Diario de León
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León

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|||| Empujó con indecisión la puerta. Habitaciones. Pase sin llamar, decía en letra retocada a mano, un decrépito letrero. Apenas la hubo entreabierto pudo observar, de un rápido vistazo, un escueto recibidor y una sola persona.

No debía presentar muy buen aspecto, tal vez de señor venido a menos, a tenor de la mirada escrutadora con la que le obsequió la joven mujer que, tras un sencillo mostrador de recepción, se afanaba en organizar un pequeño fichero. Después de un no demasiado efusivo «buenas noches», le preguntó: «¿Qué desea?»

-”Alojamiento y descansar, por favor, ¿puede ser?-

Formuló con entrecortada voz, aquel hombre de edad avanzada, no bien trajeado, pero de digna presencia. Su aspecto era de abatimiento. Y sostenía con su mano derecha un pequeño maletín.

Mientras se producía la respuesta, inquieto, trataba de permanecer enhiesto, su mirada traslucía el intenso temor que albergaba de ser rechazado. La joven, que parecía buscar la respuesta en el fichero; con cierto recelo en la voz, elevando la mirada, soltó un: «vale», poco convencido, indicando a continuación: «Acérquese y déme su DNI». Le sonó a gloria, ¡se sentía tan fatigado!

-”Pasaporte tiene que ser-” dijo con suave acento hispanoamericano, llevando en la mano el documento anunciado. Se podía leer en él: Eliseo Fernández Fernández. Nacido en León (España), año 1932.

La recepcionista, en tanto tomaba una llave del casillero, musitó: «luego le inscribiré», y, acompañándose de un gesto manual le invitó: «Sígame, le indicaré su habitación». Eliseo, en tanto iba en pos de ella, respiró hondamente antes de contestar: «Gracias, muchas gracias».

Resultó ser una humilde alcoba, pero limpia. Su mirada poco exigente se posó sobre la sencilla cama, el armario ropero de entreabierta puerta y con más atención en la mesita escritorio y la correspondiente silla que venían a componer toda la dotación. Le bastaba, ¡para qué más!,

Maquinalmente se acercó a la única ventana del cuarto, daba a una estrecha calle del llamado Barrio Húmedo, mas, apenas le interesó.

-”Mañana voy a madrugar, he de ver el Encuentro en la Plaza Mayor-”

Fue lo último que le oyó decir la recepcionista. Y se preguntó: ¿Será acaso Eliseo un leonés que regresa a casa por Semana Santa?

Más bien no. Los que le habían conocido, podían hablar de un emigrante a quien el Inserso y la Diputación leonesa con su programa Añoranza, habían posibilitado esta transitoria vuelta a «su» León capital. Bastante cambiados, por cierto, ambos.

Cuando finalizaron los días del programa, él decidió quedarse un tiempo. Tres o cuatro meses se dijo, hasta la primavera. Se animó, pues tenía unos pequeños ahorros; aunque pronto pudo comprobar que eran insuficientes, y, para no agotarlos, tuvo que ir, ocasionalmente, a un lugar de acogida llamado «Transeúntes».

¡Qué gran tipo el hermano José Luis!, alma y vida del Hogar. Comprensivo, animoso y siempre dispuesto tanto a escuchar como a estimular con la frase adecuada a los desprotegidos como él.

En la ajada chaqueta a cuadros que estaba colgando con cuidado en el respaldo de la silla, guardaba sus últimos dineros, y el billete de avión para regresar a Venezuela. Del abierto maletín, sobre la cama, sacó a continuación un pijama de tela azul, se lo puso disponiéndose a acostarse. Necesitaba descansar, y, más que dormir, ¡pensar!

Su reloj de pulsera marcaba las 23,15, no se lo quitó. Boca arriba, con la almohada doblada bajo la cabeza, empezó a reposar de la fatiga física que el seguimiento de la procesión de la Santa Cena, le había causado.

Era Jueves Santo y el gran paso de la Cena, de Víctor de los Ríos, había procesionado por las calles leonesas

Víctor de los Ríos, ¡qué enorme escultor!, un imaginero preciosista, innovador, nada convencional, había dicho incansable a cuantos, presenciando la procesión como él, quisieron escucharle.

-”Yo le conocí-”. Anunció con autocomplacencia a los más próximos; quienes, en verdad, le prestaban poca atención.

Siendo jovenzuelo había conocido al escultor. El encuentro coincidió siempre durante vacaciones de Semana Santa, y antes de que, acompañando a sus padres, emigrara a aquel país de idioma conocido, de gentes de indolente trabajar, y una tierra de inexplorados recursos que, al menos, con su caluroso clima mataba los fríos acumulados de sus pobres noches leonesas.

Casi sesenta años allí, y total, ¿para qué? De hacer «las américas» nada.

Achacoso, y envejecido más allá de la edad, intuía que ésta podía ser su última Semana Santa. En la propia plaza de la Catedral, esperando la salida, se reprodujo con intensidad el escalofriante dolor precordial, que le había llevado a pensar en lo peor.

Afortunadamente se repuso apenas hubo contemplando salir el paso, pues, cual bálsamo que movilizando los recuerdos le confortara cuerpo y espíritu, olvidó fríos y temores, y hasta creyó poder oler el pan tierno que la Hermandad de Santa Marta había colocado sobre la mesa.

Cualquier observador, aun sin conocer las Sagradas Escrituras, puede percibir la interrogante inquietud reflejada en el rostro de los personajes. Y captar el revuelo gestual de los doce apóstoles, desde el sordo Andrés, ladeando la cabeza para escuchar mejor, al ademán indeciso, y temeroso de ser descubierto, de Judas, observado por el joven Juan que retuerce el torso en el intento-¦ ¿será el traidor?

Que lujo haber sido testigo de excepción en los prolegómenos de la exposición de tan colosal paso, en el que fuera Instituto General y Técnico, luego Juan del Encina.

Allí pudo escuchar las explicaciones y temores de Víctor de los Ríos, quien, con voz suave y persuasiva, y la precisión de quien ha estudiado el tema, señalaba minuciosamente el porqué del gesto y actitud de cada apóstol.

-”La colocación de éstos en triclinios, decía el autor, me obligó a un minucioso trabajo en los pies.

-”¡Por favor!, que no me los oculten con las flores.

Pidió al menos dos veces al vicepresidente de la Hermandad de Santa Marta, situado a su lado, quien repetía: «De acuerdo-¦ de acuerdo».

Era el día uno de abril de 1950, lo recordaba bien, cuando el Obispo Almarcha, solemne en el ritual, procedió a la bendición del paso. El Magistral de la Catedral, D. Clodoaldo Velasco, ligeramente subido a la carroza, visiblemente emocionado, lanzó a los que allí estábamos presentes un «magistral» discurso. El autor de la obra, situado al lado del Obispo, y del señor Barquero, gobernador civil, permanecía expectante.

De los Ríos había propuesto un recorrido novedoso para la procesión, y, días antes de ella, le asaltaba la duda sobre el acierto de la elección, señalaba el peligro de no estar arropada por el público en calles tan inéditas como la avenida de Roma-¦

No había sido ese su primer encuentro con el escultor. En el mismo Instituto, en el año 1945, con motivo de la presentación a los leoneses del primer gran grupo escultórico: El Descendimiento, para la Cofradía Minerva y Vera Cruz, tuvo la oportunidad de conocer al insigne imaginero.

Recordaba que junto a otros tres muchachos, estaba enfrascado en tareas auxiliares para la ornamentación del gran vestíbulo, precisamente en la planta primera colgando unas banderas de la maciza balaustrada, cuando alguien, a sus espaldas, con persuasivo tono dijo: «Tomar ir fumando»

Una presentación sencilla, sugerente y afable a todas luces.

Al volver la cabeza hacia atrás, se encontró con un personaje bien trajeado, corbata de pequeño nudo, quien luciendo una leve sonrisa bajo su recortado bigote, les acercaba con la mano una cajetilla de Philips, mientras añadía: «Dejad las banderas bien colgadas». Desde la atalaya, ya habían tenido oportunidad de verlo, observando desde todos los ángulos, y dando órdenes por doquier, ¡era Víctor de los Ríos!

El Descendimiento, sobre carroza, rompía con la tradición leonesa de portar los pasos a hombro. Sus dimensiones la harían difícilmente manejable por las estrechas calles del casco antiguo, las de más arraigo procesional.

Poco podía imaginar el autor que, años más tarde, por decisión de un animoso Abad, saldría el paso, algo aligerado de peso y con los ajustes necesarios, a hombros de sufridos papones. Un esfuerzo que recuperaba una norma no escrita, pero latente en el sentir procesional y cofrade leonés.

Mañana es Viernes Santo, debo madrugar, se dijo. E inició el regreso, con pausado y cansino caminar, hacia la cercana pensión.

Elucubrando así, accedía por Mariano Berrueta a la Plaza Mayor, y justo en los soportales próximos a San Martín, la sede de Minerva, le saltó a la memoria, que don Víctor, talló para Minerva un Cristo yacente.

Y que, por cierto, ¡se lo devolverían!, pues al todopoderoso Obispo Doctor Almarcha no le gustó que el autor colocara las llagas de los clavos en las muñecas de Jesucristo, en vez del lugar habitual en la palma de las manos.

¡Cómo olvidarlo! Él también había estado en la presentación del paso.

Una sala de la Diputación había elegido de los Ríos, en esta ocasión, para presentarlo. Hubieron de transformarla en cámara mortuoria mediante el procedimiento de cubrir con tela negra las paredes.

En una especie de catafalco habían situado al Yacente, flanqueado por cuatro columnas/pedestal que sostenían un recipiente con alcohol, que otros habían de encender a la entrada de las autoridades. Apagar la luz eléctrica, en ese momento, había sido su corta misión. Una puesta en escena que hubiera sido digna de un mejor final.

A los pies del Cristo yacente tuvo lugar una corta diatriba del autor y el obispo, sobre la interpretación contrapuesta de la colocación de las llagas. No admitía el prelado, al parecer, las aclaraciones de pura técnica mecánico anatómica que aportaba el imaginero. Un diálogo tenso que no pudo escuchar.

En la mañana de Viernes Santo, el sol ya anunciaba un rigor caluroso para el mediodía. Tere, la recepcionista, se incorporaba al quehacer diario cuando el reloj marcaba poco más de las diez. Con gran sorpresa comprobó que en el casillero correspondiente, no estaba la llave de la habitación de Eliseo.

Miro sobre el mostrador en busca de una nota del vigilante nocturno. Nada, no había ninguna.

¡Que raro!, se dijo, mientras se encaminaba hacia la habitación. Llamó dos veces, y al no obtener respuesta, actuó sobre la manivela, ¡no estaba cerrada la puerta!

-”Don Eliseo-”, dijo en voz alta mientras la abría. ¡La cama estaba desecha y vacía!; siguió abriendo, y se llevó la gran sorpresa.

El huésped, sentado en la silla, vestido, parecía dormir apoyados los brazos y la cabeza sobre la mesa escritorio. Pronto pudo comprobar que no dormía, ¡estaba muerto!, permanecía así con el peso del cuerpo amparado por la mesa.

No tocó nada, tan sólo observó un folio blanco sobre el que, con un bolígrafo, aún entre los dedos de su mano derecha, había empezado a escribir: Tomar ir fumando. El círculo de la última o, no estaba cerrado, se prolongaba en un rasgo sinuoso.

Si era algún mensaje no lo comprendió, y nunca lo sabría. Eliseo, sin llegar a recoger en letra sus memorias de Semana Santa, había emprendido un viaje para el que no necesitaba billete.

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