Diario de León

A terra da felicidade

La lata de cerveza se tira al suelo para que así la puedan recoger luego los que han improvisado una profesión

J. L. P

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TO PUESER | texto
León

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São Luis de Maranhão me regaló ya suficientes sensaciones y el viaje debía continuar. Un «onibus» que iba sorteando casi de memoria los innumerables baches que asolan las carreteras brasileñas, con el aire acondicionado a toda potencia haciendo heladora ostentación de ese «lujo», me llevó a 1.500 kilómetros al sur del nordeste brasileño, hasta Salvador de Bahía. Llegar un martes a Salvador, a la bahía como dicen ellos, hace presagiar de entrada pocas emociones para ese día e invita a encerrarte en la habitación de la «pousada» y tratar de recuperar las energías consumidas tras las 24 horas de bus. Pero no tardan en explicarte que has llegado en el día adecuado para descubrir el por qué de los carteles que te dan la bienvenida a «La tierra de la felicidad». Los martes, todos los martes del año, el barrio del Pelourinho despliega toda su sensualidad y exotismo, y contagia al visitante de su ritmo ardiente, dejando un permanente ambiente de fiesta para toda la semana tomandose tan solo un leve respiro el lunes a la espera de otro martes mágico. Así que me olvidé de mi agotamiento y de mis bronquios lacerados por el criminal aire acondicionado y salí a vivir la primera noche de una ciudad que pronto comprendí iba a ser parada y fonda durante un buen tiempo. Mientras mis ojos no dejaban de mirar nerviosos a un lado y otro, mis chancletas se metían en todos los agujeros que se abrían entre los añejos adoquines de las empinadas calles del Pelourinho. Supongo que debía parecer un ridículo turista con la boca abierta y tropezando sin parar, pero sólo me importaba no perderme ningún detalle, al indio Jerónimo cantando ante una multitud en la escalinata del Largo do Carmo, a las bahianas con su traje típico vendiendo acarajés fritos con aceite de dendé, a los vendedores de brochetas de queijinho asadas en improvisados braseros de hojalata, a los vendedores de cerveza con su nevera de «poliespán» al hombro... y también ir descubriendo los curiosos personajes que deambulan constantemente alrededor de los turistas tratando de conseguir alguna moneda por cualquier medio. Los «blocos» Y en una esquina me retuvieron los sonidos tribales de uno de los «blocos» de percusión que desde que termina un carnaval se están preparando para el siguiente. A los músicos les seguía un improvisado grupo de baile conducido por unos aguerridos negros de anhelados torsos desnudos creando espectaculares coreografías que la gente iba imitando al más puro estilo «aerobic»; me acordé de Eva Nasarre, ¡hace ya un siglo de eso!, pero si aparecen estos en televisión arrasan en los paneles de audiencia¿ Cuando finaliza la ronda del bloco, varias turistas con su corazón palpitante no sólo por el agotador baile, están al acecho a ver quiénes son las elegidas. El cortejo es digno de figurar entre los mejores documentales de Félix Rodríguez de la Fuente¿ Pero me llamó la atención entre los músicos uno que tenía bastante más pinta de ser español que bahiano, y los fui siguiendo por su recorrido hasta que al finalizar me acerqué a él para confirmar mis sospechas: Jonathan, un pamplonica comercial de móviles que hace un año se cansó de llevar corbata y de aguantar a imbéciles y se vino a esta tierra a hacer lo que realmente le gustaba, vivir empapado de música y alegría. Y fue el quién me abrió las puertas de lugares que me hubiera sido difícil descubrir tan solo paseando, y así cambié mi posada por la casa de un noruego que desencantado de la vida en su país había montado un centro cultural abierto a todo aquel que tuviera algo interesante que ofrecer, y donde además por un precio realmente popular podías hospedarte. Cuando vi el que iba a ser mi cuarto, inmediatamente vinieron a mi cabeza imágenes de esas películas de la segunda guerra mundial en las que aparecen los barracones de los campos de concentración donde se hacinaban los judíos a la espera de su negra suerte. Pero los seres humanos que pasaban por los acogedores espacios abiertos de la casa, me transmitieron tal carga de energía positiva que no dudé en quedarme. Gentes de innumerables lugares del mundo compartiendo una misma forma de vivir la vida, un «poco» alejada de lo que establece el guión que nos han entregado como bueno. Personas algunas tan jóvenes pero con tanta vida en sus mochilas, que yo que ya he empezado a peinar canas me sentía como un adolescente que comienza a descubrir el mundo. Se podrían escribir enciclopedias con las vidas de los que allí he ido conociendo. Vida a borbotones Y el lugar, situado en los límites entre el bien y el mal me sirvió, además de para cuidar mi maltrecho espíritu occidental, para vivir de cerca la vida de este singular barrio. Vida que se desparrama a borbotones por todos sus rincones, en la que te vas sumergiendo poco a poco intentando formar parte de ella, de lo bueno y de lo malo. La música te sorprende en cualquier esquina, a veces te quedas encantado escuchando y otras huyes despavorido por el volumen ensordecedor convencido de que tus oídos van a ceder en cualquier momento; aquí la música es desmesura, los sonidos de uno se mezclan con los del vecino de al lado que no quiere ser menos generoso con su música. Curioso lo de aquel policía de paisano con camiseta del Ché que dicharachero él se acercó a nuestra mesa a intentar encandilar a mis compañeras y que terminó por llevarnos a su coche «tuneado» que sería envidia de nuestros «bacaladeros» y a las dos y media de la madrugada puso a todo volumen su amplificador mirándonos sorprendido cuando por señas le decíamos que quizá estaba molestando a los vecinos... Pero te quedas también ensimismado viendo a una niña de 12 años dirigiendo con desparpajo a un bloco de niños tocando emocionados sus tambores entregados a su querida maestra, mientras piensas en los «beneficiosos» efectos de las «playstations» en nuestros niños. Y los capoeiristas, que pueblan las plazas exhibiendo orgullosos su destreza y sus cuerpos con este juego-baile-lucha del que han hecho una forma de vida, y que ya ha contagiado a tantos y tantas en europa que vienen aquí como musulmán que va a la Meca. Y también aprendes que la ecología aquí funciona de otra manera cuando te miran mal al tirar la lata de cerveza a la basura: se tira al suelo, para que así la puedan recoger luego los que han improvisado una profesión nocturna para conseguir menos de 1 euro por cada 80 latas recogidas que son más o menos las que hacen 1 kilo. Y te abordan los «meninos da rua» pidiendo insistentes unas monedas que aprendes que no debes darles bajo ningún concepto porque cuando reúnen las suficientes se van de inmediato a buscar su dosis de crack; pero no les des tampoco una hamburguesa sin empezar porque al traficante de turno también le sirve como moneda de cambio para una dosis; por cierto, ¿dónde viven estos niños? Y te arrollan los «gorrillas» que persiguen a gritos a los coches buscándoles aparcamiento con la esperanza de conseguir unos céntimos. Y te quedas atónito con el taxista (perseguidores incansables de clientes) que se niega a llevarte a una dirección para ver una ceremonia de candomblé que esperas que sea auténtica, porque dice que a ese barrio no entra ni aún sin parar el taxi; y terminas yendo a otra en un barrio tranquilo y al terminar la farsa o dejémoslo en teatrillo, los de la casa, entre sonrisas amables y complacientes, no te dejan salir a llamar un taxi a la cabina que está a 10 metros de la puerta y te ofrecen encarecidamente su teléfono, llamas al taxi y cuando llega saltas a su interior preguntándote cómo debe ser el otro barrio al que nadie quería ir... Una mañana me levanté temprano para dar un paseo por el puerto, cuando los primeros rayos de sol comenzaban a teñir de un rojo intenso y calido la bahía, y fui al elevador Lacerda, tremendo ascensor que une la parte alta de la ciudad con la baja evitando así tener que entrar en las «tierras prohibidas». Tropecé con unos bultos que había en el suelo cubiertos con unos harapos que pronto me resultaron conocidos; ah, vaya, así que era ese el hogar de los niños de la calle, claro, claro, qué tonto... Salvador de Bahía, una ciudad profundamente humana cuyos contrastes te sumirían en una profunda melancolía si no fuera porque sus habitantes parecen tener siempre la alegría dibujada en la comisura de los labios. Extraño y subyugador lugar, a terra da felicidade.

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