OPINIÓN. Cuaderno de viaje
Envidia
Cada vez que alguien dice «¡qué envidia me das!» y acto seguido aclara «pero envidia de la sana» me echo a temblar e intento por todos los medios explicarle que en mí vida no hay nada de envidiable en comparación con la suya. Para ello recurro incluso a explicaciones realmente absurdas con tal de que la persona se vaya totalmente convencida de ello. La envidia sana no existe. Por supuesto que no. Algo que ha provocado a lo largo de los tiempos consecuencias tan nefastas y devastadoras para el ser humano no puede tener un lado positivo. No soy supersticioso, o quizá sí, porque he llegado a pensar que basta con que a alguien le nazca ese sentimiento para que se produzca una consecuencia negativa.
Es cierto que he tenido la suerte de dedicarme a lo que realmente me gusta. Que puedo disfrutar con mi familia y con mis amigos de los momentos de ocio. Que recibo y doy afecto a diario. Que tengo una posición desde la que puedo ayudar a los demás y eso, no puedo negarlo, me produce mucha satisfacción. No, no puedo quejarme, lo admito sinceramente. Y al no quejarme no quiero que nadie se sienta ofendido, porque en el fondo sólo soy un tipo que se levanta por la mañana, como los demás, y lo único que intenta es parecerse a la gente de su pueblo, a cualquiera de ellos con los que te encuentras y cruzas un saludo afectivo.
En mi vida, como en la de todos los ciudadanos, se han alternado la buena y la mala suerte. Somos únicos e irrepetibles y en esta suma de tragedia y de comedia que vivimos, todos deberíamos tener claro que nadie es tan diferente de nadie. De un día para otro, incluso en cuestión de segundos, el azar nos puede aplastar contra el suelo o levantarnos hasta el cielo.