«Ahora en La Cabrera se vive bien»
Basilisa Rodera, una de las niñas retratadas en 1962 por Ramón Carnicer para su libro Donde las Hurdes se llaman Cabrera, atestigua la transformación de esta comarca, con la excepción de la estrecha y parcheada carretera de Castrillo
Corría el verano de 1962 cuando un extraño visitante, ataviado con sombrero, cayado y una cámara de fotos al hombro, seguía a pie y a contracorriente el curso del río Cabrera desde Puente de Domingo Flórez hasta La Baña y Silván, por caminos y senderos tortuosos. Ramón Carnicer (Villafranca del Bierzo 1912- Barcelona 2007), a quien confundieron con un agente del Gobierno, descubrió una comarca hundida en el tiempo y en la miseria, superpoblada con más de 11.000 almas. Y plasmó la descarnada realidad, dos años después, sin tapujos, en su libro Donde las Hurdes se llaman Cabrera . El retrato que hizo de La Cabrera sentó muy mal en la provincia. Las autoridades gubernativas y eclesiásticas alzaron el grito en su contra, seguramente conscientes de la crítica social que encerraba. El escritor villafranquino fue puesto en la picota. Treinta años después su figura fue rehabilitada en La Cabrera, al ser nombrado hijo adoptivo. Hoy La Cabrera está agradecida a aquella voz, insólita en el ambiente de complacencia que se respiraba en la dictadura franquista. «Mi padre dice que por ese libro se dio a conocer La Cabrera», afirma Basilisa Rodera Callejo, una de las niñas que el escritor viajero retrató en las escaleras de la escuela de Castrillo de Cabrera aquel tórrido verano. La foto, portada de la última edición de la obra (Biblioteca Leonesa de Escritores. Diario de León. 2007), forma parte de la exposición que alberga el museo etnográfico de La Cabrera de Encinedo hasta el 15 de septiembre. Una colección de 37 fotografías que sintetizan el periplo cabreirés de Carnicer y que ha despertado gran curiosidad entre vecindario y visitantes. Basilisa Callejo, de 50 años, es una de las pocas personas retratadas por Carnicer que aún viven en el pueblo. Fue una de las primeras en marchar porque su familia la envió a las monjas con apenas ocho años y pasó su primera juventud entre Barcelona, Madrid y Salamanca. Regresó en 1984 con la plaza de cartera debajo del brazo. «Mi padre, que fue cartero igual que mi abuelo, me animó a presentarme. Primero le dije que por cuatro horas y 20.000 pesetas no venía, pero después le hice caso, saqué la plaza y aquí me quedé». Y no se arrepiente: «Ahora en La Cabrera se vive bien, lo peor es la carretera, para la gente que vive aquí y para los que vienen», añade con las manos al volante y mirando hacia la evidencia: una calzada estrecha y sembrada de parches. Basilisa la recorre a diario con la correspondencia de once pueblos y conoce cada una de sus curvas. Por la mañana sube a Truchas, por Peña Aguda, para recoger la saca y luego baja por el puerto del Carbajal hasta Quintanilla de Losada (esta carretera ya es obra del progreso). Pasa por Santa Eulalia y Castrohinojo y regresa a Castrillo por Robledo de Losada y Nogar, el primer pueblo de su ayuntamiento, y por último hace el reparto en Saceda, Noceda, Marrubio, Castrillo y Odollo. Nogar se mira en las aguas del río Cabrera, pero su reflejo suscitaría, sin duda, la ironía de Ramón Carnicer si pudiera contemplar la imponente casa de aires nórdicos que se enseñorea del paisaje de arquitectura popular cabreiresa. La Cabrera apenas sobrepasa ahora la cifra de cuatro mil habitantes, una tercera parte de la población de hecho de 1960. El municipio de Castrillo es uno de los más diezmados. Su población actual equivaldría a poco más del trece por ciento de la de aquel entonces: 188 habitantes sobre un total de 1.438. «Hay muchas menos cartas que cuando empecé, algunas vienen de América, pero de España pocas, la mayoría son de bancos», alclara la cartera. Basilisa no se queja de soledad. Se casó con un mozo de Odollo y tuvo dos hijos con él, pero enviudó joven y se ha acostumbrado «a esta vida tranquila, quizás porque mi trabajo me mantiene en relación con la gente y cuando llego a casa me gusta relajarme. Pero es verdad que somos pocos», admite. Los chavales, ya crecidos, empezaron a estudiar en la escuela de Castrillo, pero al poco tiempo la cerraron y viajaban cada día a las de Quintanilla de Losada, aún abiertas. A los once años, como el resto de chicos y chicas de la comarca, tuvieron que irse a un internado público a Astorga. El mayor estudia Aeronáutica en León, una ingeniería cuyo «padre», científico reconocido internacionalmente, es otro cabreirés: Amable Liñán, oriundo del vecino pueblo de Noceda. Las tierras centenales y los linares sólo son un recuerdo cuadriculado sobre el paisaje; ya no hay majas ni veceras; las manchas grises de las pizarreras y sus escombreras se asoman entre el verde de las espectaculares montañas de La Cabrera: en Odollo está la única cantera de explotación interior que existe en la zona y en Marrubio realizan los desmontes para abrir otra pizarrera. Con todo, perviven los huertos con espléndidos surcos de berzas y patatales, ingredientes imprescindibles del caldo cabreirés, que aún se cocina en los fogones modernos. Y en verano se multiplica la población con las vacaciones de las gentes que emigraron. «Aquí hay más calidad de vida que en la capital, también para la gente mayor», insiste. El consultorio médico se abre una vez a la semana, pero si se presenta un caso urgente «bajan ellos desde Truchas», donde está el centro de salud de la comarca. «Lo peor es si ocurre algo grave... con esta carretera para ir a León o Ponferrada», agrega. Bueno, siempre puede venir el helicóptero de Sacyl, reflexiona luego. ¿Transporte público? En Castrillo no entra el coche de línea. Van a tomarlo al cruce de Nogar, aunque la marquesina está un poco más arriba. Y los miércoles y jueves, a Truchas o a Quintanilla. No queda otra. En Castrillo quedan pocas casas de las que vio Ramón Carnicer en 1962. En los últimos años se han rehecho las viviendas de antaño, pero Basilisa aún señala una que ha quedado congelada en el tiempo, como en la fotografía. «El paisaje y la atmósfera no contaminada son lo mejor que tiene hoy La Cabrera», apostilla. Saceda es su pueblo favorito: las casas parecen colgadas de la montaña y los tejados de pizarra desprenden destellos al sol, como una joya de la naturaleza y la mano humana. Ha cambiado mucho La Cabrera desde que Ramón Carnicer la descubrió hace 46 años: El abuelo de Basilisa repartía el correo a caballo y aún lo hizo su padre... El coche de Basilisa se aleja y el rumor del río Cabrera se pierde en el profundo valle que dibujan sus aguas hacia el encuentro con el Sil.