Aterrizaje en el cráter de Bagdad
Diario de León publica los diarios de guerra de nuestro enviado especial a los conflictos de Irak y Afganistán, el día a día de sus casi dos meses de las dos guerras que están marcando el devenir del Planeta
E l Hércules norteamericano empieza a descender sobre Bagdad casi en picado. Hay que evitar los cohetes y los misiles. Han sido dos horas de vuelo entre la base norteamericana Ali al Salim en Kuwait y la capital iraquí. Vamos sentados como sardinas en lata, entre cajas de municiones y montones de raciones de combate. Provisiones y soldados para alimentar la guerra. Unos cuantos contratistas de filiales de la Hulliburton y dos periodistas: Sergio y yo. El fusil del militar que está sentado enfrente de mí se me clava en la espinilla, nuestras rodillas se chocan. Nos ajustamos el chaleco antibalas y el barboquejo del casco. Tensión. Caras de expectación entre los novatos, caras de circunstancias entre los que saben qué les espera. Los miro. Es de noche. La única luz es una bombilla roja. Pareciera que estemos a punto de saltar en paracaídas sobre las líneas enemigas. A mi lado está un marine que vuelve a Irak para su sexta misión en menos de cuatro años. «Ya casi no sé dónde está mi casa», dice. El piloto no se molesta en hacer un aterrizaje suave. Se lanza sobre la pista y el impacto de las ruedas contra el suelo es demasiado para estos bancos de loneta donde estamos sentados y no digamos para nuestros traseros. Nadie dice nada. El avión se para y la puerta de atrás se abre. Cuando una elevadora se lleva la carga los soldados salen en tropel, casi pasándonos por encima. Me pongo en fila con las dos mochilas que traigo para este viaje de dos meses a Irak y a Afganistán. Pesan. La de la ropa no tanto, la del material para trabajar y transmitir las crónicas, con todos sus cables y sus conexiones, bastante más. Todo se suma a los 15 kilos que pesa el chaleco antibalas y a los dos del casco de Kevlar. Sudo a chorros. La fila baja del avión y pisamos Bagdad. CAMINO DE LA ZONA VERDE Llegar a BIAP, al aeropuerto internacional de Bagdad (a los militares norteamericanos les encantan las siglas), es como llegar a ninguna parte. Esto no es Bagdad. De aquí al centro de la ciudad tienes una hora larga de coche sin tráfico y por esa hora en los tiempos que corren un taxista te puede soplar tranquilamente 1.000 euros. El camino es peligroso y antes lo era más. La llamaban la carretera lanzacohetes porque la insurgencia solía preparar emboscadas escondida en los palmerales que jalonan el asfalto. Solución: arrasaron las palmeras. Pero es de noche y nosotros no planeamos pagar 1.000 dólares a nadie. Tenemos que llegar a la zona verde, la ciudad amurallada que Estados Unidos ha construido dentro de Bagdad. Allí es donde los periodistas deben ir para acreditarse y donde los periodistas que, como nosotros, van a estar empotrados en unidades de combate norteamericanas esperan a que se les asigne destino. Recorro las tiendas (sí, son tiendas de campaña gigantes, no hay instalaciones) en busca de un transporte militar que nos lleve hasta allí, un helicóptero a poder ser. La cosa pinta mal, hay muchos soldados esperando, tirados en el suelo, durmiendo con su fusil al lado y utilizando su petate como almohada. Cuando parece que vamos a pasar la noche tirados igual que ellos alguien nos llama a gritos. Hay dos sitios en un helicóptero. Nos volvemos a poner los chalecos y el casco, las dos mochilas y corremos todo lo que podemos hacia el Blackhawk, no vaya a ser que se nos adelante alguien. El helicóptero despega, se inclina y nosotros tenemos que alargar las manos para que las mochilas no se nos caigan al vacío, porque este es un vuelo de puertas abiertas, con un tirador a cada lado con la ametralladora amartillada para disparar. Sobrevolamos Bagdad, que casi no tiene luces por la falta de electricidad. Me quedo medio dormido, pero me despierta una luz que sale despedida del aparato. Son bengalas antimisiles, algo ha debido de activarlas. LA CAJA FUERTE HUMANA La zona verde es un lugar extraño. Aquí los americanos han hecho su isla en medio del océano de violencia de Irak, o sea, en medio de la zona roja, que es como llaman a todo lo demás. La han blindado con muros de hormigón de varios metros de altura y con guardias armados cada pocos metros, casi todos peruanos que cobran 700 dólares al mes por un trabajo por el que un europeo ganaría 10.000. Dentro de esa caja fuerte humana, Washington ha metido su embajada y casi todo lo indispensable para que el des-Gobierno iraquí funcione. Y en el espacio que quedaba han encajado un Pizza Hut, un Burger King y otros inventos por el estilo para sentirse como en casa. Como la mayoría de los que trabajan allí no pisan el suelo fuera de esos muros, se trata de llevar lo mejor posible el arresto domiciliario mientras dirigen el país que no ven. La zona verde es quizás el único lugar de Irak que no se parece a Irak, porque aquí la guerra se vive como algo que pasa fuera y que uno no experimenta en carne propia. Explosiones lejanas, rumores de disparos. Salvo cuando se cuela algún suicida, es el sitio de Bagdad donde la madre de cualquier soldado destinado en esta guerra querría que su hijo estuviese. A Sergio y a mí nos llevan al centro internacional de prensa. Es de noche, así que el escáner biométrico que los no norteamericanos tenemos que pasar para probar que no somos terroristas tendrá que esperar hasta mañana. Nos indican una habitación con camastros militares de loneta que ya está atiborrada de periodistas. Una mujer de unos sesenta y pico años y pintas de abuela hippy se me acerca y se presenta como Jane, reportera freelance . «Mi objetivo, para ser sincera, es meter a Bush en la cárcel. He estado a punto de conseguirlo un par de veces. Por eso vengo aquí», espeta nada más comenzar la conversación. Me cuenta que ha convencido a un general iraquí para que la lleve a cubrir las operaciones en Diwaniya, la antigua base española en el sur de Irak, donde los milicianos del Ejército del Mahdi están dando duro a las fuerzas iraquíes y a las de la coalición. «Dice que vamos a entrar en las casas con una patada en la puerta», comenta contenta, mientras estira su pierna en una patada de kárate. El único problema, dice, es que ya han muerto quince periodistas locales mientras cubrían las operaciones del Ejército iraquí. Y eso no es un buen antecedente. Pero a Jane no le importa. «Si muero sé que iré al cielo. Ya he comprado mi tique», dice. A su lado está Stewart, que no debe de tener menos años que ella y que espera para irse a la provincia de Al Anbar, uno de los puntos más calientes del país, con los marines. Él los conoce bien, fue uno de ellos en Vietnam. Me pego un rato hablando con él porque el hombre es un pozo de sabiduría. De repente dice que se va a dormir, se levanta la pernera del pantalón y se quita su pierna ortopédica. Me quedo de piedra mientras Stewart me cuenta que una mina de los charlies le segó la pierna cerca de Da Nhan, pero se las ha apañado para cubrir desde entonces como periodista todas las guerras en las que ha estado implicado su país. Este diario da un salto de dos días en el tiempo porque en los dos últimos no hemos hecho nada más que esperar los resultados del maldito escáner biométrico y firmar unos cuantos documentos en los que te comprometes a no revelar información que pueda poner en peligro las operaciones. Es decir, que si te enteras de qué casa van a asaltar al día siguiente no puedes señalarla en un mapa en tu crónica del día. Poco más que eso. EL RHINO Pero hoy ya nos vamos hacia nuestro destino, hacia la unidad de zapadores norteamericanos con la que pasaremos una semana cubriendo sus operaciones. Tenemos plaza en el Rhino, una especie de autobús blindado que recorre la carretera lanzacohetes entre la zona verde y el aeropuerto. Porque, efectivamente, la unidad con la que vamos a estar está apostada cerca del aeropuerto y nos toca hacer el camino de vuelta, tres días después. En el Rhino, los únicos blancos somos el antiguo miembro de la fuerzas especiales que hace de jefe de seguridad del convoy y nosotros. Todos los demás asientos están cubiertos por una colección de paquistaníes, filipinos, nepalíes, indios, chicanos y demás mano de obra barata venida de todas las partes del tercer mundo. Son los obreros de esta guerra de Irak donde los norteamericanos se dedican exclusivamente a combatir y subcontratan todo lo demás. El antiguo miembro de los comandos recita una tras otra las cosas que hay que hacer si el convoy de autobuses es atacado, cosa que ocurre con cierta frecuencia. Pregunta si hay alguien con conocimientos médicos. Nadie contesta. Arranca. Le lleva un buen rato salir de la zona verde porque es grande de narices. Pasamos por la Tumba del Soldado Desconocido y por unos cuantos monumentos más de esos que Sadam Huseín mandó construir a mayor gloria de sí mismo. Se apagan todas las luces. Entramos en la zona roja en pleno toque de queda. Apenas hay luces en la ciudad. La luna dibuja los edificios como una gran amenaza porque la noche es territorio para los fantasmas. Miro a mis compañeros de viaje y todos están oteando el horizonte por la ventanilla, alerta, como si esperaran a ver el fogonazo de un disparo de fusil o de un lanzagranadas, como si el hecho de verlo pudiera hacer algo para evitarlo. De repente el vehículo da un volantazo. Esquiva algo y se precipita hacia el camino cercano a la carretera. Pega un bote y algo golpea contra los bajos. Me da un vuelco el estómago, pero el autobús sigue su camino hacia la base de los zapadores, donde llega bien entrada la noche. Más camastros militares para dormir. ¿ES ESTO BAGDAD? Después del paseo de anoche, los zapadores nos dicen que nos van a enviar a un puesto avanzado en el barrio de Nuevo Bagdad, al otro lado de la ciudad. Nos vamos a pasar allí cuatro días, así que nos recomiendan que cojamos sólo lo imprescindible. El material para trabajar, el saco de dormir y un par de calzoncillos. El viaje hasta allí va a ser además la primera oportunidad que vamos a tener de ver Bagdad de día y compararla con aquel otro Bagdad que vi cuando los norteamericanos la tomaron. Nuestro convoy está formado por un montón de todoterrenos Humvee y por los camiones de los zapadores. Sale de la base. La impresión es desoladora desde el inicio. Basura en las calles, agujeros de bomba en la carretera, fachadas agujereadas a balazos, casas quemadas, un edificio bombardeado que se sostiene de unos hilos de acero y amenaza con caerse en cualquier momento, puentes enrejados para evitar los ataques con cohetes y con morteros. Y barricadas, barricadas por todas partes para protegerse de los coches bomba. La ciudad entera es una enorme barricada que deja tan sólo unas pocas calles abiertas al tráfico. Claro que, como en todo, también en esto hay clases. Barricadas grandes y compactas de hormigón en los barrios de los pudientes. Para los demás, barricadas enclenques, cutres, que albergan pocas esperanzas de detener los ataques suicidas. No reconozco la ciudad por la que caminé en el 2003 y que visité fugazmente el año pasado. ¿Es esto Bagdad? Se le parece poco. Mi Humvee frena poco antes de llegar a su destino. Un iraquí sale gritando al paso del convoy. Se lleva las manos a la cabeza e intenta detener los vehículos. Con los brazos imita la gran explosión que nos espera si seguimos adelante. El conductor de nuestro Humvee se detiene en seco. Si hay algo que los soldados norteamericanos temen en Irak es a las bombas caseras de la insurgencia. Con ellas han causado la mayor parte de las bajas de Estados Unidos. Falsa alarma. El soldado que lleva la ametralladora en mi vehículo se gira hacia mí y me suelta: «Mierda, a veces tengo la impresión de que lo único que hacemos aquí es conducir esperando que nos mate una de esas bombas».