante la gran puerta de la iglesia. Y esperó No le sorprendía que en ella se guardaran celosamente las imágenes sangrantes y dolorosas de las dos antiguas Cofradías. Lo que le suscitaba curiosidad era cómo; y, muy en especial, de qué manera las manejaban para situarlas en las andas procesionales, si el respeto, o el reverente gesto presidía sus actuaciones. La persona que acababa de salir no cerró la puerta. ¡Era la ocasión! Entreabriéndola con cuidado, para que no sonara, se atrevió a entrar. El denso silencio le sobrecogió. Algunas ya las habían situado en sus andas. Sólo algunos discretos golpes de martillo, y la voz de dos personas afanadas en colocar la figura de un jovencísimo San Juanín, de rizados tirabuzones, sobre el humilde pedestal de unas escuetas andas, rompían el silencio eclesial. Uno de los montadores le dirigió una leve mirada. Primera sorpresa, ¡sus movimientos eran de simple rutina! Sin hacer ruido, como para no ofender, fue acercándose a una destacada figura de manto morado, se quedó absorto ante la solemne imagen. El rostro transmitía dolor, más allá de la enclavada corona de espinas; y hasta angustia, que, en rictus enervante, se extendía hasta unas manos que la morada túnica permitía ver. -«¿Qué haces chaval?», oyó pronunciar a su espalda. Aunque dicho sin animosidad, le sobresaltó, rompiendo así su primer momento emocional ante los Pasos . -Nada, nada -contesto como disculpa. -«Es Jesús, el Nazareno, ¿no le habías visto así nunca?, le acabamos de colocar la cruz sobre el hombro». La cruz a cuestas, ¡qué horror! Pensó Alfonso, él nunca podría hacer tal cosa. -«No puedes estar aquí», continuó diciendo el más joven de los montadores; quien, tomándole suavemente del brazo le encaminaba hacia la puerta. Al pronto le supuso una desilusión, mas el germen había ya prendido. Al fin llegó el día. Alboreaba su primer Viernes Santo en el lugar. ¡Iba a contemplar la procesión de Los Pasos! Fiel a la petición de su madre, abrigado con una fuerte cazadora de paño, salió con presteza recorriendo la breve distancia que le separaba de la iglesia. Papones y espectadores copaban ya la salida del templo, de modo que, sin dudarlo, se situó enfrente de la puerta encaramado a una enrejada ventana del Hospicio del Obispo Cuadrillero. Así, en lo alto, no perdería detalle de la salida, por vez primera. El metálico lamento de un clarín le llamó poderosamente la atención, y, no menos el destemplado rataplán de un tambor, cual contrapunto desolado, y la inquietante llamada del bronce de la esquila. Observó que los tres papones que tocaban abrían la marcha procesional. ¡Era « La Ronda» !, ¡lo sabía! su tío le había contado que durante toda la noche convocaban así a los hermanos. Viendo cómo izaban la imagen de la crucifixión, apenas hubieron sacado las andas de la iglesia, pues la puerta no permitía otra cosa, recordó una sencilla leyenda. Se decía, como algo misterioso, que ésa cruz del Paso de la Crucifixión crecía todos los años unos centímetros, los suficientes para obligar a los montadores a hacer ajustes de serrucho. Así lo creían los niños de su entorno y él dudaba de ello. Los más «enterados» colocaban ésa «verdad» en boca de un afable y sentencioso anciano de larga y canosa barba, recogido en el Asilo. Por su aspecto patriarcal, o tal vez por encabezar la docena de ancianos en los que el Obispo efectuaba el tradicional Lavatorio de los pies el Jueves Santo leonés, le llamaban San Pedro. ¡Qué sencilla inventiva! A la voz de: ¡Al hombro, hermanos!, seguían partiendo los Pasos , verdadera narrativa en imágenes del dolor y muerte de Jesús, el Hombre. El excelente emplazamiento, la ventana del Hospicio, le sirvió nuevamente por la tarde para vivir también, por vez primera, la salida de la procesión del Santo Entierro. La feliz coincidencia de que ese año, en virtud del pacto de 1830 con la Cofradía Minerva y Vera Cruz, le correspondiera a la de Nuestra Señora de las Angustias, lo lizo posible. Así, cuando languidecía la tarde, se ponía en marcha la procesión. ¡Jesús había muerto! Se completaba el drama. La también negra túnica de los papones le sugería señal de duelo, y parecía querer prolongarse a una compañía de soldados que, en formación apretada, cerraban el cortejo. Ésta incorporación le resultaba vistosa, pero chocante. ¡Todo un año se hizo esperar la siguiente ocasión! Con la fidelidad de un párvulo volvió al lugar de su particular «misterio». Un punto temeroso accedió al interior de Santa Nonia; pronto pudo comprobar que era bien recibido, le habían reconocido, y con un ¡hala chaval a ayudar! y varios días en ese menester, la lección estaba ya aprendida y para él, casi se había roto el «misterio». Todo muy humano. Demasiado fugaz. Más¿ ¿la cruz que crece? Un buen día, durante los preparativos del segundo año, cuando dubitativo miraba la cruz un tanto absorto, una persona que nunca había visto, de alta estatura, porte elegante y educada compostura, le interpeló con voz grave: «¿Niño, qué llama tu atención?». Alfonso, alzando la vista, y fijando la mirada en aquel hombre que le infundía confianza, se atrevió a decir, con un trémolo de emoción en la voz: -«La cruz». Y, como quiera que la suave mirada del interlocutor le animaba a seguir, preguntó: -»¿Cuánto crece cada año?» -«Lo que cada hombre quiera que crezca». Tardó bastantes años en comprender la respuesta. Pero lo que nunca pudo saber fue si aquel personaje, al que oyó llamar Tonchi, conocía la leyenda; pues, dejando en el aire la cábala, giró su cuerpo y se alejó. Curiosamente nunca pensó hacerse papón de túnica; no había antecedentes de ello en su familia. Como buen leonés, de corazón siempre lo fue. Y hasta crítico, tal como evolucionaban las procesiones. Durante los primeros años tuvo la impresión que el público, expectante como él, las seguía envuelto en un respetuoso silencio, solamente alterado por el cadencioso rasear de los zapatos de los papones , en el que se intercalaba el rebote sonoro del golpear de la horqueta. Los nuevos tiempos intercalarían modas y nuevos modos que no compartía. La efigie del Nazareno con la cruz a cuestas, mecido el Paso por la lenta marcha y ritmo sobrio de los braceros, siempre le impresionaba. Le llamaba la atención la mano derecha, abierta y anhelante, como previniendo la caída, o buscando una ayuda que sólo el Cirineo, obligado, le prestaba en su caminar hacia el monte Calvario. La salida de las procesiones de Santa Nonia, al menos para él, perdió mucho encanto cuando, derribado el Asilo para abrir la calle Lancia, y derruido insensiblemente el gran Hospicio, el marco cedería su recoleto sabor en beneficio de la amplitud urbana. A pesar de las experiencias acumuladas, aún se sigue preguntando Alfonso, si, por aquel entonces, buscaba el hilo del ovillo de la espiritualidad, el poder atractivo de las dramáticas imágenes, o si le atraía el esfuerzo que la puja demandaba a cada papón , a cada cofrade bracero a modo de tradición secular.