Diario de León
Publicado por
Ruth de andrés
León

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Hay mucha gente que tiene curiosidad por saber cual es el vino más nos gusta. Pero no es lo mismo, el mejor vino que el que más nos gusta.

Hay un componente en los vinos que es difícilmente cuantificable pero no por ello menos importante. Un coeficiente que escapa a nuestro control y que entra directamente en nuestra subjetividad. Es la memoria gustativa.

Hay veces que nos gusta un vino porque es el de nuestra casa, el de nuestro tío o el de nuestro pueblo. En definitiva, es la costumbre y el corazón. Muchas veces son vinos cargados de defectos, pero a nuestros ojos, o mejor dicho, a nuestra boca, encantadores.

Porque nos recuerdan y nos transportan a lugares vividos, a sensaciones y a recuerdos que se atan a nuestras emociones y nos impiden ser objetivos.

No es raro encontrarnos con personas mayores a los que sólo les gusta el vino de su pueblo, o aún más, el de su casa. A veces, los jóvenes se esfuerzan en darles a probar vinos técnicamente impecables, más renombrados y por supuesto más caros, y sin embargo, ellos siguen en sus trece. Prefieren su vino y se escudan diciendo que los demás o bien son ácidos, o saben raro, o son ásperos. Cualquier excusa aunque sea improbable les justifica. Les parece que no hay vino como el suyo. Aunque a los demás nos parezca que efectivamente no hay vino tan malo como el suyo.

Incluso, en catalán, hay un refrán que dice que el pan variado y el vino acostumbrado, precisamente señalando la escasa querencia que solemos tener por vinos diferentes a los que nos han acompañado toda la vida. No es el único ejemplo en lo que a nuestro paladar se refiere. Me viene a la cabeza el caso de la humilde tortilla de patata. Todo el mundo prefiere la de su madre, la de su abuela o en ausencia de pariente cocinillas, la del bar cercano. ¿Cual es el secreto? quizás el corte de la patata, el cuajado del huevo... da igual. El caso es que entre 100 tortillas de patatas distinguiríamos la hecha por las manos amigas.

Tampoco los profesionales del vino podemos sustraernos de esta subjetividad y preferimos los vinos de una zona, de una variedad o de un elaborador particular frente a otros. Ni siquiera la cata a ciegas, es decir, desconociendo por completo la etiqueta, es una garantía. Un leve aroma, un recuerdo en la boca, una nota casi imperceptible puede transportarte a ese universo y hacer que tu preferencia se decante por aquí. Uno siempre intenta que no sea así, pero es inevitable que un catador francés se incline antes por un Chardonnay de Borgoña que por uno de Australia. O un argentino prefiera la potencia y la carnosidad de la Malbec a un tenue Pinot Noir. Por eso muchos críticos reconocidos son de países no productores; y aún más, al leer su biografía no resulta extraño que muchos de ellos no hayan tenido contacto con el vino, hasta bien mayores.

Ahora bien, una cosa es que como técnicos distingamos la diferencia entre un vino bueno y uno malo. Eso lo sabemos hacer. Sólo faltaría. Pero entre uno bueno y uno que nos gusta... eso ya no es lo mismo. Ahí tenemos a la dichosa memoria gustativa para desviar nuestro interés.

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