Diario de León
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León

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Si alguien hace un recorrido por los reclamos publicitarios de los primeros años de este periódico, se encontrará frecuentemente con los «Vapores para las Américas» que hasta allí llevaron a miles de leoneses, especialmente con destino argentino. Estos movimientos migratorios empiezan a fortalecerse a partir de 1853 para adquirir su máximo volumen, en el siglo XIX, en torno a 1890. Se atenúan a partir de esta fecha para volver a intensificarse a partir de 1905 y adquirir, en torno a 1910, un volumen superior, lo que ocurrirá igualmente entre 1920 y 1924 y en la década de los cincuenta. Aún hoy quedan allí muchos paisanos de los que partieron en las últimas fechas. Esta constatación, fría, está amparada en múltiples razones, económica la más importante, aunque no exclusiva, ni mucho menos. Esa presencia, con tantos reclamos familiares posteriores, crearon en las ciudades argentinas -y de otros países, es cierto-, en Buenos Aires especialmente, un tejido humano de sabor leonés -las Casas Regionales siguen siendo un cordón vital de flujo necesario- que, por impensable a simple vista, necesitan un estudio que nos llevaría al descubrimiento de tantos asombros, que generarían un movimiento pendular desde el más profundo gozo hasta las sombras más notables de la tristeza. Entendemos muy bien esta descompensación todos cuantos un día, por motivos muy dispares, nos hemos visto en la necesidad de vivir en un país que no es el nuestro, y al que difícilmente se puede renunciar desde esa esfera en permanente movimiento como es la de los afectos y las querencias. Hoy han cambiado las cosas. También los movimientos migratorios son pendulares, como la vida, con las profundas variaciones que el tiempo histórico impone. Y quienes nos recibieron con los brazos abiertos son hoy recibidos de igual forma entre nosotros. La colonia argentina en León tiene presencia notable, en parte por el retorno de hijos y nietos de aquellos que un día encontraron en aquella tierra razones para vivir. Me unen a buena parte de ellos vínculos de amistad, sentido de la gratitud colectiva y admiración por la riqueza de su lenguaje, preservado de tanta contaminación, entre otras muchas cosas. Suelo repetir que sólo nos separa -bien poco- el mar. O quizá sea el mar -lo fue, desde luego- el que nos una. Y una de estas argentinas que ha hecho comunes nuestros espacios, me comentaba uno de estos últimos días lluviosos: «Además en León llueve como en Buenos Aires». Supongo que venía a hablar de un mundo compartido, acaso de una forma de identidad en la presencia del agua. No lo sé, porque entonces adiviné detrás de su sonrisa el crecimiento interior de la nostalgia. El calor de una tierra sólo ha de mitigarla. Del resto se ocupará el vivir de cada día en un mundo cada vez más ancho, a pesar de su pequeñez, en el que todos hemos de tener cabida.

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