EL CANDELABRO
Pequeña
|||| Dime de qué presumes y te diré de lo que careces, reza un refrán español. Pero ¿y qué ocurre cuando alguien presume precisamente de sus carencias? Es el caso de Enrique Iglesias, que lleva años intentando convencer al mundo, en especial a sus fans (y puede que incluso a sí mismo), de que en la lotería genética a él le ha correspondido un «micropene». Con lo que es Julio, su padre, me sorprende que no haya salido ya al paso, aclarando que el hijo que más se le parece es en realidad igualito a él en todo, «menos de cintura para abajo». ¿Julio Iglesias, el hombre que ha seducido (siempre según su versión) a miles de mujeres, padre de un chaval monógamo al que los preservativos se le caen de pura flojera? Cuesta creerlo. Sin embargo, ambas actitudes podrían representar la cara y la cruz de la misma moneda. Al fin y al cabo los extremos se tocan. Y ponerse uno mismo a bajar de un burro no es sino otra forma (retorcida, encubierta y audaz) de coquetería. Y luego está lo de matar al padre, claro... Cada vez que Enrique habla de su mermada virilidad está pulverizando la leyenda de latin lovers que su padre, y antes su abuelo, han ido erigiendo -y nunca mejor dicho- a base de mucho tesón y de muchísimo esfuerzo. Ese abuelo murió con las botas puestas, sexualmente hablando. Se fue de este mundo a los noventa años, dejando tras de sí un hijo en pañales y una viuda embarazada. Y ese padre, aunque sesentón, sigue fecundando a su joven mujer y ya cuenta, como mínimo, con ocho descendientes reconocidos. Pero ahora va Enrique, el más Iglesias de todos, y dice que a sus 32 años necesita viagra. Aquí es donde el refranero se va a pique. Aquí ya sólo cabe decir que «De tal palo... tal pastilla».