Benigna García: «Lo de la colza esun martirio pero más pasó Jesucristo»
«Me hubiera gustado ser médico; cuando la guerra quería ir de enfermera pero tenía catorce años»
-¿Cómo es que va con ese andador? -Es que soy de la colza, del aceite de colza, y esta pierna la tengo muerta del todo... «Soy de la colza», dice Beni, y al periodista, que se da de bruces con esta terrible circunstancia, se le disparan súbitamente las imágenes aquéllas del miedo y del asombro: mayo del 81. Hace 26 años que comenzó aquel terrorismo-codicia químicamente puro pero Beni, ya cerca de los 85 años, sigue siendo esclava de las secuelas del insólito veneno: «Me cogió las dos piernas y los dos brazos; tuve que andar dos años en una silla de ruedas; y esto no acaba nunca». Beni es Benigna García Blanco y tenía 59 años cuando la mezquindad aparcó en su pueblo de Méizara en forma de garrafa de aceite de cinco litros. Su vida es un antes y un después de aquel día de mayo en el que su cuñada dijo: «queda poco aceite, voy a coger una garrafa ahora que pasa el señor ese». Beni carga con entereza con lo que podría definirse como una malísima salud de hierro aunque ella lo define más plásticamente: «como un estropajo estoy». La enfermedad parece haberle curtido y no le tiembla la voz al recordar aquel martirio porque la memoria parece ser lo único que no va con muletas. -Más que una enfermedad, lo que han pasado ustedes es un auténtico martirio. ¿Cómo se vio afectada su familia? -Sí, un martirio muy gordo. En mi familia también les afectó a dos hermanos: Ludivina, que murió hace cinco años, y Miguel Ángel. A ella le tuvieron que enseñar a decir «cama», «mesa» porque también perdió la memoria. A él le atacó menos pero sigue con achaques; esto nunca se acaba. Yo tenía unos dolores que no podía tocarme ni la sábana porque sólo que rozaba se estremecía todo el cuerpo de dolor. Me dejó sin fuerza en las manos y me cogió en las piernas. La una no paraba de moverla de acá para allá y al final se me puso bien, pero la otra fue imposible. Me mandaron a Orense solita a una residencia de grandes inválidos. Tenían que cogerme en brazos para sentarme en una silla y todos los días haciendo ejercicios; también nos metían en la piscina... Cuando tuve que coger la silla de ruedas, me decían las enfermeras: «ni andas, ni andarás en tu vida». Pero tengo fuerza de voluntad y hasta que no dejé aquella silla no paré. Y cuando volví y vieron que andaba con las muletas se quedaron de piedra. -¿Qué tal le ha tratado el gobierno? -Pues mal. Porque lo que nos han dado ha sido una miseria para lo que hemos pasado y pasamos. Yo, en el tiempo que llevo, no he sacado nada en limpio del Gobierno. La residencia de Orense la pagué con la paga de la agraria y también tenía que echar mano de los ahorros del banco. Beni lleva nueve años en la Residencia Lorenzana, los tres últimos en el nuevo y espacioso edificio que se levanta en la carretera de Cuadros. Su habitación es amplia y luminosa, enmarcada por el monte que hoy estalla de verde y la línea recta de la vía que mira a La Robla, pero no deja de ser una jaula de oro. «Es que no puedo salir» comenta mientras mira a su andador que es su apoyo y su condena. Resulta admirable el grado de conformidad y la paciencia infinita que destilan los ojos de una mujer a la que toda la vida ha estado persiguiendo la enfermedad, rompiendo planes y proyectos de vida. «Quería ser monja y a los quince años me fui a Barcelona al convento de la congregación del Buen Pastor. Estuve cinco años y, cuando me faltaba un mes para profesar, me puse bastante enferma y me mandaron para casa...». -Justo acabada la guerra, en Barcelona. Debería de ser interesante... -Pues no sé porque yo no vi Barcelona más que por la ventana; éramos novicias y no salíamos nada. -Y hablando de la guerra, ¿cómo la vivió en su pueblo? -De mi familia se libraron pero recuerdo que mataron a cuatro que eran del Páramo. A mi padre, que se llamaba Emilio García Ramos, le tenían enfilado los republicanos. Le decían: sí, usted críe los gochos que a usted no le harán falta porque nos los vamos a comer nosotros. O, si iba con el carro de trigo a venderlo, le decían: usted vende el trigo pero el dinero será para nosotros. Luego, cuando cambiaron las cosas y los falangistas iban por los pueblos, le preguntaron a mi padre y su hubiera dicho algo contra aquellos les hubieran matado pero no lo hizo. Luego fueron a pedirle perdón. -¿Nunca se casó? -No, siempre estuve soltera. Novios sólo tuve uno pero no lo quise. Es que me daban asco los hombres. Veía cómo engañaban a algunas chicas que las dejaban con el crío a cuestas. Y eso me daba mucho miedo. -¿No ha echado de menos una familia y tener hijos? -La verdad es que hace siete u ocho años decía: si lo sé hago un hijo aunque fuera de soltera. Pensaba entonces que al menos un hijo podría atenderme. Pero mire, aquí casi todas las que están tienen hijos... -¿Qué recuerdos tiene de su infancia, de la escuela? -Iba poco a la escuela porque tenía los ojos mal, tenía úlceras en los ojos, y tenía que pasar muchas horas encerrada en una habitación con poca luz por lo que no podía leer. Pero poco a poco se fueron arreglando y pude aprender las letras y las cuentas. De los maestros me acuerdo de uno que me dio dos tortazos que me dejó medio sorda. Estábamos en los bancos una prima y yo y mi prima no sabía la letra y le dije: «la»; vino para nosotras y dijo «lo» y al mismo tiempo me dio dos sopapos diciendo que eso no se hacía. Me fui toda enfadada a casa pero a mi padre no le dije nada. Yo nunca llevé las manos sucias pero a algunas les daba cada golpetazo con la tabla... Recuerdo a otro maestro, que se llamaba Luis, que nos llevó una vez a Chozas y nos dijo: cuando paséis por delante de la casa del señor cura gritáis: ¡arriba la República y abajo el clero! . Y así lo hicimos, sería el año 32.... No ha perdido la coquetería Beni que reclama la dentadura postiza para aparecer más guapa en la foto. «Siempre me ha gustado ir bien arreglada, los zapatos limpios y la ropa bien limpia». Pero las más de las veces no eran zapatos de domingo sino zapatones para ir al campo: «Muchos días me hacían levantar a las tres de la mañana para ir a segar. Íbamos en el carro con los jatos, pero yo solía ir andando porque tenía miedo de que volcara, como ya nos había pasado». -Sus padres, ¿siempre se dedicaron al campo? -Siempre. Mientras vivieron mis padres vivimos bien. Mi madre se llamaba Jesusa Blanco y éramos seis hermanos, cuatro chicas y dos chicos. Hacíamos de todo, habas, patatas, alubias, algo de ganado... Y mucho vino. A veces cogimos hasta 300 cántaras de picudo. Y muchas patatas. Un año hicimos 3.000 kilos y se las pagaban a una pesetas y mi padre no quiso venderlas a ese precio. Pero luego tuvo que venderlas a dos reales. -No lo ha tenido usted nada fácil en la vida, pero si tuviera una segunda oportunidad, si volviera a nacer, ¿qué le gustaría hacer? -Me gustaba mucho la medicina, quizá me hubiera gustado ser médico. Cuando la guerra quería ir de enfermera pero mi padre me dijo : ¡pero dónde vas tú con catorce años! Pero en el pueblo durante un tiempo sí que hice de enfermera. Cuidaba enfermos y ponía inyecciones porque me enseñó el médico. Hasta saqué balines de las piernas de los chavales. He hecho mucho por mi pueblo aunque nadie viene a verme. -Usted es una persona creyente y con vocación religiosa aunque frustrada. ¿Cree que Dios se ha portado bien con usted? -Pues sí, a pesar de todo este martirio suelo pensar que más pasó Jesucristo que yo. Y ya me conformo.