Diario de León

Jenuario Morán Gutiérrez, «Mario»

«Como si lo viera. Había en la cocina de la casa de mi abuelo unas vigas y él haciendo muescas y dibujos en la madera con la navaja... y allí quedaron». «Él» era Jacinto Suárez Álvarez, natural de Los Barrios de Luna, gu

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|||| Jacinto era amigo de Felipe Morán Rodríguez el abuelo de Jenuario Morán, «Mario» para los amigos, quien reivindica la memoria de Jacinto y la de quien fuera su padrino, Felipe Cañón Gutiérrez, asesinado en el mismo lugar. Los dos nombres figuran en la larga lista de represaliados recopilada pacientemente por el Foro por la Memoria de León-Aerle. Tanto los miembros de ese Foro como el propio Jenuario, otro de los últimos testigos de la barbarie de aquellos días, persiguen el mismo objetivo: que el sacrificio de aquellos hombres jóvenes, a quienes se les quebró el futuro de la forma más brutal e injusta, no haya sido en vano.

«Mi abuelo, que era maestro, tenía un buen capital y una buena casa allá en Casares donde yo nací. Mis padres se dedicaban a la ganadería». Jenuario, que vive desde hace muchos años en Ponferrada donde ejerció -y lo recuerda con orgullo- como funcionario de Correos, tira de la cuerda de los recuerdos sin perder de vista la fotografía de su esposa, Encarnación, ya fallecida, y que ocupa el lugar de honor de su memoria y de su corazón. No obstante, se trata de ir lo más lejos posible en ese túnel del tiempo que conduce a un Casares en el que la nieve hacía tabla rasa del tiempo y era también, como lo es hoy, la protagonista cotidiana de los largos y apacibles inviernos que precedieron al desastre de la guerra. «Vivíamos bien, había un sueldo y la casa de mi abuelo era grande. También trabajábamos mucho... segando la hierba, controlando el ganado, pero no puedo decir que viviéramos mal. La juventud de Casares tenía inquietudes y había gente con bastante cultura. Había muy buenos alumnos en la escuela . Se había hecho el casino, se representaban obras de teatro... era un pueblo muy activo. Seríamos unos 80 vecinos». Casares de Arbas, a medio camino de la collada de Aralla y de Pajares, es hoy una sombra de aquél que vive en el recuerdo de Jenuario. Apenas un par de vecinos y unos perros ariscos salen a nuestro encuentro: «¡Hombre Jenuario!». Duerme Casares bajo la nieve sin que parezca capaz de recuperarse de otra guerra: la metralla del éxodo ha vaciado las casas.

A sus 83 años puede presumir de su buen estado físico pero eso no le evitó un traspiés, que derivaría en esguince, camino de la que fuera la casa de su abuelo. Demasiadas piedras traidoras en el camino escondido bajo la nieve. Y demasiados recuerdos: «Por aquella peña que ahora llaman -˜las tres marías-™ se escondían». Pronto baja Jenuario a la trinchera de la memoria: «Jacinto, ya te dije, era de Barrios de Luna y estaba casado con Benedicta, una prima hermana mía que era hija única. Tanto Jacinto como su hermano David tenían mucha amistad con mi abuelo Felipe y le ayudaban con la hierba y los animales. Yo, que era el único crío que había en la casa de mi abuelo, iba a llevarle el almuerzo al prado. Jacinto era muy alto y se casó con mi prima antes de la guerra, sería 1932 más o menos. Acababa de ingresar en el cuerpo de guardias de asalto y nada más casarse se fue directamente a La Coruña. Lo estoy viendo: ¡unos llantos!... parecía que se iba al otro mundo. Estuvo allí un tiempo y luego vino trasladado a León donde le pilló la guerra. Él estaba en ese cuerpo que, claro, era de la República pero sus ideas iban por otros derroteros; era fundamentalmente una buena persona. En cuanto a Felipe Cañón, que correría su misma suerte, tendría unos 25 años cuando le mataron; había nacido en Casares y era hijo de Leonardo, mi padrino, al que también fusilaron, junto con otros, probablemente en la collada de Cármenes. Felipe pertenecía a una familia de canteros y albañiles. Son los que hicieron el casino, la cooperativa -que hoy es museo- etcétera. Eran unos trabajadores y una buenas personas. Mi padrino tenía también una parada de sementales: toros, caballos, burros, castrones... y los chavales nos lo pasábamos bomba. Cuando traían una yegua de algún pueblo nos íbamos a casa de mi abuelo y desde la ventana de atrás se dominaba el corral. Recuerdo que nos escondíamos mi primo y yo y nos reíamos mucho cuando mi padrino le cantaba al burro o al caballo para ponerlo a tono; claro, cuando nos jilaban, nos echaban de allí».

El breve itinerario de aquellos dos jóvenes se detuvo en una tapia del cementerio de Puente Castro: «Recuerdo que, cuando les dijeron que les habían matado, fueron Celia, la novia de Felipe, mi hermana Ángeles y Benedicta a sacarles de las fosas y al día siguiente les llegó el indulto. No eran mala gente, no eran delincuentes, pero allí quedaron: en Puente Castro».

Estima Jenuario que Casares perdió en la guerra una veintena de personas pero sólo cuatro de ellos murieron en el frente. «Estuvimos dos años en zona roja y, claro, por eso ya éramos -˜rojos-™. Y si había alguien que te tenía ojeriza eras hombre muerto. Me acuerdo de Modesto, un auténtico héroe. Estaba encerrado en Cubillas, en capilla, junto con otros, para fusilarlos. Allí solían pasar una noche y al amanecer los sacaban y en la collada de Aralla acababan con ellos y los enterraban. El caso es que llegó el rumor de que iban a matarles esa misma madrugada y Modesto les dijo a los demás: -˜nos van a matar-™; pero no acababan de creerle. Entonces Modesto, que tenía una cazadora muy bonita, de esas que enviaban los rusos, observó que se la estaban sorteando los soldados y les volvió a decir: sortean mi cazadora, nos van a matar; vamos a amotinarnos y al menos moriremos juntos y luchando. Y ellos dijeron: ¿por qué nos van a matar si no hemos hecho nada? Al ver que no les convencía y que ya amanecía decidió actuar por su cuenta y simuló que tenía descomposición. Cuando tenían que hacer sus necesidades, como no había luz eléctrica pues se había estropeado en un bombardeo, salían a un corral acompañados por un soldado y con un farol. Salieron y Modesto, que era un hombre fuerte, le metió un hostión y le dio una patada al farol, saltó la pared y se fue corriendo hacia la peña... Por allí justo se escondían. Aún estoy oyendo los tiros porque Cubillas está muy cerca... ¡qué mañana!. Él conocía bien el monte y consiguió esconderse, pero a los otros sí que les mataron ¡y de qué forma! Uno de ellos, Laurentino, era un joven que acababa de llegar de Argentina hacía poco y antes de fusilarlo pidió que le dejasen hablar y algunos de los soldados que le iban a matar se emocionaron... Después de aquello su familia no podía ni moverse. Una tía de Modesto era la madrina de mi hermana Belarmina y nos pusimos de acuerdo para llevarle comida. Él hizo un hoyo en una finca nuestra, junto a un árbol y yo, que era un chaval, iba con el caballo con la comida oculta en los serones. Para avisarle de que podía bajar utilizábamos un espejo con el que le enviábamos una señal. Primero tendíamos una toalla y una sábana pero nos dimos cuenta de que había gente que sabía que mi madre no solía tender por ese lado y optamos por el espejo. La verdad es que era arriesgado y pudieron haber matado a cualquiera de nuestra familia».

Hoy ya es tiempo de que los recuerdos reposen; tiempo de que los destellos recuperados de las vidas detenidas, unidos al bálsamo de la justicia, se resuelvan en un grito contra la crueldad y contra la guerra.

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