La «isla de los muertos vivientes» existe en Filipinas
Apenas veinte enfermos residen todavía en la llamada «isla de los muertos vivientes» de Culión, en Filipinas, que a principios del siglo XX albergó la mayor colonia de leprosos del mundo, una fortaleza impenetrable en la que vivían como presos
Pese a que Culión fue declarada libre de lepra en 1998, algunos de los pacientes más ancianos no fueron reclamados por sus familias y por caridad se les permitió quedarse en una pequeña habitación del antiguo sanitario, ahora reconvertido en moderno hospital, explicó a Efe su director, el doctor Valeriano López. Otros están alojados en domicilios particulares, al cuidado de familiares o vecinos. Dado que ya no se les considera una amenaza sanitaria, se les deja incluso salir a calle, algo impensable cuando se estableció la colonia. Pero a mediados de los años 20, hasta 16.000 infectados, atendidos por sólo mil médicos, enfermeros y monjas, ocuparon las precarias e insalubres instalaciones, donde fueron sometidos a un sinfín de tratamientos experimentales para intentar hallar una cura a su mal. Situada en un antiguo fuerte militar en la parte más alta de la isla y rodeada por altas vallas electrificadas, la leprosería se convirtió en un símbolo del estigma del rechazo social asociado a la enfermedad. Antes de que llegaran los colonizadores españoles, los indígenas filipinos ya conocían la lepra, que consideraban un castigo divino y combatían a través de remedios artesanales tan crueles como enterrar hasta el cuello a los leprosos en agujeros llenos de hojas secas, o permanecer en remojo en intestinos de vaca. En el siglo XVII, misioneros castellanos que querían poner fin a estas prácticas inhumanas abrieron las primeras leproserías en Manila y Cebú, de donde procedía la mayor parte de los infectados. Desconcertadas por la ausencia de una cura, las autoridades coloniales ignoraron sistemáticamente el problema, hasta que en 1898 España perdió todos sus dominios en ultramar y Filipinas pasó a ser administrada por Estados Unidos. Alarmados por el riesgo sanitario de unos 4.000 leprosos vagando por el archipiélago, los estadounidenses decidieron establecer al norte de la región de Palawan una colonia a imagen y semejanza de otra que ya funcionaba con éxito en la isla de Molokai en Hawai. En 1906, comenzaron a aterrizar en Culión los primeros grupos de leprosos, y un año después se aprobó una ley que instaba a las fuerzas de seguridad a detener a cualquier persona sospechosa de padecer la lepra. Todos los diagnósticos positivos eran enviados a la colonia, cuya población empezó a crecer de forma vertiginosa, hasta llegar en 1925 a la cifra de 16.138 internos, la mayor de cualquier leprosería del planeta. La isla estaba dividida en dos zonas, de enfermos y no enfermos, y para trasladarse de una a otra había que cruzar dos puestos de control vigilados por guardas armados hasta los dientes, que disuadían a los enfermos que pensaran en fugarse. Para que la comunidad quedara aún más aislada, se emitió hasta una moneda propia para evitar el contrabando y se separó a hombres y mujeres. Con el paso del tiempo y gracias a la eficacia de tratamientos con nuevos medicamentos, las autoridades relajaron algunas de las restricciones, permitiendo los matrimonios entre pacientes, entre otras novedades. También se curaron más enfermos, que abandonaron la comunidad y regresaron a sus lugares de origen, donde se enfrentaron al reto de lograr ser aceptados de nuevo por sus familias. La II Guerra Mundial y la invasión japonesa marcaron el momento más duro para la leprosería, pues las fuerzas niponas cortaron el flujo de provisiones, y en 1944 más de 2.000 internos murieron por falta de alimento. Desde la liberación y durante las siguientes décadas, la colonia vivió un continuo éxodo de pacientes, hasta que a la caída del régimen de Ferdinand Marcos, se optó por invertir los fondos en una fundación para estudiar la enfermedad. En 1988, el Gobierno filipino declaró a Culión libre de lepra, lo que permitió votar por primera vez en unas elecciones a sus habitantes, que en 2006 celebraron el centenario de la llegada de los primeros enfermos. Las instalaciones han sido convertidas en un destartalado y polvoriento museo financiado, entre otras instituciones, por la oenegé española Anesvad, fundada en 1968 por el religioso jesuita vasco Javier Olazábal, quien trabajó más de dos décadas en el hospital. Cerca de cien millones de personas padecen la lepra en todo el mundo y dos millones sufren discapacidades asociadas, aunque cada año sólo se registran 300.000 nuevas infecciones en 17 países que no han logrado erradicar la enfermedad, según la Organización Mundial de la Salud.