Diario de León

Burrell, de payaso a héroe

La encuesta judicial de la muerte de Diana desvela que la Policía ignoró sus denuncias sobre teléfonos pinchados y conspiraciones para asesinarla

PACO TORRENTE

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Publicado por
IÑIGO GURRUCHAGA | texto
León

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Paul Burrell había dormido dos horas. Tuvo que ir a su casa del Norte, a buscar todas las cartas y documentos relevantes para la encuesta judicial sobre la muerte de Diana, de quien fue mayordomo. Regresó impregnado de nuevo con el aroma de los secretos. Los que sabía, pero luego no recordaba, aunque después desconocía, durante la vista judicial. Regresó con una carta, «privada y confidencial», al juez Scott Baker. El juez la leyó y le dijo que iba a leerla. No eran secretos. Uno lo había publicado en uno de sus libros. El otro es irrelevante. Los secretos son que Diana pensaba comprar una casa en Estados Unidos. Y otra en Sudáfrica, quizás. También trajo documentos. Tampoco quería que se revelasen. El juez le contentó. Elaboró un inventario y lo leyó. Burrell trajo de su casa fotografías, un manual sobre cómo servir a la realeza, un libro de psicología y unas cartas y notas de Diana, irrelevantes. Una de ellas, sobre su encuentro con Teresa de Calcuta. Burrell estaba colmando la paciencia de Michael Mansfield, el abogado de Mohamed Al Fayed. Un testigo tan decisivo, el hombre de quien se suponía que tiene unas cartas del duque de Edimburgo a su yerna, tan graves que podrían explicar su asesinato, no sólo no tiene las cartas. Dice que no tiene nada. Y traía una fotos. Mansfield le vapuleó al comenzar la sesión de la tarde. Burrell se ha hecho rico explotando sus recuerdos y maneras de mayordomo real, pero aquí jugaba con tiburones de la ley, a los que no les impresiona la elocución aristocrática. Estos barristers ganan millones con su cerebro forense y su uso medido del lenguaje. Mansfield recordó a Burrell todas sus contradicciones de la víspera. El mayordomo amanerado se defendió como pudo. No sabía que iba a ser tan «difícil», tan «horrible», tan «espantoso». «No es fácil estar aquí sentado, bajo la presión de un eminente abogado como usted», le dijo a Mansfield. «Es usted muy amable», le repuso Mansfield. Los abogados se cruzaban miradas de cachondeo. En la sala anexa del público se oían de nuevo carcajadas. ¿Nadie la creyó? Y es que todos habían visto cómo Mansfield había acosado durante dos horas a un animal más fiero, nada menos que sir David Veness, jefe de la lucha antiterrorista y de la protección de la realeza cuando murió Diana. Ahora es responsable de seguridad de la ONU, en Nueva York. Veness también intenta imponerse con la virtud o vicio inglés de la cuidada elocución. Y a veces le sale un churro. Le pasó ayer y nadie se lo tuvo en cuenta. Porque Mansfield estaba proyectando luz hacia la supuesta conspiración para matar a Diana. Sobre el despacho de Veness cayó en 1994 un informe de un colega al que la princesa de Gales, le había dicho que sus teléfonos estaban intervenidos. No hizo nada. Aunque a los periódicos había llegado la transcripción de una conversación privada. Notas de una entrevista Y él no hizo nada. Cuando murió Diana, su abogado, lord Mishcon, llevó a Veness una notas que había tomado en una entrevista con Diana, en la que ésta le dijo que pensaban matarla o herirla en un accidente de tráfico. Y él no hizo nada. No se lo dio a los investigadores franceses. No se lo dio a nadie en seis años. Pero Scotland Yard fue a ver a la misma reina para decirle que Diana planeaba unas vacaciones con Mohamed Al Fayed y que no era conveniente. Veness dio al juez inglés la nota sobre aquella antigua sospecha sólo cuando Paul Burrell publicó en uno de sus libros una carta de Diana con la misma sospecha. Cuando Mansfield informó al mayordomo de su papel como ariete de esta investigación, el payaso era ya casi un héroe. Diana tenía una fuente que le informaba de las conspiraciones contra ella. Era su fuente fiable. La que le decía también que la reina iba a abdicar y que iban a deshacerse de ella y de Camilla. Una fuente secreta, a la que Diana apodó Doctor Jarman. Burrell reconoció que sabía de su existencia, pero no sabía quien era. «Usted lo nombra en su libro», le dijo Mansfield.

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