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Navegantes con rumbo al valle de Laciana De San Vicente a Villablino

Las colonias de vacaciones de la Institución Libre de Enseñanza en Villablino cumplen veintiocho años con una nueva generación de niños y niñas que disfrutan de la vigencia de un proyecto iniciado a finales del siglo XIX

Publicado por
ANA GAITERO | texto
León

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«El sábado hicimos un atrapasueños. Un atrapasueños es un objeto que sirve para atrapar las pesadillas y traer los sueños buenos...». Marina, una niña de ocho años, arranca con esta historia una de las páginas del diario que, cada mañana a primera hora, refleja su paso por la colonia de la Corporación de Antiguos Alumnos de la Institución Libre de Enseñanza en Villablino. Como un cuaderno de bitácora, el diario recoge el rumbo, la velocidad y las maniobras de la colonia durante sus veintiún días de «navegación» por Laciana. Esto es, las vivencias al aire libre, en el prado y el jardín de la vieja casa de los maestros de Sierra Pambley; el primer baño en el río Sil, y la regata fluvial de barquitos construidos con sus propias manos; el ascenso a Leitariegos, la excursión a Lumajo y la primera colección de fósiles, recolectados en una de las muchas escombreras de carbón que hay en Laciana... Aprender del entorno y descubrir en la naturaleza la geografía y la geología, la astronomía en el firmamento, las tradiciones y la música popular del pueblo y la belleza de las artes forman parte de la finalidad de las colonias desde su origen, allá por 1894. Pese a la interrupción de más de cuarenta años que supuso la Guerra Civil y la dictadura, las colonias de la ILE propagan, en los albores del siglo XXI, los principios que las inspiraron: el respeto mutuo en la convivencia, la curiosidad científica en el aprendizaje, el estímulo para disfrutar de la belleza de las artes y el amor a la naturaleza. Desde 1979, se han celebrado en Villablino treinta y seis colonias, a las que hay que sumar las sesenta de la primera etapa, hasta 1936, en San Vicente de la Barquera (Cantabria). «El diario es algo que no ha cambiado desde los comienzos», resalta Juan Soto, uno de los profesores. El reto de la escritura se afronta después del desayuno, todavía con la nebulosa del sueño envolviendo los recuerdos del día anterior. Es un ejercicio que, según decía Cossío, «educa y hace reflexionar, fijando las cosas aprendidas, basadas en lo real». «Para despertar bien el cuerpo», comenta Lisboa, otra profesora de la colonia, «nada mejor que el ejercicio físico en el jardín», donde tras unas carreras de calentamiento todos acaban formando un vistoso castillo humano. Gonzalo y Antón son entrenadores de baloncesto y se vuelcan en las actividades deportivas de la colonia. En el diario caben, también, las anécdotas colectivas... como esa noche que fueron a rondar con el coro por Villablino. Las voces blancas desplegaron la belleza del cancionero en la plaza del Ayuntamiento acompañadas por la guitarra de Ana, otra de las profesoras de la colonia. « A la mar fui por naranjas, cosa que la mar no tiene ...». «Los vecinos se asomaban a la ventana, sorprendidos y nos aplaudieron», recuerdan los profesores y profesoras de la colonia, estudiantes de historia, sociología, arte, periodismo... que por tres semanas se convierten en padres, madres, amigos, amigas y educadores de las criaturas recién desprendidas del cordón familiar. «Los monitores son lo mejor de la colonia», corrobora Irene, una niña de once años que pasa su tercer verano en Villablino. Pero ellos contestan que «Villablino son los niños» y, por supuesto, Conchi y Yoli que «son el soporte de la colonia», agregan. Ellas cocinan, preparan la ropa y «conocen a todos los niños por su nombre, saben qué tiempo va a hacer y qué lugares nuevos visitar...». La comida casera está aliñada con grandes dosis «de humor y de amor», reconoce Conchi. «Yo vine de niño a las colonias y estaba deseando volver para comer el cocido», confiesa Antón, otro profesor. Se trata del «cocido de Rioscuro», que es como han bautizado a este plato por ser el pueblo de la cocinera. Pero hay una cosa clave para mantener el ambiente familiar de la colonia de vacaciones: «La proporción entre profesores y niños, que es muy alta», añaden. Son nueve monitores para 32 niñas y niños de entre siete y trece años de edad. De la mañana a la noche Así como el diario la abre, el coro cierra la jornada, cada noche, en Villablino. El coro forma parte del legado de las primeras colonias que se organizaron en España a finales del siglo XIX, imbuidas de las nuevas corrientes educativas desarrolladas por Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, entre otros, en la ILE y que vieron en las colonias veraniegas un momento idóneo para «despertar al niño el interés por las cosas, «enseñar a ver», en un entorno abierto, sano e higiénico», señaló Teresa Jiménez-Landi con motivo del 25 aniversario de la segunda etapa de las colonias en Villablino. «El coro es una de las cosas de más encanto de la colonia», refrendan los profesores, mostrando el repertorio popular del cancionero: El carbonero, Ya se murió el burro, Eres alta y delgada, Déjame subir al carro o la mítica y minera Santa Bárbara del pozo María Luisa... son algunas de las canciones que se llevan, ya para toda la vida, los colonos veraniegos de Villablino. Las canciones se ensayan después de la cena, pero brotan en cualquier momento del día. Bajo el porche de la casa, durante las horas en que el mal tiempo obliga a aguzar la imaginación y cambiar los planes para no dejar entrar el aburrimiento en la colonia. «Si no podemos hacer las villaolimpiadas -unos emocionantes juegos en los que nadie gana ni pierde pero con los que se desternillan de risa- terminaremos el mural», subrayan los profesores. A media mañana, los críos acaban de pintar las cabezas de los «curritos» -como llaman a los muñecos de guiñol en el colegio Estudio, de donde proceden la mayoría de los colonos- y empieza a oirse un rumor musical: ...Eres alta y delgada como tu madre... morenaaa.. . Con las acuarelas pintan y ponen caras al guiñol y con los retales cargados en las mochilas confeccionan después los cuerpos. Cuando sus dimunutas manos se cuelan en las entretelas, el guiñol tomará vida con las palabras que les prestará la imaginación de los niños en una obra improvisada. El teatro y la poesía también tienen lugar especial en la colonia. Este año, José, otro de los monitores, no sólo les ha leído a Lorca, uno de los favoritos de Villablino; en el viaje a Robles de Laciana escucharon atentamente los versos de Walt Whitman. Y merendaron, confiesa otro colono en su cuaderno, «lo de siempre, un bocadillo bueno y una manzana malísima». Las hojas del diario dan cuenta, en otra página elegida al azar, de cómo el juego es un sistema de aprendizaje y sirve incluso para regular la convivencia: «...Después fuimos a la pradera, donde jugamos al balón prisionero y nos jugamos que, si ganábamos, al siguiente día había fiesta y si perdíamos nos acostábamos a las diez. Jugamos niños y monitores y perdimos. Al final nos fuimos a la cama a las diez». Todas las normas tienen excepciones. La última noche, después de representar la obra de teatro que ensayan con Juan, tendrán su fiesta de despedida. Y el diario no será cómplice de sus recuerdos a la mañana siguiente ni hará falta usar el atrapasueños. Cerrarán sus mochilas y subirán, de regreso a casa, en el autobús. El diario les acompañará para siempre. La idea de educar al aire libre y sin que los niños y las niñas sintieran la obligación de la escuela inspiró la creación de estas colonias en 1894 a Manuel Bartolomé Cossío y Francisco Giner de los Ríos, dos insignes de la Institución Libre de Enseñanza. La primera experiencia de colonias se llevó a cabo en Miraflores de la Sierra y desde el año siguiente, hasta 1936, en San Vicente de la Barquera (Cantabria) donde buscaban el beneficio de los baños de playa y sol. En aquel entonces se organizaron para niños y niñas «escasos de alimentos, faltos de higiene, necesitados de aire libre y de luz», pero con el tiempo se fueron incorporando colonos y colonas «de pago». Juntos convivían de forma que «no se sabía cuál era cuál», cuenta María del Carmen Nogues en libro En el centenario de la Institución Libre de Enseñanza . «Tampoco ahora hay distinciones, apostilla Concha Fernández, que ha cocinado para las colonias durante los últimos veintiocho veranos, primero con su madre y ahora con la ayuda de Yolanda. «Aquí son todos iguales, ricos o pobres, porque son todos felices; es la magia de la colonia y sus monitores. Es un logro de los monitores». Pocas cosas les sorprenden a los niños que asisten ahora a las colonias, desprovistos, eso sí, de consolas y videojuegos y equipados con una austera maleta y cinco euros de propina para los veintiún la colonia, además de sobres y sellos para escribir a sus casas en las horas de reposo. Al principio, era diferente. «Algunos no conocían las duchas y extrañaban comidas», reconoce Conchi, quien este verano se estremecía al oir a un niño de Bielorrusia cuando le preguntó lo que más le gustaba de su país: «Tener mi casa caliente cuando está todo nevado, me contestó. Eso no te lo dice uno de aquí porque no ha pasado nunca frío». Laura de los Ríos y Elvira Ontañón, impulsaron la segunda etapa de las colonias en 1979 y encontraron en Villablino el lugar necesario para retomar el proyecto tras cuatro décadas de interrupción. Joaquín López-Contreras, presidente de la Fundación Sierra Pambley, recuerda a Justino Azcárate como el enlace entre la ILE y la fundación leonesa en los albores de la democracia. Eloy del Potro, patrono y anfitrión de la colonia en Villablino, cuenta siempre con emoción el día en que él y su esposa, Elisa Gómez Rubio, antigua alumna de la institución, mostraron a Laura de los Ríos y Elvira Ontañón la casa donde se alojan. La antigua casa de los maestros de las escuelas Sierra Pambley dispone de una amplia huerta con árboles frutales. Los juegos de los críos se cuelan muchas tardes de verano en las aulas de las viejas escuelas, hoy restauradas, donde alumnos y alumnas de la Universidad Carlos III asisten a los cursos de verano.

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