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La India de los sentidos

Os traigo un cachito de aventura. Un trocito de mi vida que comenzó el día en que decidí irme de viaje a la India. Apenas un pequeño saludo de quince días a un subcontinente. Claro que no pude visitarlo todo, sólo un pequeño rincón del Noroeste

Publicado por
CRISTINA MARÍN CHAVES | texto
León

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La India no entra por los ojos. Entra por todos los sentidos. Pero quizás, bueno, no, sin duda, el primer sentido por el que entra la India es el olfato. «Huele a India». India huele a una mezcla acre y agria de basura fermentada, orín y mierda, fundamentalmente de vaca sagrada pero también humana, mezclada con humos de coches. Ese era el olor a India que una vez alguien nombró. Pero la India también huele a incienso y sándalo. Y a jengibre, cúrcuma, cilantro, menta y cardamomo Y a fritanga y a chai. Y a zumo de frutas recién exprimidas. La India que yo conozco tiene olor, tiene olores, igual que tiene colores. La India entra por los oídos. Entra casi tan pronto como por el olfato. La India es ruido. Mucho ruido. Cláxones más agudos, más graves, más broncos, más suaves, continuos, intermitentes o en pedorreta. Musicales o monótonos. Blow your horn se lee detrás de los camiones y los autorickshaws. También suena a bullicio callejero, a griterío, a «one rupi» a «chai chai», «pani water», «namasté» y «which country», toda la retahíla que comerciantes y pedigüeños utilizan para atraer la atención del incauto viandante. Suena a las campanillas de los templos jainitas. Suena a música. Música que te traslada a niveles más etéreos como la del templo dorado de los sikhs de Amritsar. Música que te traslada a lo peor de tu alma cuando a las cinco de la mañana suenan a toda pastilla cánticos religiosos hindúes en plan «jaculatoria» al llegar somnoliento a Udaipur. Música que te traslada inevitablemente de sitio cuando te atosigan con los horripilantes -y frecuentísismos- vídeos y «realtonos» de Bollywood. Música que me trasladará a la India cuando escuche de nuevo a Prem Joshua, un músico que hace un «chill out» indio muy agradable y relajante: http://www.premjoshua.com/index.php?option=com_content&task=view&id=42&Itemid=103 La India entra por el gusto, qué duda cabe. El cilantro omnipresente, la guindilla traicionera, el comino en el arroz. Los distintos masalas, distintas mezclas que al final te abrasan igualmente la boca. El thali de arroz y lentejas de los sikhs y aquella pasta templada y empalagosa. El curd, yogur que cuando lo mezclan con frutas, muesli o cereales lo llaman raita. O el Lassi, yogur más líquido que te lo pueden mezclar también con zumos de frutas. Los jugos naturales de piña, naranja, papaya o granada, el agua de coco bebida en el mismo coco. Las limonadas, limonada natural dulzona y con menta, muy refrescante, el lemmon soda, ¡las mirindas! La kingfisher casi clandestina¿ El hinojo con bolitas de anís que te sirven al finalizar las comidas para que puedas digerir todo lo anterior. Un sinfín de sabores de apuesta, que una vez en la boca no sabes por dónde van a tirar, aunque te lo temes. Y luego el chai, el ubicuo té aromático con leche, bastante dulce, que te ofrecen a todas horas como símbolo de hospitalidad. La India entra por el tacto. El tacto de la arena del desierto, el de la hierba mojada tras el monzón. El tacto de un masaje ayurvédico o el de la henna en la piel. El tacto del pasamanos metálico que te deja olor a metal en las manos. En la India aprendes a tocar. Aprendes a tocar pashminas y sedas. Aprendes a tocar piedras sagradas. Aprendes a tocar cuero. Aprendes a tocar plata. Aprendes a tocar rupias. Y aprendes a no tocar muchas cosas. Por si acaso. Pero tocas. En la India es imposible tener la sensación de manos limpias aunque te las acabes de lavar. Simplemente al cerrar el grifo del agua, ya las sientes manchadas. Y la India entra por los ojos. Estallan los ojos con el color de los saris, tan perfectamente colocados, tan elegantemente paseados por las mujeres indias. Hay que ser india para llevar sari. Los ojos abiertos, muy abiertos, no paran de mirar este país, desde los escarabajos peloteros del desierto a sus templos, pasando por sus gentes y su vida. La India es más gente de la que hay censada. La India es también gente agolpada pidiendo paso. Gente durmiendo en las aceras, encima de los trenes, en la recepción del hotel donde te hospedas. La India es gente conviviendo con animales. O animales conviviendo con gente. Vacas sagradas que dejan boñigas sagradas (pero que huelen y manchan igual que las mundanas). Perros espatarrados en el suelo durante horas y horas, que sirven de hito para orientarte por las callejuelas. Monos que saltan por las paredes y las azoteas. Ardillas tímidas y descaradas que se pasean a menos de un metro de ti, para luego salir corriendo. Cabras que te acompañan en tu camino. Cerdos negruzcos con el pelaje punkie. Camellos viejos con collares. Burros, palomas, cuervos de Bombay. Y otros bichos más pequeños en los que prefiero no pensar¿ La India es gente de ojos de color miel y negros de mirada clara, profunda, pícara o ladina, rodeados de piel canela. Gente que fabrican, usan y venden un sinfín de artículos asombrosos. La India es gente viviendo en casa destartaladas¿ cuando tienen casas. Casas construidas con imposibles andamios de bambú. La India son paisajes que cambian desde el verde exuberante de los alrededores de Bombay al dorado color del desierto. Ríos y lagos con gente haciendo sus abluciones, pescando, viviendo y muriendo. Son ciudades blancas, rojas, azules y doradas. Y también grises y sucias. Construcciones imponentes rodeadas de casas miserables y chabolas. Callejuelas estrechas y avenidas inundadas. La India entra por los ojos. Ojos que no pueden dejar de mirar y asombrarse con cada minúsculo detalle que descubren. Incluso ahora que estoy a punto de volver a casa. La India entra por todos los sentidos. Y ya no sé si saldrá. Creo que no.

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