Diario de León
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|||| Este pasado lunes 23 de marzo tuvo lugar en el Musac una cata de los vinos Álvaro Palacios, organizada por su distribuidor en León, Farrapeira. No intentaré ahora hacer un resumen de la charla ni dar cuenta de todo lo que dijo este elaborador. En primer lugar porque ya lo hicieron puntualmente en este mismo diario al día siguiente; y además porque sería difícil condensar dos horas y media de charla en un espacio como el que tenemos.

Seguro que a cualquier aficionado le suena el nombre de Álvaro Palacios; pero para los que no lo sean tanto les pondremos en antecedentes. Álvaro Palacios pertenece a una familia de elaboradores de Rioja, de esas de toda la vida; sin embargo su fama no le ha venido por estos vinos familiares sino por sus aventuras fuera de Rioja. A finales de los 80, junto con otros cinco enamorados del vino crearon un movimiento que recuperó las viejas y olvidadas viñas del Priorato, en Tarragona. Al principio, nadie les creyó y todos pensaron que estaban locos. Pero la verdad es que colocaron estos vinos entre los más apreciados y buscados. Su gran éxito fue primero fuera de nuestras fronteras; crearon unos vinos radicalmente distintos y la gente quedó asombrada. Si a esto sumamos que los precios eran altísimos, el logro es aún mayor.

Una vez asentada la zona del Priorato se lanzó a una aventura similar en el Bierzo. Recuperó viejas viñas, apostó por lo autóctono y colocó sus vinos en los más alto del panorama mundial. Aunque, igual que antes, al principio nadie le creía y todos auguraban que se estrellaría porque, decían, la Mencía se oxidaba y no valía para envejecer. Otra vez, los reconocimientos vinieron primero del resto del mundo.

No sabemos si tiene más zonas en mente pero es para comprar allá donde ponga los ojos, visto su buen olfato como descubridor. Si quieren una pista, sepan que hace unos años, ha vuelto a Rioja, a la casa familiar, Palacios Remondo, quizás sea una declaración de intenciones.

Aparte de sus logros enológicos, hoy quería resaltar algo que me llamó mucho más la atención el pasado lunes: su entusiasmo. No hay duda de que es un gran profesional y que sus vinos son estupendos. Pero no sólo eso. Es además un gran comunicador y un apasionado de su profesión que consigue contagiar a la audiencia con su fuerza. Todo lo contrario a esos enólogos tristes, sosegados y aburridos que muchas veces convierten una cata, algo tan divertido como el vino, en una fría y anodina sesión de trabajo.

En su discurso entremezcla la geología con la historia, las anécdotas con la espiritualidad, lo divino con lo humano. Jorge, el dueño del estupendo restaurante Roco, que estaba a mi lado y disfrutó tanto como yo, lo definió como un iluminado; un iluminado en el mejor de los sentidos: porque cuestiona desde los fundamentos y argumenta sus principios con una concepción drásticamente diferente a lo establecido; pero que además cree tan firmemente en lo que hace y disfruta tanto haciéndolo que uno no puedo por menos que confiar en lo que dice.

Su reflexión es una vuelta a la viña, a la tierra y al origen. Está convencido de que la esencia del vino está en la viña y que es hacia aquí hacia donde debemos volver; se queja de que en España hemos descubierto arquitectos en las bodegas pero muchas bodegas no han descubierto su propia viña; y asegura que hay que buscar sin descanso la manera de entender la tierra de donde nace tu vino. Y seguramente tenga razón en todo lo que dice. Él puede corroborar sus palabras con su experiencia: ahí tiene la prueba de que no está equivocado. Sus vinos son el mejor argumento para creerle. En esta época de globalización, tecnología y autómatas reconforta escuchar a alguien tan convencido de cual es el camino.

Y para terminar me quedo con una definición que dio para el vino: ni más ancho, ni más largo, el vino tiene que ser mágico. No es geometría pero sí que tiene poesía.

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