Diario de León

A ritmo de chancleta

El avión perseguía al sol, pero éste iba más rápido, bueno, o más bien es la tierra la que da vueltas¿ más o menos la tierra gira el doble de rápido que un avión (cuando te sobra el tiempo te entretienes con cualquier tontería, hasta haciendo c

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León

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Y pensando en las tonterías que hacemos los humanos, el trayecto me regaló un par de anécdotas de estas que te dejan un rato sin saber muy bien qué pensar acerca de nuestra especie. La primera sucedió antes de embarcar, en la puerta de acceso del aeropuerto donde te revisan el equipaje de mano y todo lo que llevas encima, y descubrieron una botella de agua en mi bolsa. Me lo advirtieron y les confirmé que sí, que era lo que parecía, agua, y les pedí que me la dejaran pasar. Pero dijeron que no era posible, así que no dispuesto a tirarla procedí a bebérmela delante de ellos, pero a pesar de que mi amor propio en estos casos es fuerte, o me reventaba o no me la acababa, así que les dije, «bueno, ya ven que es agua, sigo vivo, no es nitroglicerina ni nada parecido, ¿la puedo pasar ahora?» - «NO». Y me la tiraron a la basura¿ Y entré cabizbajo pensando en una frase de la película American Beauty , «nunca subestimes el poder de la negación». La segunda anécdota ya sucedió en el avión y los protagonistas fueron una familia de sudamericanos, quizá de Venezuela (tenían cierto deje fotonovelesco). Cuando pasó el carro de souvenirs y objetos imprescindibles diversos, el cabeza de familia paró a la azafata y le pidió que le enseñara relojes, y hablando con el que debía ser su hermano éste le dijo «yo no uso reloj, pero cómpralo si quieres». Y así lo hizo, sacó su Visa y compró. Se lo puso en la muñeca que tenía libre, lo comparó unos instantes con el de la otra muñeca y siguió leyendo una revista. Entonces me pregunté cuánto debía valer el chisme ese, así que miré en el catálogo y volví a quedarme de nuevo cabizbajo, atónito: 270 euros. Las encarecidas recomendaciones de mi compañera de asiento en el avión, que era de Fortaleza, me hicieron abandonar la idea de intentar ir de noche en autobús al albergue, y en contra de mis férreos principios anti-taxi, cogí uno.  Pero además de ir seguro (ciertamente lo que se veía desde la ventanilla corroboraba las recomendaciones de la compañera de viaje) ir en el taxi me permitió comprobar que lo de los tópicos falla a veces. Estaba jugando en ese momento Brasil la semifinal de la Copa América. Me extrañó que el taxista tuviera sintonizada música en la radio pero puestos a entablar mi primera conversación en portugués (complicada experiencia) y mostrarme amable, le pregunté por el partido, todavía convencido de que él sabría algo, pero¿ no tenía ni idea de nada, no le interesaba el fútbol¿ ¡Un taxista brasileño que pasaba del fútbol! Este fue el primer indicio de que quizá llevaba en mi mochila demasiados prejuicios. En el albergue tenían puesto el partido en la tele, pero no le prestaban especial atención. Nadie tiró cohetes ni salieron a las calles con los coches pitando como locos cuando por fin ganaron y pasaron a la final. ¿Estaba en Brasil? A las 7 de la mañana ya no podía aguantar en la cama y salí a dar un paseo por la playa. No había nadie, el sol estaba ya bastante alto calentando de lo lindo y caminaba lentamente chapoteando los pies en la orilla. Al rato comencé a ser consciente de que no tenía absolutamente nada que hacer. Nada. Durante los próximos 5 meses ninguna obligación me esperaba, ninguna cita inexcusable, ningún trabajo inaplazable, ningún compromiso ineludible¿ Nada. Había decidido abandonar durante un tiempo la «confortable» vida occidental y allí me encontraba solo, desconcertado ante una situación inusual para un integrante de la interminable lista de aquejados de estrés crónico. Un hogar por tres semanas Decidido a mimetizarme lo más rápidamente con la población autóctona, me fui a comprar unas «havaianas», que no son más que las chancletas de toda la vida y que aquí las lleva la mayoría de la población. Esto no pasaría de ser una mera anécdota si no fuera por lo difícil que resulta andar rápido y ágil con este calzado. Este detalle dice mucho de un pueblo: aquí parece que la prisa no existe, todo fluye pausado, a ritmo de chancleta. Pero Fortaleza me mostró tras tres días que se parecía más de lo esperado a conocidos enclaves de nuestra costa mediterránea, y tomé rumbo hacia el norte, hacia una ciudad que no estaba muy lejos, San Luis, a la que un amigo de esos en los que confías plenamente me recomendó ir a pasar dos o tres días. Tras 22 horas de autobús (aquí las distancias cobran otra dimensión) llegué a una ciudad solitaria, casi desértica. Era domingo, paseaba en busca de un albergue por sus calles empedradas casí fantasmagóricas por el vacío humano, con sus rancios edificios coloniales, y pensé en mi amigo: «dos o tres días...». Pero a medida que me acercaba al centro, un no sé qué extraño me iba invadiendo, una sensación acogedora que me hacía sentir más relajado a cada paso. San Luis se convirtió en mi hogar durante las siguientes 3 semanas. Y ya se sabe aquello de que el mundo es un pañuelo. Terminé alojado en un albergue-bar-restaurante que llevaba Ricardo, un tipo de Barcelona, ciudad que me acogió durante 2 años hace ya un tiempo, y si bien no nos llegamos a conocer personalmente en su día, sí que pudimos repasar una buena lista de amigos comunes. Ricardo se encargó de ser mi cicerón los primeros días, me mostró los lugares que no me debía perder, y las callejuelas por las que no me debería perder. Y también me fue mostrando, aunque sin darse cuenta, que quizá hay otras formas de encarar la vida. Separado tras un montón de años con su pareja y un hijo que se había quedado en Barcelona, ahorró lo suficiente para conocer durante un tiempo este país de punta a punta y tras cerciorarse de que la vida aquí era distinta y quizá mejor, se compró una casa (la vivienda... este es tema para otro capítulo) y la convirtió en su negocio y en su hogar. Así que un día, movido por la curiosidad, me fui a callejear a ver cómo estaba el mercado inmobiliario por estos lares. No tardé ni dos esquinas en que un cara del barrio (lo de «cara» en portugués significa «tipo», «tío», aunque a algunos se les podría aplicar directamente la acepción castellana¿) se acercara hasta mí y viendo mi interés se ofreció como el perfecto hombre-agencia, conocedor de todas las casas en venta en el barrio, y con contacto directo con todos los dueños, evidentemente. Así que terminé viendo 4 casas por dentro, bueno, a alguna más bien habría que llamarla ruina antes que casa, pero en fin, todo se puede rehabilitar con dinero¿ Eran enormes, y cuando digo enormes, quiero decir enormes. Menos de 300 metros es complicado encontrar. En una de ellas fui incapaz de calcular cuánto espacio habitable tenía pero pasaba con seguridad de los 1000 metros.  Y tras una agradable ruta inmobiliaria, invité al cara a tomar una cerveza, que luego fue otra, y otra y otra¿ A las cinco y media de la tarde íbamos los dos como amigos de toda la vida haciendo eses por entre los reviejidos adoquines de esta apacible ciudad¿ Tras una necesaria ducha fría (en cualquier caso la ducha siempre es con agua fría, sólo hay un grifo¿) salí con Ricardo a cenar algo por la calle y luego a la esquina de «la Faustina», donde todos los viernes los sonidos africanos se adueñan de esa pequeña plaza y las mujeres bailan y bailan hasta la extenuación. Los músicos hacen una hoguera en plena calle para calentar las pieles de los tambores, eliminar la humedad y conseguir así el sonido que atrape a los presentes. Y allí conocí a la pareja que me regalo una noche entrañable. Iván, un navegante italiano, blanquito, de 60 años, aparentando así como que poquita cosa, e Isvet, arrasadora mulata cubana de 37. Enseguida comprendí que no era esa «típica» relación «europeo busca sexo con latina que busca salir de la miseria». Su hijo de 5 años correteaba libre y despreocupado entre la multitud que se iba calentando con la música. Y mientras, entre caipirinha y caipirinha, con los roncos sonidos tribales llenando la atmósfera, la encantadora pareja me iba relatando los secretos de la sociedad del nordeste de Brasil, toda esa realidad que se le escapa al turista que va de paso, incluso al viajero que gusta de observar con otra mirada, esa verdad que sólo se puede conocer cuando ya te has convertido en parte de esa sociedad y vives el día a día con ellos. Y yo estaba fascinado y seducido como si estuviera escuchando una fantástica historia de aventuras. Me sentía como un niño ávido de saber, esa avidez natural que poseen los niños antes de que la sociedad del bienestar aniquile su deseo por aprender. Y aprendí mucho, aprendí todas esas cosas que las guías de viajes nunca te cuentan. Cuando Faustina nos dijo que ya no nos podía poner más caipirinhas, que habíamos terminado con no recuerdo cuál de sus ingredientes, comprendimos que era hora de marchar. Y allí se alejaron suavemente calle arriba el sabio lobo de mar con corazón de treintañero y la descreída de revoluciones caducas de belleza tan cautivadora como su inteligencia, con su niño chocolate con leche revoloteando feliz a su alrededor. Y yo tuve la fortuna de reencontrar las eses que había trazado por la tarde y me guiaron mansamente hasta casa.

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