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ANA F. BARREDO

Publicado por
ANTONIO PARRA FRÁ | texto
León

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|||| Uno de esos días últimos de octubre radiante otoñal, fui de paseo por un lugar que muchas veces he recorrido y contemplando el paisaje, venían a mi memoria vivencias de mi niñez y de mi juventud y observaba, una vez más, cómo las viñas de San Lorenzo, Lumbano, Escaril y Los Barrios, en esta época del año, empezaban a teñirse de amarillo, al igual que los chopos que enmarcan el cauce del río Boeza que, no muy lejos, se desliza entre las huertas que por allí aún existen. Y me asomé al puente del ferrocarril, en donde muchas veces presencié como más de una mamá llevaba a sus niños aquejados de tos ferina a aspirar el que, decían, era beneficioso humo de las máquinas del tren. Han pasado años, bastantes años y aquel paraje ya es otro, aunque los lejanos alrededores sigan siendo los mismos, pues los montes no han cambiado y se dibujan en el azul del cielo, tal cual yo siempre los he conocido. Majestuosos se alzan, a lo lejos, los picos de la Aquiana y el Tuerto y allí continúan inamovibles las peñas de Ferradillo y los Apóstoles, pero ya empiezan a aparecer, por encima de Molina y de Riego, cual si fueran quijotescos gigantes, esas torres eólicas con sus fantasmales brazos giratorios -tributo que hay que pagar por exigencias del progreso-. Por allí ya no están aquellos almendros, que fueron testigos mudos de sucesos lamentables que, por aquel lugar, ocurrieron y que, sin duda, pasarán a ser páginas de la memoria histórica, que no quiera recordar, pero que, en mi recorrido he de rememorar con tristeza. Voy a situar a mis lectores en el escenario a que me estoy refiriendo y que no es otro que los alrededores y muros del antiguo y desaparecido cementerio del Carmen, a donde por estos días, acudía la Ponferrada de entonces a recordar a los difuntos. Ya han pasado más de cuarenta años que aquel cementerio dejó de ser; pero quizá la proximidad de tan señaladas fechas y los recuerdos, fueron los que guiaron mis pasos por aquel paraje y como tantas veces, me detuve en la puerta de entrada, que aún se alza casi derruida, comprobando que en ella se conservan en la parte superior y en su interior, esculpida en piedra y en relieve una cruz de Thau del Temple y en el exterior, también en piedra, el escudo de la ciudad, debajo de la cual, por enésima vez recité silencioso, la leyenda casi ilegible, que allí existe y que ya desde niño, siempre me impresionó y que, se me antojaba poética y me hacía meditar sobre el sentido de la vida. Dice así: «En silencio sublime esta morada le dice / al hombre, aspira a mejor vida que todo / En este mundo es polvo¿, nada» Como yo, muchos de los que por allí pasan, habrán dado lectura a aquellas frases. Desconozco de dónde proceden y quién fue su autor. Lo que sí pienso es que, a mi juicio, como ya he dicho antes, encierran una gran sencillez poética y una profunda belleza. Tampoco soy yo el más indicado para valorar el arte que el conjunto pueda tener. Supongo que alguien entendido en la materia se habrá interesado por ello, y si bien unas piedras a modo de pequeñas columnas de los laterales en la parte superior, ya están deterioradas, me temo oque, cualquier día, se vaya todo al olvido en un vertedero. Y cuando en todo esto pensaba, se me acercaron dos peregrinos y con acento extranjero, me preguntaron por el albergue y al leer el letrero, se interesaron por su significado. Les aclaré que el amurallado recinto, había sido el cementerio de la ciudad, hace ya cuarenta años o más. Tomaron nota, volvieron a repasar con la mirada todo aquello, fijándose en el pino centenario que allí hay y ya nos fuimos hacia el albergue. Al pasar ante la Capilla del Carmen, se detuvieron para observarla con detalle y me preguntaron si conocía datos de aquel templo. Les dije que había sido hospital de peregrinos y que fue fundada en el siglo XVII por Carmelitas de La Bañeza, donde tuvo colegio la Orden, información que yo conocía por un libro de Julián Álvarez Villar, titulado «El Bierzo». También se fijaron en la cruz de piedra que al lado de la iglesia existe. Una vez que los dejé en el albergue ya pensé en escribir todo esto que me había acontecido, y al mencionar la cruz de piedra, recordé unos versos que en cierta ocasión leí, que llevaban el título de «La verdad de las tradiciones» que dicen: «Vi una cruz en desplobado un día que al campo fui y un hombre me dijo allí mató un ladrón a un soldado. ¡Oh pérfida tradición Cuando del campo volví otro hombre me dijo allí mató un soldado a un ladrón» Y si traigo aquí estos versos, es porque pienso que alguien, con el correr del tiempo, podría tergiversar la verdadera historia del lugar, así como los hechos allí acaecidos que, a buen seguro, los niños, los más jóvenes y muchos ya mayores, desconocen. Lo verdaderamente cierto, es lo que allí está y les he relatado y que, los de mi generación, conocen y vivieron.

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