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Publicado por
Ruth de andrés
León

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enóloga

Dice la leyenda que los cartujos escogieron enclavar en el Priorat su pri mer monasterio de la península porque un pastor soñó con una escalera que apoyada en los pinos les permitía subir al cielo: Escala Dei. Aunque sólo sea por la dificultad y por lo tortuoso del camino, vale la pena creerlo. El Priorat es una pequeña comarca catalana en el interior de Tarragona. Remota es una palabra que nos viene a la cabeza según tomamos la carretera al salir de la autopista del Mediterráneo. Después de la opulencia de la costa Dorada, con sus grandes hoteles, su masificación de apartamentos, su Port Aventura y sus coloridos restaurantes sorprende encontrarse con una zona tan austera, sólo cincuenta kilómetros al interior. Una tierra angosta y escarpada, rodeada de la sierra del Montsant. El paisaje lo dominan la viña, los olivos y los almendros. Parecen estoicos supervivientes del calor de mediodía en verano y de las noches heladoras del invierno. Con el declive de la agricultura y las malas comunicaciones, esta zona estaba destinada al olvido. Sin embargo, y contra todo pronóstico, ha resurgido con fuerza y se ha reinventado. Las carreteras son transitadas ahora por coches de todas las nacionalidades y las calles rezuman vida. Y todo gracias al vino y a unos personajes que creyeron y apostaron por la zona. Luego han llegado otros. Pero permanece anclado en la zona aquel núcleo de cinco o seis enólogos que un buen día decidieron enraizar allí y crear allí un producto singular.

Lo primero que sorprende es la rudeza del paisaje, hasta el punto que parece imposible que aquella tierra tan pobre puedan poblarse de viñas que cada año hagan brotar y madurar uvas jugosas y dulces. A partir de ellas, salen vinos originales y radicalmente distintos, incomparables. Cálidos, minerales y frescos. Grados alcohólicos elevados, debido a las altas temperaturas que sufren las viñas y que traen consigo uvas dulces. No en vano, hace muchos años, esta zona se distinguía por sus vinos dulces, especialmente los tintos rancios. El frescor porque las variedades plantadas son capaces de conseguir altas concentraciones de azúcar sin perder un ápice de acidez, lo que se traduce en frescor. Y por último, mineralidad. Un concepto difícil de entender si no se ha estado nunca allí. Los suelos de pizarra imprimen carácter al vino. Científicamente, no sabemos cómo y ni siquiera hemos identificado esa sustancia aromática. Pero de cualquier modo, notamos ese matiz mineral que algunos describen como mina de lápiz y otros como metálico. Una sensación que pocos vinos nos pueden dar.

Como tanta veces, son mucho más apreciados y reconocidos fuera de España. Allí llevan más de diez años sorprendiendo a profesionales y acaparando portadas de revistas y puntuaciones altísimas. Sobre todo al principio de su andadura, eran vinos de precios astronómicos y escasos. Hoy ya no tanto. Poco a poco han ido estableciéndose bodegas, no todas igual de capaces. Ello ha provocado que hayan perdido parte de encanto de antaño, pero, quizás es el precio que hay que pagar para hacerlo más asequible.

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