Las mujeres de Kuria, en Kenia: mutilación o exilio
Cada dos años, los hospitales y clínicas del sur de Kenia aguardan con temor la avalancha de adolescentes con problemas derivados de un acto ilegal en todo el país pero que la tribu de los Kuria considera un ceremonia social, la ablación del clítoris. La tribu ha heredado el nombre de la región, situada al sur de Kenia y limítrofe con Tanzania. Lejos de cualquier atisbo de modernidad, el paso del tiempo no ha afectado a las costumbres de unos hombres y mujeres arraigados a una tierra fértil. Una nueva etapa Esta tribu cree que las mujeres entran con este ritual en una nueva etapa decisiva en la vida y se convierten en adultas. Si no lo hacen, están condenadas al exilio. Después de un festejo que se prolonga durante toda la noche, las niñas aguardan vestidas para la ocasión y engalanadas con pintura blanca a que comience el ritual. El aldeano Chacha Kenega, que invitó a todo el pueblo a la ceremonia, dijo que las mujeres tienen que haberla pasado antes de casarse. «No veo por qué deberíamos abandonar nuestra tradición», añade. Chacha no respeta la ley, que prohíbe la ablación a las mujeres. Una mutilación que, dicen, realizan para evitar que mantengan relaciones con otros hombres. «Sin placer no hay pecado», asegura Chacha. La ablación del clítoris constituye un acto ilegal en Kenia y numerosas niñas mueren a causa de las malas condiciones en que se practica. Las adolescentes se sientan y, una a una, se someten al ritual. La encargada de seccionar los clítoris es una señora mayor. Utiliza un guante blanco y una hoja de afeitar, diferente para cada una. No hay anestesias, tampoco gasas o alcohol. El dolor forma parte de la tradición, por lo que ninguna niña puede gritar, gemir o quejarse para no deshonrar a su familia. Para Moses Ginono, médico del hospital central de Kuria, la ineficacia del gobierno para erradicar esta práctica es evidente. «Las autoridades están debidamente informadas sobre lo que sucede», afirma Ginono. «Sin embargo no toman medidas para no ofender a los lugareños», se lamenta. Cada dos años Ginono acude resignado al hospital. Por experiencia sabe que tendrá que ocuparse de adolescentes con hemorragias, infecciones y, a veces, agonizantes. «Lo peor de todo», dice Ginono, «es que las muchachas no se arrepientan de haberlo hecho porque lo consideran normal». Cuando concluye la ceremonia las mujeres regresan solas a casa. Unas se arrastran, otras precisan de ayuda, todas sangran. El silencio sólo se rompe cuando entonan las canciones tradicionales. «Ya soy una mujer», tararea Rael, la hija de Chacha. Ya puedo casarme y fundar un hogar», dice, y se muestra convencida de que ahora será una mujer respetada. Lejos del pueblo, oculta entre los árboles, una joven de 14 años cuida el ganado de la tribu. Se llama Bhoke y no participa en las celebraciones. Bhoke vive como una paria, repudiada por sus amigos y familiares porque se negó a que la mutilaran. Sufrir por tradición «Al principio quería hacerlo porque mis amigos me convencieron», empieza Bhoke. «Más tarde me enteré de las terribles consecuencias que conlleva una operación así». Bhoke quiere ser mujer pero no sufrir por razones ancestrales. La muchacha se ha enfrentado a su familia y, concretamente a su abuela, matriarca de un clan humillado socialmente por el rechazo de Bhoke. La joven es consciente de que tarde o temprano tendrá que marcharse del lugar, para no sufrir el ostracismo impuesto por su propia familia ni ser víctima de abusos sexuales como castigo. No sabe adonde irá porque nunca ha viajado más allá de las tierras donde pastan sus animales. «No importa -declara-, porque no me queda otra opción». La negativa de Bhoke no es la primera y pone de manifiesto la tesitura ante la que se encuentran los kurias, cuya máxima expresión de su cultura está considerada como una tortura. «Es parte de nuestro patrimonio», se defiende Chacha. «Es una salvajada», responde el doctor Ginono.