Diario de León

EL FUNCIONARIO EL EMIGRANTE ESPAÑOL LA RUMANA EN PARO

La Francia que espera a Sarkozy

El nuevo presidente galo quiere renovar un país dividido en torno a sus propuestas para liquidar la herencia moral de Mayo del 68: flexibilizar el mercado laboral, acabar con el excesivo pr

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JUAN OLIVER | textos y fotos
León

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El miércoles, cuando el Consejo Constitucional francés anuncie el resultado definitivo de las elecciones, Nicolás Sarkozy se convertirá en uno de los dirigentes más poderosos del planeta. El líder conservador, vástago de una aristocrática familia húngara y con sólo 52 años, verá cumplido su sueño de ser presidente de la República, cargo plenipotenciario que le permitirá ejecutar su programa sin apenas cortapisas. Pero no lo tendrá fácil. Francia es uno de los países más desarrollados, con un avanzado sistema de protección social y una engrasada organización política que ha obtenido un notable respaldo en estos comicios con un 85% de participación. Una lección de democracia que sitúa a los sesenta millones de franceses entre los europeos que más participan en la vida institucional de su país. Sin embargo, la sociedad está dividida como nunca. Sarko levanta pasiones entre la mayoría de sus compatriotas, que le dieron una victoria incontestable con el 53% de votos. Pero entre el 47% restante despierta un rechazo visceral que pocos de sus antecesores habían vivido. «Quiere liquidar el sistema de valores sobre los que se ha construido nuestro país», asegura Michel Bindelle, de 58 años, funcionario normando de la generación que protagonizó las revueltas de mayo del 68. Él tenía entonces 19 años, y defiende los logros de aquella mítica primavera: «El reconocimiento de los derechos sindicales, la liberación de la mujer, el fin de la educación autoritaria, el paso de una sociedad patriarcal a otra solidaria», explica. Culpa Sarkozy culpó durante la campaña a esa generación de los males que, según él, aquejan hoy a la República: una economía en decadencia lastrada por la falta de competitividad y el exceso de proteccionismo, un preocupante aumento de la criminalidad que tiene su base en la supuesta degradación moral de la juventud y una pérdida de la identidad nacional debida a una política demasiado laxa y permisiva con la inmigración. En Francia hay unos cuatro millones de inmigrantes, como Manuel Herraiz, valenciano de 64 años que vive en Forgés, a 190 kilómetros al este de París, y quien, desde su jubilación, suele ir a recolectar percebes a la costa bretona. «Soy constructor y he podido ganarme bien la vida en Francia, pero no todo el mundo ha tenido esa suerte», asegura. Un buen ejemplo de ese grupo de desafortunados es Marica Pippo, rumana, que trabajaba de tornera en una fábrica de Timisoara y que llegó a Francia huyendo del paro y la pobreza en su país. Aquí tampoco ha encontrado empleo, pues nadie quiere contratar a una inmigrante sin papeles de 50 años. Marica sobrevive gracias a la generosidad de los clientes que acuden a un cajero de banco en Lille, al norte del país. La oficina junto a la que pide limosna está al lado a una comisaría y a apenas 200 metros de la casa donde nació Charles De Gaulle, el fundador de la V República y símbolo espiritual de la Francia política. Marica, cuyo marido la abandonó y que tiene dos hijos de 30 y de 18 años, duda si volver a Rumanía -«No tengo dinero para el viaje», alega-, pero lo cierto es que a partir del miércoles no lo tendrá fácil para quedarse. Una de las propuestas del nuevo presidente es devolver a sus países a todos los inmigrantes ilegales que no dispongan de medios propios de vida más allá de la esporádica caridad ajena.

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