Un recorrido por los secretos culinarios del Imperio (y III) Reflexiones finales
Lucius Licinius Lucullus fue en su momento el hombre más opulento de Roma, sus éxitos militares le llevaron a gobernar Asia. Donde, según Plutarco, realizó grandes reformas financieras, combatió los impuestos excesivos, redujo el tipo de interés y canceló deudas. A pesar de su buen gobierno fue acusado de depredación, y algo debe haber de cierto en la acusación, pues era considerado como el hombre más rico del Imperio. Lúculo cena en casa de Lúculo Como muestra de su poder económico digamos que mandó construir en el monte Picio un maravilloso parque que aún se conserva en nuestros días. En él edificó un fastuoso palacio, lamentablemente desparecido, en el que había doce comedores, cada uno de los cuales llevaba el nombre de una divinidad, cuya estatua en mármol lo presidía. En sus jardines aclimató por primera vez el cerezo dulce que había traído de la ciudad de Cerosonte, en Asia Menor. Según la leyenda, Lúculo murió en el año 56 antes de Jesucristo a consecuencia de haber ingerido, posiblemente sin saberlo, una cantidad desmesurada de un filtro amoroso. Lúculo fue un gran gastrónomo de la antigüedad, pero debe su fama a una frase, que le atribuye Plutarco. Dice el historiador en sus Vidas Paralelas: «Un día en que Lúculo cenaba solo y que no tenía ningún invitado a su mesa, sus criados le sirvieron una cena mediocre y él se enfadó. Llamando a su mayordomo le riñó. Este, para excusarse le dijo que como no había prevenida persona invitada a comer había creído que no debía servir una cena más suntuosa. ¡Cómo, bribón -respondió Lúculo-, no sabías que Lúculo cenaba esta noche en casa de Lúculo. «De re coquinaria» Apicio es un nombre emblemático en el mundo de las gastronomía romana, aunque fueron tres los Apicios famosos gracias a su pasión por la buena mesa. El primero vivió en la época de Sila, siglo y medio antes de Cristo, y fue conocido por su incontenible apetito. El segundo disfrutó de los placeres culinarios en tiempos de Trajano, un siglo antes de Jesucristo, y se hizo famoso por inventar una técnica parea la conservación de las ostras. Pero Marco Gavio Apicio es el más reputado de ellos y a él debemos la biblia de la cocina romana, el libro titulado, De re coquinaria. Aunque existen dudas más que razonables sobre la fecha de su nacimiento, algunos historiadores la fijan en el año 25 antes de Cristo. Cuentan que llevó una vida corta pero intensa. Dice Séneca sobre él que «llamaba la atención con sus cenas. Era un hombre que sabía elaborar los buenos ingredientes y distinguir cualquier tipo de animales». Era un ser apasionado por el lujo en la cocina, el amor por lo caro y por los productos estrafalarios y exóticos. Dicen que llegó a fletar un barco para satisfacer sus deseos de conocer las cualidades de los langostinos de Libia. Daniel Vázquez Sallés, comenta sus excesos en la última edición de su De re coquinaria, publicada en España este mismo año: «Apicio -explica- llevó su lujo y exceso hasta las últimas consecuencias: se suicidó empleando veneno cuando, arruinado como se arruinan los ricos, (había dilapidado dos tercios del millón de sextercios heredados de sus sufridos progenitores) no soportó la idea de tener que moderar su acelerado tren de vida y su gula insaciable. Envenenamiento que el poeta Marcial calificó de acto supremo de amor para con sus debilidades gastronómicas. «No podías hacer nada más propio de un glotón, Apicio», le cantó». De re coquinaria, es una obra en la que se integran diez libros de recetas y está claro que no fue escrita en su totalidad por Apicio. Los estudiosos aseguran que la obra es un conjunto de escritos de varios autores, realizados a lo largo de diferentes periodos históricos de Roma, y no es hasta finales del Imperio mientras los bárbaros llamaban con impaciencia a las puestas de las fronteras romanas, cuando un recopilador anónimo se encargo de reunir en este libro una parte muy importante de casi diez siglos de historia culinaria. Volvemos a las palabras de Vázquez Sallés: «Los pilares sobre los que se construye esta gran obra -dice- son, por supuesto, los trabajos realizados por Marco Gavio Apicio, cuya fama de buen gastrónomo sobrevivió a las fluctuantes modas romanas y cuyo apellido fue utilizado como sinónimo de buen comedor. Séneca cuenta que se creó la secta de los apicianos en homenaje a un gastrónomo que había sido capaz de organizar fiestas en las que servía a los invitados miles de lenguas de flamenco rosa y la misma cantidad de sesos de ruiseñor, todos dispensados por esclavos de gran belleza al ritmo de una música embriagadora. Tomando a Apicio como mascarón de proa de su recopilación, no es extraño que el autor anónimo decidiera bautizar su trabajo como Los diez libros de cocina de Apicio. Su primera edición impresa se realizó en Milán en 1498, efectuándose otra poco después, en 1503, en Venecia. La sapiencia de Apicio se revela evidente en algunas partes de De re coquinaria, aunque descifrar el grado de participación del mismo Apicio en su redacción es una labor para los eruditos en la materia. Aunque queda claro al leerlo que los autores siguieron con fidelidad la máxima: En toda buena mesa no debe faltar de nada». Recetas milenarias En este tratado se encuentran recetas para cocinar, entre otras muchas cosas, zanahorias, cardos, coles, nabos, rábanos, puerros o calabazas, en el mundo vegetal. Animales salvajes y de corral, buey, ternera, ciervo, jabalí, liebre, cabra¿ Aves como las grullas, avestruces, pollos, palomas ocas o pichones. Recetas para cocinar los frutos del mar, langosta, calamar, pulpo, erizo, atún, mejillón, sardina¿ y vísceras de los distintos animales, vulvas, tetillas, riñones o hígado. Y conocida es también su pericia en la elaboración de salsas, en uno de los capítulos del libro se pueden encontrar recetas como las de la salsa fría para el cochinillo cocido, salsa caliente para el cordero salvaje o salsa blanca para la liebre asada. No menos de cinco especias o hierbas aromáticas son precisas para la elaboración de cada una de las propuestas gastronómicas de Apicio. Finalizamos con unas reflexiones sobre la gastronomía romana del ilustre escritor portugués Eça de Queiroz: «Se acusa a los romanos -dice- de esclavos del vientre. La glotonería fue entre ellos un poderoso factor social, casi una razón de Estado. Catón hizo decidir la intervención en la última guerra púnica, mostrando a los ojos golosos del Senado la belleza y el tamaño de los higos de Cartago. A medida que se ensanchaban las fronteras de la República, crecían en Roma las escuelas de cocina, más numerosas ya en tiempos de Claudio, que las de filosofía y de gramática. El oficio de cocinero se convirtió en el más remunerado y uno de los más privilegiados. Bajo Alejandro Severo, los gobernadores de las provincias recibían dotaciones de vajillas, de caballos, de armas de lujo¿. y un cocinero, un cocinero oficial que debían restituir al Estado cuando acababa su periodo de gobierno. Y a pesar de todos estos fastos reservados a las mesas de próceres, la plebe, por el contrario, tenía que alimentarse con espartana sencillez a base de verduras cocidas, alegradas con algún sucinto tropezón más energético. Para ellos hasta el pan era un artículo de lujo. Aseguran que en las calles romanas había a todas las horas un intenso olor a coles cocidas.