Soledad

Pasaban de las cuatro de la tarde cuando ordené la mesa, recogí tranquilamente mis cosas y me puse la chaqueta, abrí la puerta del despacho, salí, bajé abstraído las escaleras y abrí mecánicamente la puerta principal del ayuntamiento. La plaza estaba realmente desierta. No es lo que ocurre habitualmente. Siempre se cruza uno con alguien que compone un saludo más o menos evidente, siempre sincero, nada forzado, un gesto de de manifiesta buena vecindad. Mientras me encaminaba reflexivo hacia el coche, podía escuchar de una manera muy nítida el sonido que producían las suelas de mis zapatos a cada paso que daba sobre el granito. No sé por qué razón tuve que concentrarme en aquel sonido ciertamente estúpido para no sentirme el ser más solitario de la tierra. Estaba a punto de sentarme al volante del coche cuando detrás de una furgoneta de reparto mal aparcada surgió la señora de la limpieza del ayuntamiento con una espléndida sonrisa que iluminaba su rostro al tiempo que se dirigía a mí con un maravilloso «buenas tardes».

En mi cerebro comenzaron a tomar forma ideas relacionadas con la posibilidad de que aquella mujer me barriera con su escoba y me depositara en algún cubo de residuos orgánicos sin posibilidad de reciclaje. Y también contemplé la opción de pedirle su instrumento de trabajo para intentar salir volando. Pero de pronto recordé lo que dijo Josep Plá cuando le preguntaron qué modelo de sociedad propondría y de la que él desearía formar parte. Su respuesta, cargada de enorme sensatez, me sigue reconciliando con lo que me queda de humanidad: «Yo quiero vivir en un lugar en el que si alguien dice 'buenos días', alguien le responda 'buenos días'».