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CANTO RODADO

pena

El espejismo de la vida sin arrugas, asegurada a todo riesgo e inmortal se desvanece ante la realidad de la rambla trancada por la masacre

León

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Pusimos rumbo a La Ercina con el peso de la enorme tristeza, la pena pegada al cuerpo tras saber que Barcelona, esa ciudad que tanto amo, con la que tanto sueño, en la que viven tantas personas queridas, acababa de ser atacada. Un brutal atentado terrorista, de nuevo, otra vez, un atropello masivo.

Sin saber cuántas personas muertas, heridas, cuántas familias destrozadas... Cualquier número es terrible cuando se trata de la muerte. Es inevitable que cuando te toca cerca, cuando le toca a tu gente, sientas las desgracias de manera amplificada y más consciente. Aunque sepas que cada día mueren decenas, tal vez centenas de personas, víctimas de atentados terroristas idénticos e incluso más brutales... en Siria, en Mosul, en Afganistán, en Nigeria...

Íbamos hacia el norte. Por el agradable camino que marca la carretera de Boñar y que te acerca poco a poco a la montaña, con el regalo de ese aire fresco que nunca podrá imitar la más sofisticada tecnología. Será otra cosa o el maldito aire acondicionado. Pero no ese aire casi puro. Enfilamos la estrecha carretera del valle de las Arrimadas y llegamos a La Ercina, a hablar de mujeres y mina. Con pena, mucha pena.

Por las víctimas, por las familias, por la ciudad... por todo. Una pena pesada y plomiza. Y la sensación de no entender nada, de no poder hacer luz para comprender lo que sucede en el mundo, en nuestro mundo y en el suyo. ¿Qué hay en la cabeza de esos muchachos que se transforman en máquinas de matar (y de matarse) a cambio de una promesa en el cielo? ¿Cómo nace la semilla del odio en sus corazones?

Creíamos que, como civilización, como especie, habíamos avanzado. Pero todo parece indicar que vamos hacia atrás con la apariencia de progresar. El espejismo de la vida sin arrugas, asegurada a todo riesgo e inmortal, como la de dioses del Olimpo, se desvanece ante la Rambla trancada por la masacre. Ante el bullicio hecho silencio helador y los cuerpos inertes, aún cálidos de vida, desvanecidos para siempre sobre el cemento ardiente de sol y sangre.

Sabemos que puede ocurrir en cualquier momento, en cualquier lugar. Sabemos que el frente está en todas partes y el enemigo puede ser cualquiera. Da igual los filtros que se pongan para detectar yihadistas, islamistas radicalizados o lo que sean. Da igual los bolardos y maceteros... Porque hay millones de personas que son incontrolables y siempre quedará alguna calle abierta.

Y odiamos un poco más que ayer. Sin querer, la semilla va germinando también en nuestro corazón. Porque nos arrebatan la vida, la paz y el bienestar. ¿Es razonable? Aparentemente razonable. Y eso también da pena, mucha pena. «Puede decir usted, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a aquellos que lo hagan», le dijo a un periodista Óscar Romero, el arzobispo asesinado en plena guerra civil en El Salvador, en 1980 por pedir justicia, dignidad y verdad. Suena raro, ¿verdad? Más ahora, con tanta gente afilando palabras como cuchillos.

Como suenan raros aquellos versos que Machado, a quien esta semana hemos tenido que rescatar de la ignorancia y el papanatismo nacionalista, dedicó a su amigo Giner de los Ríos: «Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma».

Da pena, en fin, ver que dos partes en conflicto no son capaces de dialogar y se ven obligadas a guardar silencio juntas ante la barbarie. Da pena que la bandera de España, con los mismos colores que la catalana, se encienda en el acero ensamblado de la torre Eiffel de París o en el chorro del lago Lemán de Ginebra. Son gestos bonitos, solidarios, reconfortantes... Y luego, ¿qué? Ya nada será igual después del atentado de Barcelona...

Volvimos a León por el mismo camino, abriéndonos paso en la oscuridad.

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