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Publicado por
León

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|||| Tengo un buen amigo que dice que lo difícil no es hacer un buen vino sino venderlo; y tengo otro que apostilla que lo realmente difícil es cobrarlo. El mercado no está para bromas y qué les voy a contar de la tan manida crisis. Se lo imaginan. El caso es que para vender más, o simplemente, para vender hay que recurrir a todo. En el mundo del vino lo más socorrido son las ferias del sector para profesionales. La primavera es el momento del año en el que se concentran más historias de este tipo. Pero mayo se lleva la palma. Además del mes de las flores, para los enólogos, mayo es el mes de las ferias. La explicación es sencilla. En verano muchos compradores están de vacaciones, el otoño es el momento de más trabajo en bodega; antes de Navidad sería un suicidio comercial, pues es cuando más vino se vende; y entre febrero y marzo es la vendimia en el hemisferio sur. Así que a partir de abril y hasta junio parece ser el momento perfecto. Y en estas estamos. En estas macrorreuniones, los bodegueros que quieran pueden exponer sus vinos ante los compradores llegados de cualquier parte del planeta. Las bodegas alquilan unos metros de superficie del espacio donde se celebre y la decora como bien pueda. Hay expositores modernísimos, rancios, sobrios, divertidos... para todos los gustos y colores; todo vale con tal de llamar la atención del paseante, potencial cliente. La organización pone las copas, las escupideras -”detalle importante-” e invita a los compradores. La feria más importante es la inabarcable Burdeos, que se celebra cada dos años. Nos toca este 2009, a finales de junio. Seis días de feria. Agotador. Aún no conozco a nadie que se la haya recorrido entera. Desde hace meses es imposible encontrar hotel y casi ya ni habitaciones en casas particulares. La London Wine Fair, que es la próxima semana, también es relevante pero va perdiendo fuelle. Las de los países nórdicos son interesantes aunque a otra escala mucho más pequeña. A nivel nacional, la más importante es la Alimentaria de Barcelona, que aglutina a todo el sector de la alimentación. Después, está Fenavin en Ciudad Real, que ha sido esta semana, más específica de vinos y muy, muy profesional. Las bodegas pequeñas van allí para dar a conocer sus productos a importadores de países a los que no pueden acceder de otra manera. En tres días, recibes gente de todo el mundo y por cara que sea la feria siempre es más barato que pegarte un vuelta al mundo y localizarlos. El expositor escruta los pasillos, cual cazador, en busca de un americano estrafalario, una nórdica de piel blanca, una cabeza rubia bien alemana y la presa más preciada, un asiático de ojos rasgados y mercado inacabable. La buena ocasión se va perdiendo porque últimamente la cifra de expositores multiplica a la de compradores. Sin ir más lejos, Fenavin este año ha tenido un 40% más de expositores y los mismos importadores, menos cuarenta; los cuarenta mejicanos que no pudieron venir por culpa de la gripe. También es cierto que hay otros expositores con todo, o casi todo, el pescado vendido que van allí de una manera puramente social. Son grandes bodegas o grupos empresariales que simplemente quieren y tienen que saludar a sus clientes, ofrecerles una copa de vino, que ya conocen, algo de picar y sentarles en una silla para descansar antes de proseguir con su arduo trabajo. Estos también tienen que estar presentes y jercen su labor. Son los stands más grandes, más impresionantes y a veces hasta con acceso restringido, lo cual es una tontería. Hasta aquí la parte profesional. Luego está la divertida: los que se cuelan a merendar y a beber gratis, los que a partir de las doce de la mañana se les traba la lengua, los que esconden las botellas caras, los que se salpican usando la escupidera, los que corretean por los pasillos chismorreando... y cómo no, los amigos con los que coincides sólo en estos eventos y que siempre tienen una buena botellita que ofrecerte. Además, del cansancio y los kilómetros, en algo tenía que compensarnos.