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ramón gorriagán | madrid
León

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Por fin llegó su hora. Es el momento que esperaba vivir aquel 14 de marzo del 2004. Todo estaba preparado para que ganara pero se cruzaron en su destino los atentados del 11-M. Eso es agua pasada. Mariano Rajoy Brey (Santiago de Compostela, 27 de marzo de 1955) ha ganado las elecciones al tercer intento, como Felipe González y José María Aznar. Está ante la oportunidad de dar la razón a quienes en su partido y fuera de él no se han cansado de decir en estos siete años largos de oposición que será mejor presidente que candidato. Él también lo cree así. Quedó claro en su último mitin en León, después de recordar su infancia cambiando cromos con sus hermanos en El Cid, donde vivía, y ayudando a misa como monaguillo en San Isidoro.

Se siente preparado, no en vano tiene a sus 56 años una hoja de servicios que casi ningún político puede acreditar en España: concejal, presidente de diputación, diputado autonómico, vicepresidente de la Xunta de Galicia, diputado nacional, ministro de Administraciones Públicas, Educación, Interior y Presidencia, vicepresidente primero y ahora presidente.

Está ante una oportunidad endemoniada para demostrar que es el buen gestor que dice ser. Se enfrentará a una crisis nunca vista, una tasa de paro «descomunal» —por utilizar uno de sus vocablos favoritas— y una complicada gestión del final del terrorismo. Espera las protestas en la calle que no ha tenido José Luis Rodríguez Zapatero. Quizás el peor escenario para ser presidente del Gobierno. Tendrá que ser tajante, firme y audaz, características que no cuadran demasiado con la personalidad que ha dejado entrever. La definición preferida de sí mismo es la de un tipo normal, «un señor de Pontevedra», como suele decir. Vibra con los deportes, sobre todo el fútbol y también el ciclismo, lee As y Marca , fuma puros, bebe whisky, es amante de la buena mesa y las largas sobremesas, se pega caminatas diarias —correr no es lo suyo—y usa la bici estática. Ejercicio sin grandes sacrificios con el que ha afilado la figura en los últimos años. También, según alguno de sus colaboradores, es mirado con el dinero, aunque tiene una posición económica envidiable: 600.000 euros en el banco, tres viviendas y hasta ahora dos sueldos, el del PP —casi 100.000 al año— y el de diputado. Es un conservador, tradicional. Su padre se llama Mariano y su hijo mayor igual, pasa las vacaciones siempre en los mismos sitios, viste sin licencias y jura que no se tiñe el pelo.

Dicen que disfruta de una memoria de elefante y sobrelleva las leyendas urbanas sobre su persona sin perder los estribos. Antes lo hacía, pero ya no se enfada con el sambenito de la vagancia que le han endosado, tampoco se inmuta cuando resurge el bulo de su homosexualidad que ha llegado al punto de atribuir sus hijos a la fecundación in vitro ’.

Sin prisa. Si su vida personal se caracteriza por ser un hombre tranquilo —quién lo diría con sus muchos tics— paciente y prudente, ha trasladado esos rasgos a su actividad política. No es amigo de los puñetazos en la mesa, algo que desespera más de una vez a su equipo. Rara vez se enfada, y si lo hace no levanta la voz.

«Mariano soluciona los problemas por aburrimiento», dice un dirigente que se precia de conocer bien al líder. Si el tiempo todo lo cura, Rajoy piensa que todo lo arregla. El paso de las hojas del calendario ha sido su receta para solucionar los conflictos, o los arregla o los pudre de maduros. No es ágil ni resolutivo frente a los problemas internos. Tampoco se precipita. Baste recordar su actitud ante los diferentes vericuetos de la trama Gürtel: no echó a ninguno de los dirigentes salpicados por el caso de corrupción pero todos están ya fuera, por voluntad propia o invitado ’ a hacerlo por personas interpuestas. Esa prudencia que lleva a gala es fruto de su acendrado sentido de la justicia. Entre contemporizar con un culpable y condenar a un inocente se queda con lo primero. No en vano es hijo —y orgulloso de serlo— de juez. También es el mayor de cuatro hermanos y nieto de uno de los redactores del estatuto de Autonomía de Galicia durante la República. Aunque es licenciado en Derecho y aprobó las oposiciones para registrador de la propiedad. Su primer destino fue Villafranca del Bierzo.

Nunca se ha dado prisa. Se casó a los 41 años con Elvira, Viri , Fernández Balboa. Tiene dos hijos: Mariano, de 11 años, y Juan, de seis.

Su relación con León —vivió y estudió de niño en las Discípulas, el mismo colegio de Zapatero, y después obtuvo su primer trabajo— ha llevado a los políticos del PP leonés a asegurar que quedan garantizadas las inversiones en la provincia. Tal vez para contrarrestar a Zapatero.

Como buen prudente no arriesga. Prefiere, por ejemplo, leer que improvisar, quedarse corto que pasarse. Sopesa mucho los pros y los contras, pero cuando toma una decisión es muy difícil, según el testimonio de quienes trabajan con él, que cambie de parecer. «No es que sea terco, es que cuando está seguro de algo muere con esa convicción», comenta una ex colaboradora. Pero esta firmeza de criterio no impide que aflore el relativismo cuando no tiene las ideas claras. «Depende» es una de sus máximas favoritas. Muchos ven ahí una muestra de galleguismo que esconde inseguridad.

Derrota y revuelta. No se retiró tras su segunda derrota electoral. Sorteó una revuelta interna sin un líder visible pero con muchos actores entre bambalinas, Esperanza Aguirre entre ellos, también algunos medios de comunicación e incluso algunos dicen que su mentor, José María Aznar. Soportó que uno de los iconos del PP, María San Gil, se fuera con un portazo y muy malas palabras hacia él. Comprobó que en aquellos malos momentos diputados de medio pelo se le subían a las barbas, nunca mejor dicho. En Valencia, dio el giro que quería al PP, archivó el victimismo por el 11-M y la correspondiente teoría de la conspiración, restableció las relaciones con los nacionalistas vascos y catalanes, recuperó la unidad antiterrorista e imprimió una pátina de moderación a la imagen intransigente de su partido.

Estas, y la mayoría absoluta, son sus credenciales para gobernar. Llega a la Moncloa con un talante que en otros órdenes de la vida puede ser una virtud pero que para un presidente del Gobierno en esta coyuntura puede convertirse en una rémora porque la situación requiere soluciones urgentes, medidas difíciles y actuaciones audaces. Tiene por delante la tarea de demostrar que es el hombre adecuado para los meses y años difíciles que se avecinan. Él, por lo pronto, ha dicho que no va a mentir por cruda que sea la verdad y ha anunciado que va a ser valiente.