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Cervantes y Bernardo del Carpio

En el 1.200 aniversario de la batalla de Roncesvalles no puede pasar desapercibida la importancia de la figura heroíca de este leonés, al que Cervantes lleno de elogios cuando en su época se cumplieron los 800 años

Imagen del paso de peregrinos de Roncesvalles, donde tuvo lugar la batalla en el año 808

Publicado por
JOSÉ ANTONIO LLAMAS | texto
León

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Decíamos ayer (16.02.08) ante este mismo ambón, que algunos sabios de hogaño han dado en calificar a Bernardo el del Carpio, como uno de los más olvidados de nuestro Olimpo hispano. Tal vez por eso, el empeño en referirnos a este leonés en este año en el que se cumplen los 1.200 de la batalla de Roncesvalles, momento álgido de la gesta personal de este nuestro antepasado caballero. Pero ese olvido no fue siempre tan severo. El ejemplar más cualificado de entre los escritores patrios, Don Miguel de Cervantes, con ocasión de cumplirse los ochocientos años de la gesta de Roncesvalles, en la que participó nuestro Bernardo (año 808) y de sacar a lucirlo el de Alcalá a su caballero andante, Don Quijote de la Mancha, (año 1608) no escatimó elogios hacia la figura de este nuestro personaje. No es de extrañar que en tiempos de Cervantes, la figura de Bernardo del Carpio, y sus romances, fueran materia de primera necesidad en el imaginario popular. Y no lo es menos que Miguel de Cervantes, como nosotros, hubiera escuchado la canción de Bernardo del Carpio miles de veces a lo largo de su vida. ¿Cómo no la iba a incorporar al libro en el que, precisamente, la materia literaria, eran las gestas, reales o fingidas, de los caballeros, andantes o no? «destos que dice las gentes /que a sus aventuras van» Al menos en cinco ocasiones se referirá a Bernardo, y en el capítulo 9 de la segunda parte, llega a citar los dos más famosos versos del no menos famoso romance de Guarinos: «Mala la hubisteis franceses / en esa de Roncesvalles» La importancia de la figura heroica de Bernardo del Carpio se fundamenta en sus características de similitud con los más preclaros varones que le precedieran en este «oficio». (No olvidemos que la caballería era un oficio y de los más nobles) Reunía las características requeridas en la baja edad media para menester tan alto y su memoria se agrandaba al irse incardinando dentro de uno de los más grandes bloques, o ciclos, legendarios, como era el carolingio, en los que se sustentaba la fantasía de las gentes. Y se sigue sustentando. Los otros dos grandes ciclos, el troyano y el artúrico, dieron paso al otro gran ciclo legendario, el carolingio, con su Carlomagno y los Doce Pares de Francia. Nuestro Bernardo deviene ligado a Carlomagno por razones de que su tiempo fuera el mismo del Emperador del Sacro Imperio, (coronado en Aquisgrán como sucesor de los Césares de Roma) y con el que la neófita monarquía asturiana mantuvo tan estrechas relaciones. En un libro de Guillermo García Pérez: Carlomagno, Asturias y España , se especula con las relaciones de los primeros reyes asturianos, en tiempos de Alfonso el Casto, con el Emperador de la Barba Florida. Y es en este contexto en el que aparecerá también la figura del monje Beato de Liébana, en su diatriba contra los adopcionistas Elipando de Toledo y Félix de Urgél, y coadyuvante creador (con Adosinda) del mito de Santiago de Compostela, en un intento de atraer hacia los nuevos reinos nacientes a los cristianos bajo la autoridad de Carlomagno. Dice José Ignacio Gracia Noriega, el Cunqueiro astur, amigo, poeta y sabio, que «Carlomagno fue la sombra ilustre que, desde la lejanía, tuvo cierto sentido tutelar hacia el pequeño reino de Asturias» Tenemos, pues, a Don Bernardo, situado en el ojo del huracán de unas intrigas palaciegas, con amores imposibles de sus padres de por medio, con el recién nacido reino en vilo, y con la necesidad del héroe de salir a la palestra y medir sus fuerzas en la batalla, su ingenio en el gobernar, su honradez para con la tierra, y su venganza personal, que tampoco debe olvidarse. Y eso, en un tiempo en el que el concepto del «honor» tal como lo entenderá el renacimiento y el amor cortés en el contexto de las cortes de Juan II, herederas de lo provenzal, no ha nacido todavía. Pero una cosa es su importancia literaria y otra muy diferente su importancia dentro del contexto del pequeño reino asturiano, como iremos tratando de desvelar para hacerlo del todo ya al final. Nadie mejor para todo este tan grande empeño que el Rey de Reyes, en medio de todo su esplendor, y como peligroso amenazante para los desvalidos pero intrépidos reyezuelos del norte peninsular, a salvo de momento de los árabes. Las campañas de expansión hacia el sur iniciadas por Carlos Martel y continuadas por su hijo Pipino el Breve, se detienen en la frontera con los dominios árabes en la península. Las campañas de Carlomagno aquende los Prineos, no acaban con la batalla, en agosto del 778, si en la del 16 de junio de 1808, de la que nace la leyenda cantada por la «Chanson de Roland» y en la que muere el más simpar de los Doce Pares, sino más tarde, cuando los cristianos, los Arista, capitaneados por Iñigo Iñiguez, se alían con los Banu Quasi y lograron rechazar definitivamente a los francos en el año 816. La figura de Bernardo del Carpio, sobrino del rey, todavía asturiano, Alfonso II, el Casto, quien prosigue la labor organizativa de Alfonso I, y de consolidación del reino, nos ofrece el perfil de un problema que se entrelaza con el sucesorio. Dice García de Cortázar: «La consolidación interna del reino se compaginó con una política exterior agresiva en la que la debilidad de Córdoba permitió numerosas expediciones de castigo, o aceifas, seguidas de repoblaciones en la cuenca del Ebro, y en los valles gallegos. Estos avances se vieron favorecidos por el despliegue de una red de castillos colocados en lugares estratégicos, desde los que era posible controlar los movimientos musulmanes». La ofensiva exterior de Alfonso II. Alcanzó un punto culminante al final de su reinado, una vez afianzado el reino astur. Es entonces cuando consiguió reforzar su control sobre Galicia, prestar ayuda a los muladíes y mozárabes de Toledo y Mérida, amparar en sus tierras a los mozárabes sublevados contra Córdoba, y atacar los dominios musulmanes, llegando a conquistar, momentáneamente, Lisboa. «La obtención de un botín considerable tal vez sea el responsable de las obras realizadas en Oviedo, donde se construyen palacios, baños, iglesias, y monasterios, como la cámara santa de la catedral de Oviedo y la Iglesia de San Julián de los Prados, en las afueras de la ciudad». (H. de España. Ed. Libsa, pag 87-88) Bernardo del Carpio, pues, sería un héroe de la monarquía asturiana, cuyas hazañas tienen como marco uno demasiado alejada del área de influencia sustancial de tal poder, con lo que tendríamos un héroe solitario, un caballero andante, que tiene que mendigar la gloria muy lejos de su tierra, como después lo hiciera El Cid. Este destierro, unido a su drama familiar, forjan al héroe eterno del cual se ocupara Cervantes en su genial «ensayo» sobre la utopía que es el Don Quijote de la Mancha. Además de Roland, otro de los Doce Pares de Francia fue Don Reinaldos de Montalbán, que pasó a los cancioneros españoles y a la serie italiana de Boiardo en el Orlando innamorato , adaptado en España por Pedro López de Santamaría y Pedro de Reinosa como El caballero de la cruz. Y todo eso llegó aquí por el Orlando Furioso de Ariosto, muy traducido en tiempos de Cervantes. También alude Cervantes al famoso Turpin, el arzobispo de Reims y consejero de Carlomagno, al que se le atribuía la autoría de la Historia Caroli Magni et Rotholandi , y que murió en Roncesvalles en la misma jornada que Roldán. Dice Cervantes: «-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los Doce Pares, con el verdadero historiador Turpín, y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto» (D.Q. I, 6) Y en otros versos del romance En los campos de Alventosa , se refiere al romance de Roncesvalles: «Con la grande polvareda / perdimos a don Beltrane» (D.Q. I, 18, 205) Y no haríamos el recuento completo si no nos refiriéramos al Olifante, el famoso cuerno de Roldán, que no lo quiso hacer sonar en demanda de ayuda en la batalla de Roncesvalles y al que se hace referencia en el capitulo 49 de la primera parte; y si olvidáramos a su espada Durandarte, a la que cita en el 23 de la segunda. Pero la de Durandarte merece algo más y es que Durandarte fue asimismo caballero, muerto en Roncesvalles, y primo de Montesinos, el héroe del romance Cata Francia, Montesinos, cata París la ciudad , cuya peripecia algo y mucho tiene que ver con nuestro Bernardo del Carpio. Montesinos, al de la cueva, era en el romancero castellano, trasunto del cantar de gesta galo Aïrol et Mirabel , un héroe desgraciado, nacido en el monte por causa de falsas acusaciones y que, la volver a París, mata al traidor y se casa con Rosaflorida. Su primo Durandarte, el héroe de Roncesvalles, amaba tan profundamente a Belerma que, al verse muerto, le pidió a su primo Montesinos que le arrancara el corazón y se lo hiciera llegar a su amada en una urna. Bien entrada la segunda parte de El Quijote, Cervantes se vuelve a acordar de Bernardo del Carpio. Y es que estando el caballero en casa de los duques que tan pródiga hospitalidad les dispensan, le dice la duquesa: «Digo, señor Don Quijote, que en todo cuanto vuestra merced dice va con pie de plomo, y como suele decirse, con la sonda en la mano... A lo que responde el hidalgo: -Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, y ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún encantador envidioso; y como es cosa ya averiguada que todos o los más caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes, que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los Doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna, y así, cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo que no le podía llegar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos, y le ahogó, acorándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que decían ser hijo de la tierra...» (D.Q. II, 32) Ya en el capítulo I de la primera parte de El Quijote sale a relucir el nombre de nuestro insigne leonés Bernardo del Carpio. (I,1). Habla el narrador que nos presenta a Don Quijote: «Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto al Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos» En el capítulo 6, aquel en el que los libros de la biblioteca del ingenioso Hidalgo deben pasar la prueba del fuego, habla así el cura: «Digo, en efecto, que este libro y todos los que se hallaren que hablan de las cosas de Francia se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles; que estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna» (D.Q. I, 6) En el capítulo 26 de la 1ª parte, cuando el caballero se determina a hacer penitencia en Sierra Morena y anda averiguando cuales locuras debe emprender para imitar a los grandes maestros de su orden, vuelve a referirse a nuestro héroe: «Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla, pues al fin era encantado, y no le podía matar nadie sino era metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro? Aunque no le valieron tretas contra Bernardo del Carpio, que se las entendió y le ahogó entre los brazos en Roncesvalles» (D.Q. I, 26) Y en el capítulo 49 de la 1ª parte, cuando se llevan enjaulado a Don Quijote para su aldea y aparece el canónigo versado en libros de caballerías y autor él mismo, se entabla una discusión acerca de la verosimilitud de personajes y hazañas y al alegato de Don Quijote en el que aparecen Suero de Quiñones y su asesino Gutierre de Quijada, responde el canónigo con el suyo, en el que aparece Bernardo del Carpio: «En lo que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio; pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande» (D.Q. I, 49) También se refiere a unos versos del romance de Bernardo en los versos que se contenían así mismo en el de Fernán González: «Mensajero sois, amigo / non merecéis culpa, non» (D.Q. II, 10).